Mientras maldecía a quienes se la tomaban solo “como un lujo cultural”, Gabriel Celaya afirmaba que “la poesía es un arma cargada de futuro”. Él fue uno de los mejores poetas “sociales”, la generación que surgió mediados los años 50 del siglo pasado y que practicó el posibilismo denunciando, gracias a perífrasis, metáforas y alegorías, y hasta donde les dejó la censura franquista, la doliente España en blanco y negro de aquella difícil hora de la posguerra civil. Aunque vasco de nacimiento, Celaya extendió y publicó su poesía por todos los lugares en los que encontró la posibilidad de darla a conocer, entre ellos Guadalajara, entonces una ciudad minúscula y “muy jodida”, con perdón, pero es una gráfica expresión del maestro Josepe Suárez de Puga que me parece, más que una palabra, un dardo en el centro de la diana. Efectivamente, en aquella Guadalajara machacada por la Guerra Civil y remachada por la posguerra, surgió un grupo poético inicialmente postista, liderado por Antonio Fernández Molina, un agitador cultural y poeta, manchego de origen, que vino a ejercer el magisterio en la provincia y después se arraigó, primero en Mallorca, y, finalmente, en Zaragoza, donde alcanzó su mayor vínculo y renombre. Fernández Molina fundó, a principios de los 50, una tertulia literaria denominada “Vino y pan”, con sede en el desparecido y recordado “Bar Soria”, que fue una especie de edelweiss, de flor que nacía en una altura ya casi incompatible con la vida, o de un oasis en medio del desierto. En definitiva, aquella tertulia fue un espacio y un tiempo para el arte y la literatura en medio de la casi nada que, entre otros frutos, creó la revista “Doña Endrina” en la que publicaron sus obras poetas y artistas plásticos, que después alcanzaron relieve incluso internacional, como Gabriel Celaya, Francisco Nieva, Gregorio Prieto, Paúl Eluard, Mathias Goeritz, Jean Poilvet, Félix Casanova o Alejandro Busuloceanu. Y de entre los nuestros, un entonces muy joven Suárez de Puga que, desde el primer momento, destacó por su talento y brillantez como poeta. Lástima que no siempre la inspiración le haya cogido trabajando —parafraseando a Picasso— porque, andado mucho tiempo desde entonces, apenas ha publicado obra poética para su talento y potencialidad. Son muchos los poemarios que Josepe se ha dejado en el tintero y este hecho lo acusa la poesía alcarreña que, a pesar de haber tenido y tener notables referentes, no se puede permitir el lujo de la baja productividad de algunos de sus mejores poetas, como sin duda lo es él.
A Suárez de Puga, cuya avanzada edad ya no le permite cortejar a la noche que antes era su hábitat natural, y a otros grandes poetas que se nos han ido, como Alonso Gamo, Paco Marquina o Ramón Hernández, entre otros, les echamos mucho de menos el viernes pasado, 18 de julio, en la “Noche de versos” de Torija que celebraba ya su decimoquinta edición. Para quienes somos poetas, al menos en ciernes o en camino como yo me declaro, y para quienes lo son de verdad, es un motivo de satisfacción que una velada poética como esta de Torija alcance ya década y media de vida. Porque, pese a lo que decía Celaya, la poesía de hoy no es precisamente “un arma de futuro” y, como cantaba Germán Coppini, siguen corriendo “malos tiempos para la lírica”. Si la llamada “poesía social” fue, sin duda, un arma —eso sí, con una flor en la recámara en vez de una bala— para luchar por la libertad y la justicia cuando Franco las guardaba bajo siete llaves en un arcón en El Pardo, en los tiempos que corren, de libertad vigilada y justicia, a veces, en huelga de venda en los ojos caída, la poesía es más bien un “lujo cultural”. Por ello, que en Torija se sigan haciendo sus “Noches de versos” mediado julio es, eso, un lujo cultural sin comillas que hay que agradecer a su ayuntamiento, pero, sobre todo, a Jesús Campoamor, torijano de adopción, y, sobre todo, gran artista plástico, pintor de estilo muy personal y definido, inspirado escultor ocasional, y, para redondear su perfil cuasirrenacentista, también escritor y poeta. Gracias a Campoamor han ocurrido muchas cosas, porque es, como lo fue Fernández Molina en su día, no solo un creador, también es un agitador cultural. De uno de los “cócteles” de Jesús, combinado de palabras y angostura de amistad, surgió esta “Noche de versos” que se celebra cada año en la recoleta plazuela de la Iglesia de Torija, al pie de dos cipreses, uno de ellos mocho, y con un mosaico de telón de fondo que reproduce un soneto del diplomático y poeta torijano, José María Alonso Gamo, también con raíces en Tamajón por parte de madre.

En su XV edición, el propio Campoamor, un año más, participó en su “Noche de versos”; superado por la emoción, dejó la tinta a un lado y escribió con sangre brotada del corazón su mejor verso: “Os quiero”, nos dijo a todos los presentes, que llenábamos la plaza de Torija convocados en la noche por los versos. Diez poetas y un buen cantautor, el mondejano Javier Jiménez, nos subimos en esta ocasión al escenario para poner versos y música a la cálida, tanto en sentido literal como figurado, noche torijana. Jesús de Andrés, el alcarreño que es uno de los vicerrectores de la UNED, nos volvió a hacer pensar con sus breves, pero intensas y profundas piezas, como fogonazos, que acostumbra escribir con tan buen tino como tono. Greguerías 3.0 me parecieron. Gloria Celada, con su íntima y personal poesía, retó y venció al Mercurio retrógrado que aún amenaza con chafar planes hasta finales de mes. Carlos Doñamayor, el médico poeta o el poeta que también es médico, nos regaló un año más su mucho talento y su buen talante, en esta ocasión sorprendiéndonos con un excelente poema de amor que, en realidad, era de desamor. Marta Marco Alario volvió a pasar por Torija como el torbellino personal que es, una gran poeta y mujer de boca y corazón grandes. Carmen Niño, el perejil de todas las salsas poéticas —dicho esto con afecto y como reconocimiento a su impagable labor—, además de reunirnos y presentarnos a todos con su habitual buen hacer, compartió con nosotros los últimos latidos de su madre y después su propia biografía, a ritmo de sentidos y hondos versos. Pura poesía epidérmica. Mari Carmen Peña se sacó del bolso su encendido corazón de abuela y lo puso encima de la mesa frailuna —“benedictina” la llamó ocurrentemente Marta Marco— que se nos ofrecía a los poetas como espacio sedente para recitar. Juan Carlos Pérez Arévalo, mi querido “hermano menor” Juanky, dejó en Torija, además de su bonhomía y espíritu de trabajo y colaboración habituales, sus inteligentes y creativos juegos de palabras y un auténtico “poemón” de la tierra que rezumaba guadalajareñismo del mejor por todos sus costados. Y encima me lo dedicó a mí, lo que me honra y agradezco de corazón. Finalmente, Jesús Sánchez, el párroco de Torija y pueblos vecinos, también se sumó un año más a esta fiesta de la palabra al caer la noche del ecuador de julio con su particular forma de versear, en esta ocasión inspirándose en Miguel Ángel Buonarotti y Hans Christian Andersen, que cumplían efemérides. En lo que a mí respecta, cuando me tocó recitar, tras homenajear a Campoamor con un soneto, traté de callar el silencio y de viajar al país de la palabra, con la piel a mi cosida, al tiempo que entregué a la Alcarria mi/su suite del viento.
Si la poesía ya no es un arma de futuro, eso que se perderá el futuro.



