Archive for febrero, 2025

¡Buero vive!

                 Aunque el próximo día 29 de abril se cumplirá el 25 aniversario de su fallecimiento, Antonio Buero Vallejo sigue vivo gracias a su extraordinario legado que es el conjunto de su obra, una de las más importantes del teatro español del siglo XX, como lo avala el hecho de que fuera el primer dramaturgo que ganó el Premio Cervantes, entre otros muchos reconocimientos, incluida su candidatura al Premio Nobel en varias ediciones. Pero si Buero sigue, y seguirá, estando vivo gracias a todo su acervo literario, conformado por más de una treintena de obras teatrales, en las últimas semanas ha recobrado especial vitalidad gracias a la reposición de su “Historia de una escalera” en el Teatro Español, la misma sala en la que se estrenó hace 75 años cuando ganó con ella el Premio Lope de Vega, convocado por el Ayuntamiento de Madrid. En ese doble éxito, primero al ganar este prestigioso certamen que se recuperaba tras catorce años sin convocarse y, después, al triunfar inopinada, pero rotundamente, con él en las tablas del Español alcanzando 189 representaciones, se cimentó la reconocida y reputada carrera de nuestro paisano pues, a partir de entonces, pasó a ser una primera figura nacional, lugar que ya no abandonaría hasta su muerte en 2000.

            He tenido la fortuna y el placer de poder asistir recientemente a una de las representaciones de “Historia de una escalera” en el Español y volví reconfortado, casi entusiasmado, de Madrid porque, a pesar de que era la cuarta vez que veía esta obra, me pareció el mejor montaje hecho de ella y la dirección de Helena Pimenta es realmente brillante, sacando el mejor partido posible a un gran libreto. El buen nivel actoral general del elenco, tan importante en esta obra coral donde las haya como era habitual en el Buero de la primera época, y unos adecuados vestuario, caracterización, movimiento e iluminación, sumados a la gran dirección y montaje ya elogiados, han permitido un triunfo en toda regla de esta reposición. Este hecho lo avalan las muy favorables críticas que ha recibido y, sobre todo, el apoyo y reconocimiento del público pues, cuando aún quedan mes y medio de representaciones —la última tendrá lugar el 30 de marzo, si no se prorroga la función—, se han agotado las entradas y cada representación la cierra una cerrada y prolongada ovación.

Cartel de «Historia de una escalera» de Buero Vallejo. Teatro Español, Madrid 2025

            “Historia de una escalera” es una obra que ya es clásica porque su calidad y profundidad han hecho que haya envejecido bien y, a pesar de que se desarrolla en tres momentos temporales concretos y ya lejanos: 1919, 1929 y 1949, la vigencia de su planteamiento es absoluta, a poco que se eliminan los elementos episódicos de la temporalidad. Esa escalera de vecindad en la que conviven varias familias de clase media baja en cuatro décadas diferentes, todas ellas marcadas por un contexto socio-económico desfavorecido, puede ser el rellano de cualquier comunidad de antes de ayer, de ayer, de hoy mismo e, incluso, de mañana y de pasado mañana porque, aunque cambien el entorno y las circunstancias incidentales y materiales, los sueños, las aspiraciones, las frustraciones y las tristezas humanas salen siempre al encuentro de la buscada, y pocas veces encontrada, felicidad. Padres e hijos aspiran y se frustran por lo mismo en un círculo vicioso; ha cambiado solo el tiempo.

Con “Historia de una escalera” estamos ante la primera obra de Buero que triunfó en el escenario, un Buero que había salido de la cárcel apenas tres años antes, tras haber permanecido en prisión siete e, incluso, estar condenado a muerte; además, vivía en una España que le dolía especialmente porque no era, ni podía ser, la suya, ni la de nadie, aunque algunos no lo supieran o no lo quisieran saber. Estas dolientes y dolorosas circunstancias personales del escritor, sin duda condicionaron una visión pesimista de la realidad que está de manera evidente en su obra, pero es que, además, las objetivas también invitaban a la desesperanza; y siguen invitando a ella porque el hombre no cambia esencialmente, lo que cambian son, precisamente, sus circunstancias. Es evidente que el existencialismo está en el fondo de la obra.  No obstante, un costumbrismo contenido con el que plantea y viste las escenas y los diálogos —un tanto cargado en esta versión de Helena Pimenta, probablemente para acercarse al público—, el realismo social que cimenta y vertebra el argumento y el necesario simbolismo en el que Buero milita y con el que sortea a la censura, hacen de ella una pieza que, cuando menos, roza lo magistral, más aún si se tiene en cuenta quién y cuándo la escribió.

Termino ya diciendo que Buero no solo está vivo entre nosotros, los suyos, por el conjunto de su extraordinario teatro y por la particularidad de esta obra con la que está triunfando ahora en el Teatro Español, sino porque también se está demostrando que su dramaturgia está vigente incluso fuera de España, hasta en un país tan alejado y extraño a nuestra cultura como es Corea del Sur. Precisamente allí, en su capital, Seúl, se estrenó en el verano de 2023 un musical basado en otra conocida obra de Buero, “En la ardiente oscuridad”, y que en coreano se titula “Taoleuneun Uh-dum sok-eseo”, traducción fonética del original en español. Más de 35.000 espectadores asistieron a este espectáculo en el que el texto de Buero era escenificado con música de rock gótico. Carlos Buero, hijo de Antonio y tenedor y gestor de sus derechos, elogiaba para ABC hace unos meses el rigor y el acierto con el que había sido traducida, primero al inglés y después al coreano, esta obra de su padre. “Historia de una escalera” también fue exitosamente llevada a musical en Corea y estaban en negociaciones para que se representara en Japón. “Bueromanía en Corea” titulaba el periódico madrileño aquella información que me sorprendió y agradó a partes iguales y que hoy me ha parecido oportuno rescatar para esta “Misión al pueblo desierto” que, por si no han caído en ello, es como titulo mi blog en Guadalajara Diario, precisamente el título de la última obra escrita y representada de Buero, a quien siempre quise por ser de mi familia y a quien siempre he admirado por ser familia de todos. Porque los escritores, sobremanera los más grandes como lo fue Antonio, nos pertenecen a todos y son de los nuestros porque una cosa son las ideas y otra el pensamiento.

