Archive for julio, 2025

Quince noches de versos en Torija

Mientras maldecía a quienes se la tomaban solo “como un lujo cultural”, Gabriel Celaya afirmaba que “la poesía es un arma cargada de futuro”. Él fue uno de los mejores poetas “sociales”, la generación que surgió mediados los años 50 del siglo pasado y que practicó el posibilismo denunciando, gracias a perífrasis, metáforas y alegorías, y hasta donde les dejó la censura franquista, la doliente España en blanco y negro de aquella difícil hora de la posguerra civil. Aunque vasco de nacimiento, Celaya extendió y publicó su poesía por todos los lugares en los que encontró la posibilidad de darla a conocer, entre ellos Guadalajara, entonces una ciudad minúscula y “muy jodida”, con perdón, pero es una gráfica expresión del maestro Josepe Suárez de Puga que me parece, más que una palabra, un dardo en el centro de la diana. Efectivamente, en aquella Guadalajara machacada por la Guerra Civil y remachada por la posguerra, surgió un grupo poético inicialmente postista, liderado por Antonio Fernández Molina, un agitador cultural y poeta, manchego de origen, que vino a ejercer el magisterio en la provincia y después se arraigó, primero en Mallorca, y, finalmente, en Zaragoza, donde alcanzó su mayor vínculo y renombre. Fernández Molina fundó, a principios de los 50, una tertulia literaria denominada “Vino y pan”, con sede en el desparecido y recordado “Bar Soria”, que fue una especie de edelweiss, de flor que nacía en una altura ya casi incompatible con la vida, o de un oasis en medio del desierto. En definitiva, aquella tertulia fue un espacio y un tiempo para el arte y la literatura en medio de la casi nada que, entre otros frutos, creó la revista “Doña Endrina” en la que publicaron sus obras poetas y artistas plásticos, que después alcanzaron relieve incluso internacional, como Gabriel Celaya, Francisco Nieva, Gregorio Prieto, Paúl Eluard, Mathias Goeritz, Jean Poilvet, Félix Casanova o Alejandro Busuloceanu. Y de entre los nuestros, un entonces muy joven Suárez de Puga que, desde el primer momento, destacó por su talento y brillantez como poeta. Lástima que no siempre la inspiración le haya cogido trabajando —parafraseando a Picasso— porque, andado mucho tiempo desde entonces, apenas ha publicado obra poética para su talento y potencialidad. Son muchos los poemarios que Josepe se ha dejado en el tintero y este hecho lo acusa la poesía alcarreña que, a pesar de haber tenido y tener notables referentes, no se puede permitir el lujo de la baja productividad de algunos de sus mejores poetas, como sin duda lo es él.

A Suárez de Puga, cuya avanzada edad ya no le permite cortejar a la noche que antes era su hábitat natural, y a otros grandes poetas que se nos han ido, como Alonso Gamo, Paco Marquina o Ramón Hernández, entre otros, les echamos mucho de menos el viernes pasado, 18 de julio, en la “Noche de versos” de Torija que celebraba ya su decimoquinta edición. Para quienes somos poetas, al menos en ciernes o en camino como yo me declaro, y para quienes lo son de verdad, es un motivo de satisfacción que una velada poética como esta de Torija alcance ya década y media de vida. Porque, pese a lo que decía Celaya, la poesía de hoy no es precisamente “un arma de futuro” y, como cantaba Germán Coppini, siguen corriendo “malos tiempos para la lírica”. Si la llamada “poesía social” fue, sin duda, un arma —eso sí, con una flor en la recámara en vez de una bala— para luchar por la libertad y la justicia cuando Franco las guardaba bajo siete llaves en un arcón en El Pardo, en los tiempos que corren, de libertad vigilada y justicia, a veces, en huelga de venda en los ojos caída, la poesía es más bien un “lujo cultural”. Por ello, que en Torija se sigan haciendo sus “Noches de versos” mediado julio es, eso, un lujo cultural sin comillas que hay que agradecer a su ayuntamiento, pero, sobre todo, a Jesús Campoamor, torijano de adopción, y, sobre todo, gran artista plástico, pintor de estilo muy personal y definido, inspirado escultor ocasional, y, para redondear su perfil cuasirrenacentista, también escritor y poeta. Gracias a Campoamor han ocurrido muchas cosas, porque es, como lo fue Fernández Molina en su día, no solo un creador, también es un agitador cultural. De uno de los “cócteles” de Jesús, combinado de palabras y angostura de amistad, surgió esta “Noche de versos” que se celebra cada año en la recoleta plazuela de la Iglesia de Torija, al pie de dos cipreses, uno de ellos mocho, y con un mosaico de telón de fondo que reproduce un soneto del diplomático y poeta torijano, José María Alonso Gamo, también con raíces en Tamajón por parte de madre.

