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Arde la verdadera patria de mi padre

Vista del entorno del pico del Lobo desde Cabida.- Foto Nacho Abascal

Lleva más de una semana ardiendo, parece ser que por causa de un rayo, una extensa parte de la (mal) llamada “Sierra Pobre” de Guadalajara que, desde el punto de vista de la geografía humana, ciertamente es paupérrima porque es casi un desierto poblacional, pero no en la física y la natural pues se trata de una escarpada y bella zona montañosa, que es el techo de Guadalajara y de la región, y reúne unos ecosistemas con una rica y singular biodiversidad. Por allí abunda el matorral de alta montaña, sobremanera el brezo y la retama, pero, si el fuego no se termina de controlar, podría llegar a bosques de hayas, robles, serbales, castaños y tejos relativamente cercanos, como son los de Montejo de la Sierra, en Madrid, o el guadalajareño del Hayedo de Tejera Negra. El hayedo de Cantalojas, que es la joya de la corona del extenso parque natural de la Sierra Norte de Guadalajara, ha sido cerrado al público para prevenir impactos antrópicos que complicarían aún más la situación y para preservar a sus visitantes del humo que está llegando hasta allí. Según ha informado Ecologistas en Acción en un comunicado muy crítico con la gestión del incendio en particular y de los montes y el INFOCAM en general, especies amenazadas como el topillo nival, aves de montaña como el pechiazul y anfibios e invertebrados endémicos están en grave riesgo en este incendio que tiene al pico del Lobo (2274 m. de altitud) y el río Berbellido como ejes físicos del desarrollo y evolución de las llamas. Cuando escribo este artículo, lunes, 29 de septiembre, ya han ardido más de 3000 hectáreas en el entorno de Peñalba de la Sierra, pueblecito que junto con el vecino Cabida fueron desalojados el viernes pasado ante el riesgo de que el fuego llegara a ambas poblaciones, mínimamente habitadas las dos, como el resto de la zona. Poco después fueron también desalojados el municipio segoviano de Cerezo de Arriba y la urbanización de “La Pinilla”. Recordemos que en la cara norte del pico del Lobo se ubica la estación de esquí del mismo nombre. El norte y el sur, siempre una dualidad antagónica, incluso siendo limítrofes como en este caso.

El municipio que hace de cabecera de la parte guadalajareña de esta zona es El Cardoso de la Sierra, del que dependen los ya citados Peñalba y Cabida, además de Bocígano, Colmenar de la Sierra y Corralejo. Sumados los censos de estos seis pueblos serranos, apenas reúnen medio centenar de habitantes. En Semana Santa, fines de semana de otoño y primavera y agosto, como ocurre en toda la Guadalajara vaciada, aumentan los residentes temporales, casi todos ellos con raíces comarcanas. Esta zona que lleva ardiendo más de una semana tiene la densidad de población menor de toda España: apenas 0,26 habitantes por kilómetro cuadrado. Hay áreas de Laponia más pobladas que la Sierra Pobre de Guadalajara. Y menos olvidadas también.

No es el objeto principal de esta columna profundizar en la polémica surgida en torno a la gestión del incendio, fuertemente criticada por la antes citada asociación ecologista, al tiempo que por el PP y Vox. No obstante, en aras de enfocar el estado de la cuestión, creo necesario recoger que Ecologistas en Acción ha dicho en un comunicado, entre otras cosas, que “de acuerdo con las declaraciones de trabajadores y sindicatos del GEACAM, no se respetaron las recomendaciones de haberse mantenido los servicios forestales de extinción hasta al menos el 30 de septiembre, decisión que se ha tomado por criterios puramente económicos y que no tiene en cuenta la gravísima crisis climática en la que nos encontramos”. Los populares, por su parte, consideran que, si se hubiera actuado con mayor celeridad y diligencia en las primeras horas tras declararse el incendio, éste podría haberse controlado rápidamente y no tener las devastadoras consecuencias que está teniendo, una vez expandido. Anuncian que solicitarán información en las Cortes regionales sobre las primeras llamadas de un vecino al 112, sobre las cinco de la mañana del domingo, día 21, cuando la Junta sostiene que no fue hasta las 8 cuando fueron alertados los servicios de emergencia. Sin duda, esas tres horas de diferencia pudieron ser claves para controlar el incendio en sus inicios, así como el número de efectivos personales y materiales para combatirlo, ya que, al parecer, unos estaban ya de baja laboral desde el 20 de septiembre —exactamente el día de antes, ¡vaya por Dios!— al acabar la temporada de verano y, otros, empleados en otras acciones y lugares para no perderse fondos de la UE. Finalmente, Vox ha criticado la “ineficacia” de la Junta al abordar la lucha contra este incendio y ha pedido que haya retenes durante todo el año y no solo en la campaña de verano. El gobierno regional, por su parte, no ha asumido aún ningún error ni responsabilidad en la gestión de este voraz incendio y culpa al viento y a lo escarpado de la zona del hecho de que todavía no haya podido ser sofocado. Como dijo Zapatero cuando fue presidente del gobierno: “la tierra no pertenece a nadie, salvo al viento”. “Amen Jesús churruschuschús”, como sonora y gráficamente decía mi padre…

