Febrero en el país de las botargas

                Febrero es el mes más corto del año, pero solo en un día suyo caben todos los inviernos, como en la rosa de Antonio Gala cabían todas las primaveras. Febrero, al que el sabio refranero castellano acusa hasta de loco “por sacar a su padre al sol y después apedrearlo”, es el tiempo del ecuador del invierno, aunque los días ya alarguen —“por San Blas, una hora y un poco más” (de luz solar)— y la claridad se confunda con el calor, hasta el que aún queda un largo camino que recorrer. El segundo mes del año era el de la purificación en tiempos de los romanos, a quienes se debe precisamente su nombre pues febrero deviene de la voz latina “februarius” que era la época en que tenían lugar las ceremonias de purificación durante las Lupercales, las fiestas en las que se pedía fecundidad para las personas y, sobre todo, la tierra. Ha llovido mucho desde que, en mitad del invierno, los romanos ofrecieran sacrificios a los dioses Pan y Lucina pidiéndoles frutos de vida humana y especialmente terrena, pero, como los dioses no emigran, este sigue siendo el tiempo en que, pese a que la tierra está inactiva y en espera, radica el punto de partida de la tan necesaria fertilidad.

                A pesar de que el campo sea cada vez más lo que hay entre dos ciudades, que es una de las definiciones más urbanitas que conozco de la ruralidad, febrero sigue siendo un mes muy vinculado a los ciclos de producción de la tierra, aunque solo es el de su preparación y no haga falta casi ni que llueva en él pues los hielos bastan para mantenerla húmeda, hasta que el agua ya sí que sea absolutamente necesaria en primavera. Y este tiempo de purificación y espera que los romanos festejaban en sus Lupercales, nuestros antepasados también lo celebraban con importantes fiestas invernales, algo que no deja de ser sorprendente pues la dura climatología del invierno castellano no invita mucho a festejar. Precisamente las circunstancias de que ese tiempo de espera conllevara escasa faena agrícola y que en esta tierra la fiesta siempre fuera más bien escasa y acomodada a los períodos de menos trabajo en el campo, radica el hecho de que, sobre todo este de los últimos días de enero y los primeros de febrero, sea un período de bastante actividad festiva tradicional en muchos pueblos de la provincia. San Antón, San Vicente, San Ildefonso, La Paz, La Candelaria, San Blas, Santa Águeda… son algunas de las más nombradas e importantes celebraciones de esta etapa de mediados de invierno en que se concentran tantas fiestas tradicionales, pese a que suele hace un frío que pela y el hecho festivo matrimonie mejor con el calor. Y, entre estas fiestas en honor a advocaciones marianas y santos cristianos, se cuelan, como los gatos y el viento por las gateras, las salidas de la mayor parte de las botargas, nuestro personaje enmascarado tradicional por excelencia, aunque haya también otros de diferente nominación que nos acerquen ya al carnaval, la fiesta por antonomasia del invierno, vísperas de la Cuaresma y casi ya pregón de primavera.

                Desde el mismo día de año nuevo, con la salida de la de Humanes, ya comienza el ciclo de las botargas guadalajareñas —este gentilicio es más apropiado que el de alcarreñas porque también las hay serranas y campiñeras— que se concentra especialmente en enero, entre el solsticio de invierno y la primera luna llena del año recién estrenado. Este no es un hecho nada casual, sino más bien causal, pues este tipo de personajes, aunque eclosionan en el medievo, tienen sin duda orígenes ancestrales y mucho que ver con el sol y la luna, padre y madre del calor, la luz, la vida y, por ende, la fecundidad. Repetimos, los dioses no emigran, y así, donde hubo un rito pagano, es fácil encontrar otro cristianizado que tiene su origen en aquél.

Creación de Ana Orea inspirada en el pop art sobre máscara de botarga de Arbancón, obra de Hermenegildo Alonso, el famoso “Mere”

                Como ya he comentado en entradas anteriores en este mismo blog, vivimos una etapa de recuperación de muchas botargas perdidas, algo por supuesto positivo, pues bueno es recuperar nuestro patrimonio perdido, en este caso inmaterial; el riesgo radica en que, por imitación e, incluso, por puro y duro socio-centrismo —“yo no voy a ser menos que el pueblo de al lado…”—, más que recuperar se inventen o reinventen botargas con escasa base documental y testimonial directa. No estoy mirando a ninguna en particular y miro a todas las recuperadas en general. Solo la intención de recuperar una fiesta tradicional ya es un hecho muy positivo, que animo y aplaudo como ya lo he hecho en ocasiones anteriores, pero debe hacerse con el mayor rigor y sentido posibles para evitar que, en vez de botargas recuperadas, tengamos patochadas. Una cosa es que los dioses no emigren y otra que los empadronemos en casa.

Ir a la barra de herramientas