Archive for agosto, 2025

El distinto sofoco de dos grandes parques

            Este tiempo de mediados de agosto siempre es sinónimo de fiesta y calor. De mediodías de sol picajoso, ya antes de la hora del vermú, y de tardes de bochorno, melón y moscas. Este año, además, el ecuador festero de agosto, con la Virgen de la Asunción y San Roque como hitos referenciales, ha llegado con una ola de calorina en su misma cresta. Noches de sábanas empapadas en las que, hasta Morfeo, el dios griego del sueño, mira de reojo al botijo con ansia del agua refrescada en su vientre de loza. Los ventiladores, incluso el aire acondicionado, están muy sobrevalorados; yo soy más de abanico y botijo cañí, como aquella España que tomaba la fresca en corros a las puertas de las casas, cada uno poniendo su propia silla, y que mandaba a la gente a acostar cuando ya iban haciendo falta las toquillas e, incluso, las rebecas. En las últimas noches, que me han recordado a las de Cabiria, la película de Fellini en la que la prostituta que le da título es todo calor y solo es retribuida con el frío de la humillación, el sofoco extremo me ha recordado aquellos veranos sesenteros en la Concordia, con su caseta para préstamos de libros y cómics, y su templete-kiosco en el que, las noches de los sábados, se enseñoreaba la banda de música provincial dirigida por el maestro Simón. El Remo, el bar que completaba entonces los equipamientos de servicios del parque, ponía los refrescos —Pepsi Cola y Mirinda que la Coca-Cola y la Fanta tardaron lo suyo en llegar—, las gaseosas —de marca La Industrial, o sea, de kilómetro cero pues se producían a dos centenares de metros, en la esquina del parque Sandra con el Arrabal del Agua— y las cervezas de El Águila, aunque yo siempre fui más de Mahou y por ello agradecí que trasladaran su vieja planta de Madrid a Alovera. Así, la montaña se acercó un poco a Mahoma. Aunque la Concordia de hoy es más un patio de monipodio que ese entrañable jardín de mi infancia que yo recuerdo, no deja de ser el parque de los parques de esta ciudad que, siento mucho decirlo, cada vez hace menos por gustarse un poco más a sí misma.

Comparsa de gigantes y cabezudos de Sigüenza partiendo de la plaza Mayor

            Esto último que he dicho puede confundir a unos pocos, molestar a algunos y dejar indiferentes a la mayoría porque Guadalajara es más ciudad de desafectos que de afectos, de noes que de síes, de ya haremos que de vamos a hacer ya mismo. En eso envidio a Sigüenza, que, pese a llevar décadas desangrándose poblacionalmente, hasta el punto de haber descendido hace tiempo de los 5000 habitantes, sumándose a ellos los escasos que se reúnen en las 28 pedanías que dependen del municipio, cada vez que voy allí encuentro más motivos para seguir volviendo. Ya nos gustaría que la Concordia arriacense tuviera en verano el ambiente de la Alameda seguntina. Sin entrar a valorar el acierto o no de la reforma que se llevó a cabo en ella hace un par de años, los varios kioscos que prestan servicios de hostelería, con el histórico y señero “Triunfo” a la cabeza, son un punto de encuentro y asueto para residentes y veraneantes que dan color y calor al parque. Mientras tanto, en la Concordia, el único negocio de hostelería que hay instalado, pese al mucho volumen y espacio que ocupa y la innegable voluntad y vocación de servicio de sus actuales adjudicatarios, hay veces que, por la escasa presencia de clientes en él, parece una estación de ferrocarril en medio de ninguna parte. Eso sí, cada vez hay más gente consumiendo alcohol y otras bebidas en las praderas de césped, en los bancos y en las mesas, incumpliéndose así dos ordenanzas municipales: la de parques y jardines y la de convivencia. Y, por lo que he visto con mis propios ojos y como ya he anticipado, mucho me temo que la Concordia de hoy está más cerca de ser el patio de monipodio cervantino de “Rinconete y Cortadillo” que de ser el leído y refrescante parque del Retiro galdosiano. Ya sé que Sigüenza es una ciudad receptora de veraneantes y Guadalajara es emisora, pero eso no es óbice para que el histórico parque de la capital, pese a tener un aceptable —aunque claramente mejorable— nivel de limpieza y mantenimiento, se convierta en un lugar en el que muchos, cada vez más, hacen literalmente lo que les viene en gana.  Incluso hay algún juego infantil que ya está en edad bien adulta. Y llegarán las ferias y, además, se le volverá a someter a una nueva prueba de estrés con casi una decena de peñas campando por él a sus anchas…

            Así las cosas, con la cabeza caliente y los pies también, fui a pasar unas horas a Sigüenza el día de la Asunción de la Virgen, que allí se celebra bajo la advocación de Nuestra Señora de La Mayor, día grande donde los haya, con la tradicional ofrenda foral en esa jornada y la vistosa procesión de los Faroles, como colofón, dos días después. Y me reencontré con esa ciudad que tanto me gusta y admiro. Cada vez más. En esta ocasión, en plena fiesta que, además, se notaba de verdad en la calle, pese a que el justiciero sol que hizo aquel día invitaba, más que a estar en ella, a refugiarse en interiores o, cuando menos, a la sombra. Camisetas arlequinadas por todas partes ponían el color rojiazul local a la fiesta, al tiempo que un poco novedoso, pero arraigado, programa de actos populares y religiosos. No dejé de disfrutar de la comparsa de gigantes y cabezudos —humilde y mejorable; en eso la capital es un referente—, y de los bailes vermús de las peñas en la Alameda —con el extraordinario colofón de la actuación del gran “Panchito” Varona organizada por la peña “El Golpe”—. Las actividades vespertinas y nocturnas las perdoné porque el calor extremo me aconsejó regresar lo antes posible a Guadalajara… a reencontrarme aquí con él y, además, sin Alameda y sin fiesta. Y con la Concordia sofocada.   