Hablando de mi padre, recuerdo que él vivió gran parte de su infancia y mocedad en esta zona, concretamente en Colmenar de la Sierra, durante los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, la dictablanda de Berenguer y toda la segunda república. Mi abuelo paterno era entonces el comandante de puesto de la Guardia Civil, el último allí destinado ya que después de la guerra civil se cerró el cuartel, y mi abuela era la maestra del pueblo. Por derecho de consortes compartieron destino durante casi una década en aquellos lejanos y aislados parajes, tan altos que a poco que te aúpes puedes hacerles cosquillas a las nubes, frecuentemente presentes. Teniendo yo poca más edad que la que tenía mi padre cuando vivió en aquella sierra que ahora está en llamas en su zona noreste, la visité con él por primera vez. El paisaje era espectacular, pero apenas vivía ya gente. Aquello era una auténtica alegoría del silencio y la soledad extremos. La mayoría de sus habitantes habían emigrado al norte de la periferia de Madrid: San Sebastián de los Reyes, Alcobendas e, incluso, Torrelaguna y pueblos de alrededor de cierta población fueron los destinos de aquél acusado movimiento migratorio vivido en los años sesenta y setenta, como en tantos otros pueblos de la provincia. Recuerdo Colmenar completamente vacío, con el edificio consistorial abierto de par en par y semi vandalizado, libros y papeles oficiales volando al viento, ese dueño de la tierra que siempre se lleva más que trae. Colmenar y su sierra, pobre, paupérrima en población, pero rica, muy rica, en naturaleza y paisaje, me impresionaron y ganaron ya para siempre. Decía Rilke, el poeta que murió de una leucemia que dio la cara tras pincharse con la espina de una rosa, que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Buero, nuestro Buero, que hoy, festividad de San Miguel, precisamente cumpliría 109 años, también decía que “de la infancia procede casi todo”. Siguiendo la lógica de ambos enormes literatos, está ardiendo la verdadera patria de mi padre y, por ello, también la mía pues la mejor herencia que he recibido de mis padres ha sido inmaterial e intangible. Y ahora mismo, más que en los hombres —entre los que abunda la necedad y la incompetencia—, confío en el viento y en la lluvia para que cese ese fuego abrasador que inició un rayo, lo que puede parecer una metáfora siniestra del “Rayo que no cesa” de Miguel Hernández. Concluyo con su soneto final: “Por difundir su alma en los metales, / por dar el fuego al hierro sus orientes, / al dolor de los yunques inclementes / lo arrastran los herreros torrenciales”.