Jesús Campoamor recitando en la Noche de Versos de Torija 2025.

En su XV edición, el propio Campoamor, un año más, participó en su “Noche de versos”; superado por la emoción, dejó la tinta a un lado y escribió con sangre brotada del corazón su mejor verso: “Os quiero”, nos dijo a todos los presentes, que llenábamos la plaza de Torija convocados en la noche por los versos. Diez poetas y un buen cantautor, el mondejano Javier Jiménez, nos subimos en esta ocasión al escenario para poner versos y música a la cálida, tanto en sentido literal como figurado, noche torijana. Jesús de Andrés, el alcarreño que es uno de los vicerrectores de la UNED, nos volvió a hacer pensar con sus breves, pero intensas y profundas piezas, como fogonazos, que acostumbra escribir con tan buen tino como tono. Greguerías 3.0 me parecieron. Gloria Celada, con su íntima y personal poesía, retó y venció al Mercurio retrógrado que aún amenaza con chafar planes hasta finales de mes. Carlos Doñamayor, el médico poeta o el poeta que también es médico, nos regaló un año más su mucho talento y su buen talante, en esta ocasión sorprendiéndonos con un excelente poema de amor que, en realidad, era de desamor. Marta Marco Alario volvió a pasar por Torija como el torbellino personal que es, una gran poeta y mujer de boca y corazón grandes. Carmen Niño, el perejil de todas las salsas poéticas —dicho esto con afecto y como reconocimiento a su impagable labor—, además de reunirnos y presentarnos a todos con su habitual buen hacer, compartió con nosotros los últimos latidos de su madre y después su propia biografía, a ritmo de sentidos y hondos versos. Pura poesía epidérmica. Mari Carmen Peña se sacó del bolso su encendido corazón de abuela y lo puso encima de la mesa frailuna —“benedictina” la llamó ocurrentemente Marta Marco— que se nos ofrecía a los poetas como espacio sedente para recitar. Juan Carlos Pérez Arévalo, mi querido “hermano menor” Juanky, dejó en Torija, además de su bonhomía y espíritu de trabajo y colaboración habituales, sus inteligentes y creativos juegos de palabras y un auténtico “poemón” de la tierra que rezumaba guadalajareñismo del mejor por todos sus costados. Y encima me lo dedicó a mí, lo que me honra y agradezco de corazón. Finalmente, Jesús Sánchez, el párroco de Torija y pueblos vecinos, también se sumó un año más a esta fiesta de la palabra al caer la noche del ecuador de julio con su particular forma de versear, en esta ocasión inspirándose en Miguel Ángel Buonarotti y Hans Christian Andersen, que cumplían efemérides. En lo que a mí respecta, cuando me tocó recitar, tras homenajear a Campoamor con un soneto, traté de callar el silencio y de viajar al país de la palabra, con la piel a mi cosida, al tiempo que entregué a la Alcarria mi/su suite del viento.

Si la poesía ya no es un arma de futuro, eso que se perderá el futuro.

Réquiem por un buen maestro

            Dice un proverbio africano que «cuando un anciano muere, una biblioteca arde». Y es una verdad como un templo porque la sabiduría que acumula una persona mayor solo es equiparable con el conocimiento que engloban grandes colecciones de libros. Las cenizas de los hombres muertos son, pues, comparables a las de los libros quemados, y viceversa. Y no infravaloremos las cenizas, ni las de los hombres ni las de los libros ni siquiera las de los anaqueles que los soportan, porque, como decía Robert Walser, el gran literato paseante, las cenizas son humildes, sí, intranscendentes y faltas de valor y, además, ellas mismas se auto juzgan como algo inapreciable, pero, por el contrario, son transigentes, pacientes y obedientes, buena prueba de ello es que las soplas y se dispersan volando, sin que una mínima pavesa se niegue a hacerlo. La ceniza, en fin —dice Walser— “no tiene carácter y está más alejada de todo tipo de madera de lo que está la alegría desbordante de la depresión”.

                Con esta reflexión tan filosófica sobre la importancia y la grandeza de lo que aparenta nimiedad y parafraseando el proverbio africano con el que he comenzado este artículo, afirmo con rotundidad que, cuando un maestro se muere, él no se muere del todo porque va a vivir siempre en la razón —y no pocas veces también en el corazón— de sus alumnos. No obstante, cuando muere un maestro, se mueren con él todos los alumnos que no ha tenido y, por ello, no han podido aprovecharse y disfrutar de su magisterio. Antonio Machado decía —y decía bien y además bonito, como era costumbre en uno de nuestros más grandes poetas de siempre—, que un maestro no solo es un transmisor de conocimientos, sino fundamentalmente un guía. Inolvidable poema el del “Recuerdo infantil” del poeta sevillano enterrado en Colliure sobre aquella escuela, una “tarde parda y fría” de “monotonía de lluvia tras los cristales” en la que el maestro, “un anciano mal vestido, enjuto y seco”, “lleva un libro en la mano”. Los maestros siempre llevan, en sentido literal o figurado, un libro en la mano; antes y después de morir, porque los libros no enseñan solos, necesitan a los maestros para que se cumpla el circuito de la comunicación pues ellos son el medio, el guía machadiano, entre emisor y receptor. Como decía McLuhan: El medio es el mensaje.