Comillas tuvo que ser

            El sol en ocaso de Comillas, con su rayo verde y todo, no es la “lunita plateada” de Sevilla en esa preciosa canción de Carmelo Larrea que es “Dos cruces” y que han interpretado cantantes y grupos de mucha categoría, como José Feliciano, Diego el Cigala o Los Sabandeños, la auténtica voz coral y popular de Canarias, gofio musical del mejor en tonadas de isa y folía. Si Sevilla tuvo que ser con su lunita plateada la testigo de aquel amor imposible que narra la canción de Larrea, Comillas, en el crepúsculo de un día inopinadamente despejado, no solo tuvo que ser, sino que fue, es y será, más que testigo, objeto del amor de muchas miradas. Entre otras, la mía. La bella fotografía que acompaña este artículo, tomada por mí mismo con un teléfono chino solo reguleras —que no es un Huawei, por cierto, así que a mí que no me miren ni Trump ni el CNI—, es la prueba palpable de que, detrás de los ojos que estaban detrás de la cámara de mi móvil, había mucho amor. Casi tanto como el de la canción de Nena Daconte. En la imagen capté los últimos minutos del sol cuando el pasado 3 de agosto ya se acostaba en el mar Cantábrico, entre urros, algún botuco al verdel, un par de gaviotas despistadas y olas espumantes como el champán cuando se descorcha, pero no tiene la fuerza del viento del norte, como sí la tiene el de la preciosa canción de Nando Agüeros que quiero que me canten cuando a mí me entierren. Será el vientre claro y fresco de mi vasija de barro. Y entre un cielo despejado acunando al sol y la mirada de la óptica de mi móvil chino que, repito, no es marca Huawei, está la imagen al contraluz del imponente cementerio de Comillas, ruina venerable de un antiguo convento gótico que salvó sus muros para ser el dormitorio de los muertos comillanos, que eso, y no otra cosa, significa y es cementerio. Sobre el muro sur, vigilante y atemorizador, se erige el extraordinario ángel que esculpiera Josep Llimona, cuando el modernismo viajó desde Barcelona a Comillas de la mano de Antonio López y López, el primer marqués de esta histórica villa cántabra que fue la primera de España que tuvo alumbrado público de fuente eléctrica. Corría el año 1881 y fue para iluminar con la moderna electricidad, y no con el vetusto gas como se hacía hasta entonces, los pasos de Alfonso XII por las calles y plazas de este antiguo puerto ballenero en el que hoy apenas faenan tres barcos de pesca de artes menores. Comillas vive gracias al mar —y a la montaña y al modernismo…— pero de espaldas a él, y no lo digo en sentido figurado, sino también literal pues su puerto tiene muy pocos amarres y su playa y reducido paseo marítimo se van a acostar antes que la familia “Telerín”. Los “boomers” como yo entenderán lo que digo. Los demás, se lo imaginarán.

Anochecer del 3 de agosto en Comillas desde el Mirador del Marqués

            En estos tiempos de cancelación que corren, incluida la del primer Marqués de Comillas al que la alcaldesa Colau bajó su estatua del pedestal que tenía en Barcelona porque se ha sabido que algunos de sus barcos transportaron esclavos —o sea, que el modernismo arquitectónico y escultórico, incluido Gaudí, tuvieron como mecenas a un esclavista, pero nadie cancela la Sagrada Familia, el parque Güell, la Pedrera o la Casa Batlló—, Comillas solo mira al mar soñando, como dice la bonita canción de Jorge Sepúlveda, pero no faenando en él. Los miradores en altillo desde los que se avistaban los rorcuales ya no tienen observadores para verlos resoplar y alertar a la población para ir en esquife a remo tras ellos, ahora los han reciclado y sirven medio de farolas, medio de faros; faretes o faritos, más bien. Hablando de cancelación, en Comillas se ha cancelado hasta la Universidad Pontificia/Seminario que ahora es el CIESE (Centro Internacional de Estudios Superiores del Español), al que le está costando arrancar su actividad, y que está restaurándose poco a poco, pero con buen criterio y gusto. Doy fe de ello porque en mi última y reciente estancia allí asistí a un extraordinario concierto en la recién restaurada iglesia del antiguo seminario y pude disfrutar del gran trabajo que se ha hecho, especialmente en la recuperación de paramentos y elementos decorativos. También allí disfruté, y mucho, de un magnífico y espectacular concierto del cuarteto “Medicea” —tres violines y chelo— a la única luz de centenares de velas, con música de “Coldplay”, el pop rock que compondrían ahora los más notables clásicos. Oir “Yellow”, sin la voz de Chris Martin pero con su música, en ese lugar y ambiente tan especiales ha sido, sin duda, uno de los momentos cumbre de mi verano comillano de 2025. Junto a la exposición de Maruja Mallo en el Centro Botín, de Santander, y la fabada y el arroz con leche caramelizado de Casa Gerardo, en Prendes, cerca de Gijón, ya en Asturias, la tierra hermana de Cantabria. Del País Vasco solo es prima porque los vascos tienen su propio cupo y esa es ya otra forma de familiaridad.

            Lo dicho: Comillas tuvo que ser, y será, mi lugar adoptado en el mundo. Si no me echa la alcaldesa y la cuida y limpia un poco mejor.

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