Buero, peñista de la Hueva

Guadalajara es una ciudad de pocas estatuas y, las estatuas, además de ser mobiliario y decoración urbana con nombres y apellidos, valoran méritos y aportan reconocimiento y memoria colectiva. Me lo decía, con otras, pero parecidas palabras, mi apreciado y recordado amigo Antonio Marqueta Fernández en una de las muchas ocasiones en que, pese a nuestra notoria diferencia de edad, tuve el placer de charlar con él sobre Guadalajara, la ciudad a la que quería y le dolía a partes iguales. Algo que sigo compartiendo con él. Antonio era un guadalajareño de toda la vida, un “GTV”, pero, como una gran parte de los que somos guadalajareños de toda la vida, tenía sus raíces fuera de la ciudad. Las suyas procedían de Brea de Aragón, provincia de Zaragoza, de donde vinieron los primos Borobia y Marqueta a Guadalajara, a principios del siglo XX, para establecer aquí sus comercios relacionados con el cuero y asimilados: los Marqueta, la popular tienda que durante más de un siglo regentaron en la Cuesta del Reloj, y los Borobia, la también conocida zapatería de la calle Miguel Fluiters, cerrada hace ya décadas, y en cuyo antiguo local hay actualmente un comercio de productos dietéticos naturales. No obstante, el (buen) rastro de ambas familias, ahora ya alejado del comercio relacionado con el cuero, sigue estrechamente ligado a Guadalajara, ciudad en la que se arraigaron y con la que se comprometieron desde el mismo momento de su llegada a ella. Técnicamente fueron inmigrantes en su primera generación, pero, ya en la segunda, se identificaron tanto con esta ciudad y su idiosincrasia, que pasaron a ser “GTV” pese a tener más apellidos aragoneses que castellanos. Hasta el hermano mayor de Antonio Marqueta, el también muy recordado y querido Vicente, fue durante décadas el titular del “rostro” de Santiago Apóstol en la tradicionalísima y arriacense militante Cofradía de los Apóstoles, y, lo que es aún más significativo, también fue durante muchos años el Hermano Mayor de la Cofradía de la Virgen de la Antigua, patrona de la ciudad desde 1883, como ya recordaba en mi anterior post, pero advocación aquí ya venerada desde tiempos remotos, como su propio nombre indica y certifica. Este es un paradigmático ejemplo de que Guadalajara es una ciudad fundamentalmente abierta, aunque no deje de tener algunos tics provincianos con un punto endogámico que indiquen justamente lo contrario. Esta es una ciudad que tiene muchos defectos y quizá el primero y más notorio sea el hecho de no gustarse a sí misma, como ya he dicho tantas veces, siguiendo la reflexión, precisamente, de mi, más que amigo, hermano, Javier Borobia —primo de Antonio Marqueta, por cierto—, “GTV” de primerísima clase, castellano militante, aunque aragonés de raíz por vía paterna. Y otro de los defectos de esta ciudad, como con tan buen tino señalaba Antonio Marqueta, hombre sensato y cabal donde los hubiera, era precisamente el no haber querido, sabido —o podido— reconocer los méritos de sus más destacados prohombres y “promujeres” mediante la erección —ese es el término exacto, que las mentes calenturientas se contengan— de estatuas que perpetuaran su memoria. Cuando Marqueta me dijo esto, la ciudad apenas tenía en pie cinco estatuas nominales: la de Franco en la plaza de Beladíez, las de Fernando Palanca —apenas un busto que ahora ya solo conserva su pedestal—, las del General Vives y José Antonio Primo de Rivera en la Concordia, y la del Conde de Romanones en la plaza de Santo Domingo. A esta última, de forma un tanto iconoclasta y jocosa por los personajes desnudos que rinden pleitesía al Conde en el conjunto escultórico, la conocíamos como “El Pelotas”, lugar que fue de quedada general de la juventud local en los años sesenta y setenta. El panorama de las estatuas de Guadalajara, en apenas unos años, cambió radicalmente: cayeron las de Franco y José Antonio por el paso y el peso del tiempo, siendo Alcalde Jesús Alique, pero se erigieron nuevas en honor del Cardenal Mendoza, de San Juan Bosco, del Papa Juan Pablo II y de los aviadores Barberán y Collar, y, hasta en uno de los paseos más señeros de la ciudad, el popularmente conocido como de las Cruces, se instalaron nueve bustos que constituyen un auténtico deambulatorio de la historia: las de Izraq Ibn Muntil (Siglo XI) —Nacido en Guadalajara y primer gobernador (Wali) de la ciudad árabe—, Alvarfañez de Minaya (Siglos XI y XII) —a quien la tradición atribuye la “reconquista” de la ciudad que, en realidad, sería conquista pues la fundaron los árabes—, Mosen Ben Sen Tob de León (Siglos XIII y XIV) — Judío sefardita aquí nacido, rabino, autor del “Zohar” o “Libro del ‘Esplendor”—, Íñigo López de Mendoza (Siglos XIV y XV), —I Marqués de Santillana. Poeta, bibliófilo y militar, especialmente recordado por sus serranillas—, Nuño Beltrán de Guzmán (Siglos XV y XVI) —Natural de esta ciudad castellana. Conquistador y cofundador de la Guadalajara de Méjico en 1542—, Francisco Fernández Iparraguirre (Siglo XIX) —Igualmente, guadalajareño. Farmacéutico, botánico, lingüista, impulsor del proyecto de idioma internacional llamado Volapük y fundador del Ateneo Científico—, María Diega de Desmaisieres y Sevillano (Siglos XIX y XX) —Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega del Pozo. Benefactora de la ciudad, construyó el complejo de Adoratrices, incluido el soberbio Panteón en el que está enterrada—, Antonio Buero Vallejo (Siglo XX) —nacido en Guadalajara; académico de la RAE, premio Cervantes, y considerado como uno de los más importantes dramaturgos españoles del siglo XX— y Camilo José Cela (Siglos XX y XXI) —gallego de cuna, pero guadalajareño de adopción y residencia temporal. Premio Nobel de Literatura en 1989 y autor de “Viaje a la Alcarria”, la obra que situó a nuestra señera comarca en el mapamundi de la literatura mundial—. Era Alcalde de la ciudad José María Bris cuando, a principios del siglo XX, se erigieron estas nueve estatuas, obras todas ellas del gran escultor Luis Sanguino, que aliviaron el pesar y le dieron la razón a Antonio Marqueta, un guadalajareño de toda la vida descendiente de Aragón. Años después, siendo Alcalde Antonio Román, se erigieron tres conjuntos escultóricos, no nominativos, en homenaje a la Semana Santa de Guadalajara —al lado de Santa María—, al Maratón de los Cuentos —junto a la Biblioteca de Dávalos— y al Tenorio Mendocino —a las puertas de la iglesia de Santiago—. La imagen tomada para esta última escultura es la de Javier Borobia, vestido de Comendador en la obra de Zorrilla, el papel que tantos años hizo y bordó en el Mendocino, además de ser su impulsor y el de tantas cosas buenas más en el campo de la cultura local y provincial. Se que para mí y muchos más, esa estatua es, realmente, el merecido homenaje en bronce de la ciudad a Javier.