Febrero en el país de las botargas

                Febrero es el mes más corto del año, pero solo en un día suyo caben todos los inviernos, como en la rosa de Antonio Gala cabían todas las primaveras. Febrero, al que el sabio refranero castellano acusa hasta de loco “por sacar a su padre al sol y después apedrearlo”, es el tiempo del ecuador del invierno, aunque los días ya alarguen —“por San Blas, una hora y un poco más” (de luz solar)— y la claridad se confunda con el calor, hasta el que aún queda un largo camino que recorrer. El segundo mes del año era el de la purificación en tiempos de los romanos, a quienes se debe precisamente su nombre pues febrero deviene de la voz latina “februarius” que era la época en que tenían lugar las ceremonias de purificación durante las Lupercales, las fiestas en las que se pedía fecundidad para las personas y, sobre todo, la tierra. Ha llovido mucho desde que, en mitad del invierno, los romanos ofrecieran sacrificios a los dioses Pan y Lucina pidiéndoles frutos de vida humana y especialmente terrena, pero, como los dioses no emigran, este sigue siendo el tiempo en que, pese a que la tierra está inactiva y en espera, radica el punto de partida de la tan necesaria fertilidad.

                A pesar de que el campo sea cada vez más lo que hay entre dos ciudades, que es una de las definiciones más urbanitas que conozco de la ruralidad, febrero sigue siendo un mes muy vinculado a los ciclos de producción de la tierra, aunque solo es el de su preparación y no haga falta casi ni que llueva en él pues los hielos bastan para mantenerla húmeda, hasta que el agua ya sí que sea absolutamente necesaria en primavera. Y este tiempo de purificación y espera que los romanos festejaban en sus Lupercales, nuestros antepasados también lo celebraban con importantes fiestas invernales, algo que no deja de ser sorprendente pues la dura climatología del invierno castellano no invita mucho a festejar. Precisamente las circunstancias de que ese tiempo de espera conllevara escasa faena agrícola y que en esta tierra la fiesta siempre fuera más bien escasa y acomodada a los períodos de menos trabajo en el campo, radica el hecho de que, sobre todo este de los últimos días de enero y los primeros de febrero, sea un período de bastante actividad festiva tradicional en muchos pueblos de la provincia. San Antón, San Vicente, San Ildefonso, La Paz, La Candelaria, San Blas, Santa Águeda… son algunas de las más nombradas e importantes celebraciones de esta etapa de mediados de invierno en que se concentran tantas fiestas tradicionales, pese a que suele hace un frío que pela y el hecho festivo matrimonie mejor con el calor. Y, entre estas fiestas en honor a advocaciones marianas y santos cristianos, se cuelan, como los gatos y el viento por las gateras, las salidas de la mayor parte de las botargas, nuestro personaje enmascarado tradicional por excelencia, aunque haya también otros de diferente nominación que nos acerquen ya al carnaval, la fiesta por antonomasia del invierno, vísperas de la Cuaresma y casi ya pregón de primavera.

                Desde el mismo día de año nuevo, con la salida de la de Humanes, ya comienza el ciclo de las botargas guadalajareñas —este gentilicio es más apropiado que el de alcarreñas porque también las hay serranas y campiñeras— que se concentra especialmente en enero, entre el solsticio de invierno y la primera luna llena del año recién estrenado. Este no es un hecho nada casual, sino más bien causal, pues este tipo de personajes, aunque eclosionan en el medievo, tienen sin duda orígenes ancestrales y mucho que ver con el sol y la luna, padre y madre del calor, la luz, la vida y, por ende, la fecundidad. Repetimos, los dioses no emigran, y así, donde hubo un rito pagano, es fácil encontrar otro cristianizado que tiene su origen en aquél.

Creación de Ana Orea inspirada en el pop art sobre máscara de botarga de Arbancón, obra de Hermenegildo Alonso, el famoso “Mere”

                Como ya he comentado en entradas anteriores en este mismo blog, vivimos una etapa de recuperación de muchas botargas perdidas, algo por supuesto positivo, pues bueno es recuperar nuestro patrimonio perdido, en este caso inmaterial; el riesgo radica en que, por imitación e, incluso, por puro y duro socio-centrismo —“yo no voy a ser menos que el pueblo de al lado…”—, más que recuperar se inventen o reinventen botargas con escasa base documental y testimonial directa. No estoy mirando a ninguna en particular y miro a todas las recuperadas en general. Solo la intención de recuperar una fiesta tradicional ya es un hecho muy positivo, que animo y aplaudo como ya lo he hecho en ocasiones anteriores, pero debe hacerse con el mayor rigor y sentido posibles para evitar que, en vez de botargas recuperadas, tengamos patochadas. Una cosa es que los dioses no emigren y otra que los empadronemos en casa.

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