                Como ven, sigo filosofando, como si no supiera de qué escribir y estuviera divagando y yéndome por las ramas hacia los cerros de Úbeda. Pero eso no es así; pocas veces he tenido tan claro un tema como lo tengo hoy: se nos ha muerto un maestro como la copa de un pino, de los mejores entre los buenos, Don Benito Mateo Muñoz. Para mí siempre fue Benito, pero si hay alguien que se merece el don por delante es un maestro y él lo fue de manera proverbial porque, no sólo puso su evidente conocimiento y profesionalidad a su labor, también sumó pasión y carácter. Mucho carácter porque eso era Don Benito —homónimo del conocido pueblo de Badajoz, como yo bromeaba siempre con él—, un hombre con mucho genio que, si no le conocías y descontabas su nobleza y bondad intrínsecas, pasaría por ser un aragonés tozudo. Como aquel pastor de la película de 1935 titulada “Nobleza baturra”, interpretado por Miguel Ligero, que estaba con las ovejas pastando sobre las vías del ferrocarril y, al oír el silbato de un tren que se acercaba, decía impertérrito: “chufla, chufla, que como no te apartes tú…”.  Don Benito, mi querido amigo Benito, era terco, sí, pero noble y bondadoso hasta el extremo, además de un buen compañero y una persona trabajadora, activa, polifacética e incansable como he conocido a pocas.

Benito Mateo en Oporto cuando realizaba el tramo portugués del Camino de Santiago

                Don Benito se nos ha muerto con 82 años, una edad avanzada para casi todos, pero aún joven para él porque era absolutamente vital. Nació en Concud, un pueblecito pegado a Teruel capital, del que se sentía orgulloso, no, lo siguiente, como también se sentía un orgulloso guadalajareño de adopción y además militante, pues en nuestra provincia echó las raíces más profundas, que son las familiares. Aquí ejerció toda su carrera profesional, con huellas imborrables de él en Azuqueca, Brihuega, Cantalojas y Guadalajara, donde dio clases en el Instituto Brianda de Mendoza y el colegio Isidro Almazán y, especialmente, en el Rufino Blanco, el centro escolar de infantil y primaria más antiguo de la capital, inaugurado en 1912, y en el que más tiempo ejerció y se jubiló. Don Benito, mi recordado y querido amigo Benito, fue durante muchos años el carismático profesor de “gimnasia” de este histórico centro escolar que, ahora, es irónica, que no despectivamente —yo, al menos, no lo consentiría, pues por más de una razón le considero mi “cole”, aunque nunca estuve matriculado en él—, conocido como la “ONU” porque en sus aulas conviven escolares de casi todas las nacionalidades de migrantes que han llegado en los últimos años a Guadalajara, que no son pocas precisamente. Don Benito perteneció a la primera y carismática generación local de profesores de educación física de primaria, a la que podríamos incorporar otros nombres, como Augusto del Castillo Abascal o José Luis Antoral, que hicieron que la “gimnasia” dejara de ser una asignatura “maría” para pasar a ser un tiempo de actividad realmente física y, sobre todo, una oportunidad pedagógica de cultivar los valores del deporte: esfuerzo, trabajo en equipo, compañerismo, espíritu de superación… El deporte escolar y esa maravillosa competición deportiva y cultural que fue “Guadalajoven” les deben mucho a ellos y a los profesores de educación física que les siguieron —y también a no pocos de otras materias que se sumaron con gusto al fomento de la actividad deportiva en sus centros— y que, con profesionalidad e ilusión, quitaban tiempo a sus familias para dárselo a sus alumnos. Las matemáticas de la generosidad, la deontología y el compromiso profesionales le llamo yo a eso. Restar a los tuyos para dar a los demás.

                Se nos ha muerto Don Benito, mi admirado amigo Benito, guadalajareño de Concud, turolense de Guadalajara, maestro de escuela, deportista y deportivo, pescador andarríos, montañero, hortelano, setero de los mejores… Y muchas cosas más. Estoy seguro que son centenares, incluso miles, los hogares en los que han doblado también las campanas por él. En mi corazón aún redoblan y dejaré su pérdida como herida abierta porque las cicatrices ya cerradas son epitafios, pura palabrería oxidada, y yo a Don Benito, a mi ya añorado amigo Benito, lo quiero seguir teniendo a piel abierta, aunque duela.

                Benito ya es ceniza. Pero que no la sople nadie porque se negará a volar.

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