CODA. Aprovechando la curiosa imagen que complementa este texto, en la que se ve, precisamente, el busto de Buero Vallejo en el paseo de las Cruces con un pañuelo festivo de la ciudad al cuello, si alguien me preguntara a qué peña, de vivir hoy, pertenecería nuestro ilustre dramaturgo, la respuesta la tendría muy fácil: a la Peña Hueva pues, no en vano, su madre, María Cruz Vallejo Calvo, era natural de Taracena y ese señero y alcarreñísimo monte es, junto con el Pico del Águila, el paisaje más reconocible de este cercano pueblo que, desde finales de los años sesenta del siglo XX, es barrio de la capital. Y lo repito para quienes no se hayan dado por enterados hasta el momento: mi pueblo es Taracena y, mi ciudad, Guadalajara.

Busto de Buero Vallejo en el paseo de las Cruces. Ferias 2025

Antiguos y viejos patronazgos

                  Ni las ferias de Guadalajara han sido siempre de la Antigua, ni la propia Virgen de la Antigua ha sido siempre la patrona de Guadalajara pues sólo lo es oficialmente desde 1883, sucediendo en el patronazgo de la ciudad a Santa Mónica y San Agustín, que fueron patronos de ella durante más de cinco siglos, a través de votos suscritos desde 1364 y renovados sucesivamente por el consistorio local hasta bien entrado el siglo XIX. Si nos atenemos a criterios estrictamente históricos, más bien historicistas, las ferias de otoño de la ciudad, que hace solo unos lustros pasaron a celebrarse a finales de verano pero que durante siglos tuvieron lugar a mediados de octubre, en realidad serían de San Lucas y no de la Antigua, como hace años ya se nominan al haberse acercado, hasta casi fundirse, las fechas de su celebración con el día de la festividad de la Virgen (8 de septiembre). San Lucas (cuya fiesta se celebra el 18 de octubre) —del que no consta que exista en la ciudad ninguna imagen suya más allá de que, como uno de los cuatro evangelistas que fue, aparezca en algún fresco o cuadro en alguna iglesia o capilla—, está vinculado a las ferias arriacenses desde que el rey Sabio, Alfonso X, las concediera a la ciudad en 1260 a través de un privilegio rodado cuyo original se conserva en el archivo municipal. En ese histórico documento, firmado en Córdoba, el rey que tanto fomentó la celebración de ferias y mercados en Castilla, que dio origen al primer gran cuerpo normativo castellano con las Partidas, que promovió la poetización a Santa María, gracias a la que se recopilaron más de 400 Cantigas, y que tanto contribuyó al conocimiento y expansión del oriental juego del ajedrez en el mundo occidental, dice literalmente: “(…) Damosles e otorgamoles que fagan dos ferias en la villa sobredicha de Guadalfaiara por siempre iamas, e que las fagan dos veces en el año, la una fferia por Cinquesma Onze días, la otra feria que sea por Sant Lucas e comience ocho días después”.  La primera feria a la que se refiere este documento, y que se celebraba cincuenta días después de Pascua de Resurrección —alrededor del Corpus—, ya había sido concedida su celebración a la ciudad por Alfonso X siete años antes, en 1253, si bien no a los cincuenta días de la Pascua, sino en la propia Pascua.

                  Así las cosas, durante siete siglos, las ferias de Guadalajara, que eran eminentemente ganaderas, se celebraron en octubre y siempre en torno a la festividad de San Lucas, una semana antes o una después de su festividad. Por tanto, podríamos perfectamente decir que las ferias de Guadalajara eran las de San Lucas, si bien ahora nadie cae en ello y hasta casi todo el mundo considera más lógico que lo sean en honor de la Virgen de la Antigua, la patrona de la ciudad desde hace 142 años. Desde 1883 en que Guadalajara asumió el patronazgo de la Virgen de la Antigua, y hasta los años setenta del siglo pasado, las ferias se seguían celebrando en octubre, en torno al día de San Lucas, y unas semanas antes, el día 8 de septiembre —festividad de la Natividad de la Virgen—, tenían lugar las fiestas de la Antigua que solo poseían un carácter religioso, vertebrado a través de una función litúrgica solemne por la mañana y procesión vespertina. En los años sesenta y setenta del siglo XX se fueron adelantando los días de celebración de las ferias buscando el “veranillo de San Miguel” de finales de septiembre, pues en las tradicionales fechas de mediados de octubre las jornadas acortaban ya mucho y la lluvia e, incluso, el frío, solían condicionar negativamente su celebración. Fue en los inicios de la actual etapa democrática, siendo alcalde Javier de Irízar, cuando ya dejaron de celebrarse definitivamente en octubre e, incluso, en vez de tener lugar en la última semana de septiembre, como ocurrió durante unos años, se adelantaron a la tercera, dejando ya de ser de otoño, algo que definitivamente se consolidó siendo alcalde José María Bris cuando se comenzaron a celebrar el lunes siguiente al día de la celebración de la patrona, algo que, salvo alguna edición puntual, se ha venido manteniendo hasta ahora. Por tanto, de las ferias de San Lucas pasamos a las ferias y fiestas de la Antigua, algo que la ciudad parece haber asumido como un hecho, no sólo normal, sino incluso lógico y razonable, al unirse y celebrar fiesta y ferias en un mismo ciclo y en un tiempo, además, teórica y prácticamente más bonancible.

Grabado de la Virgen de la Antigua, de autor anónimo, siglo XVIII

                  Entre tanto, del culto a Santa Mónica y San Agustín, con quienes, como ya he dicho, tuvo votos de patronazgo la ciudad durante más de siete siglos, apenas queda memoria en archivos y bibliotecas, ni siquiera permanece en la colectiva de las gentes, pues desde finales del siglo XIX la fuerza con la que irrumpió el patronazgo de la Antigua opacó la tradición de la celebración de la festividad de ambos santos, madre e hijo, que tenía lugar el 4 de mayo. Este patronazgo local se solía celebrar con un gran novenario, misa solemne, procesión desde Santiago a San Miguel del Monte —de esta iglesia ya solo se conserva la capilla de Luis de Lucena— y prendimiento de una “cerca” de velas en Santa María. El origen de estos votos con Santa Mónica y San Agustín radica en una epidemia de langosta que sufrió la ciudad —y toda Castilla— entre 1363 y 1364, que asoló los campos y cuyos devastadores efectos se sumaron a los de la “peste negra” que también acaeció en aquel tiempo. La ciudad, para tratar de erradicar aquella plaga, decidió elegir por sorteo el patronazgo al que encomendarse. Por tres veces, el azar quiso que fuera San Agustín el patrón elegido, hecho tenido por milagroso, máxime cuando tras encomendarse a él, la plaga cesó el día 4 de mayo, fecha en la que se celebraba la festividad de Santa Mónica, su santa madre, nunca mejor dicho. Más de siete siglos de fidelidad de la ciudad a estos votos de patronazgo familiar y doble, y ya siglo y medio de olvido, últimamente paliado por la notoria presencia de la orden de los Agustinos en la ciudad, que gestiona dos colegios, el Agustiniano y el Sagrado Corazón. Este año, además, se suma que el nuevo Papa, León XIV, es agustino y, si el obispado de Sigüenza-Guadalajara no ha cambiado de opinión, hace años que se decidió que la futura nueva iglesia de la zona de los Valles se consagre a los santos, madre e hijo, que durante tanto tiempo fueron patrones de la ciudad.

                  Dicho todo esto, pongámonos un año más bajo el amparo de la Virgen de la Antigua, lo que no solo es un guiño sincretista a la histórica —y ya, afortunadamente, superada— rivalidad de ambas advocaciones marianas locales, sino una renovación personal del voto comunitario de patronazgo que la ciudad mantiene desde 1883. Además de correr, fiémonos de la Virgen. Una madre siempre espera y nunca falla.

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