Buero, peñista de la Hueva

Guadalajara es una ciudad de pocas estatuas y, las estatuas, además de ser mobiliario y decoración urbana con nombres y apellidos, valoran méritos y aportan reconocimiento y memoria colectiva. Me lo decía, con otras, pero parecidas palabras, mi apreciado y recordado amigo Antonio Marqueta Fernández en una de las muchas ocasiones en que, pese a nuestra notoria diferencia de edad, tuve el placer de charlar con él sobre Guadalajara, la ciudad a la que quería y le dolía a partes iguales. Algo que sigo compartiendo con él. Antonio era un guadalajareño de toda la vida, un “GTV”, pero, como una gran parte de los que somos guadalajareños de toda la vida, tenía sus raíces fuera de la ciudad. Las suyas procedían de Brea de Aragón, provincia de Zaragoza, de donde vinieron los primos Borobia y Marqueta a Guadalajara, a principios del siglo XX, para establecer aquí sus comercios relacionados con el cuero y asimilados: los Marqueta, la popular tienda que durante más de un siglo regentaron en la Cuesta del Reloj, y los Borobia, la también conocida zapatería de la calle Miguel Fluiters, cerrada hace ya décadas, y en cuyo antiguo local hay actualmente un comercio de productos dietéticos naturales. No obstante, el (buen) rastro de ambas familias, ahora ya alejado del comercio relacionado con el cuero, sigue estrechamente ligado a Guadalajara, ciudad en la que se arraigaron y con la que se comprometieron desde el mismo momento de su llegada a ella. Técnicamente fueron inmigrantes en su primera generación, pero, ya en la segunda, se identificaron tanto con esta ciudad y su idiosincrasia, que pasaron a ser “GTV” pese a tener más apellidos aragoneses que castellanos. Hasta el hermano mayor de Antonio Marqueta, el también muy recordado y querido Vicente, fue durante décadas el titular del “rostro” de Santiago Apóstol en la tradicionalísima y arriacense militante Cofradía de los Apóstoles, y, lo que es aún más significativo, también fue durante muchos años el Hermano Mayor de la Cofradía de la Virgen de la Antigua, patrona de la ciudad desde 1883, como ya recordaba en mi anterior post, pero advocación aquí ya venerada desde tiempos remotos, como su propio nombre indica y certifica. Este es un paradigmático ejemplo de que Guadalajara es una ciudad fundamentalmente abierta, aunque no deje de tener algunos tics provincianos con un punto endogámico que indiquen justamente lo contrario. Esta es una ciudad que tiene muchos defectos y quizá el primero y más notorio sea el hecho de no gustarse a sí misma, como ya he dicho tantas veces, siguiendo la reflexión, precisamente, de mi, más que amigo, hermano, Javier Borobia —primo de Antonio Marqueta, por cierto—, “GTV” de primerísima clase, castellano militante, aunque aragonés de raíz por vía paterna. Y otro de los defectos de esta ciudad, como con tan buen tino señalaba Antonio Marqueta, hombre sensato y cabal donde los hubiera, era precisamente el no haber querido, sabido —o podido— reconocer los méritos de sus más destacados prohombres y “promujeres” mediante la erección —ese es el término exacto, que las mentes calenturientas se contengan— de estatuas que perpetuaran su memoria. Cuando Marqueta me dijo esto, la ciudad apenas tenía en pie cinco estatuas nominales: la de Franco en la plaza de Beladíez, las de Fernando Palanca —apenas un busto que ahora ya solo conserva su pedestal—, las del General Vives y José Antonio Primo de Rivera en la Concordia, y la del Conde de Romanones en la plaza de Santo Domingo. A esta última, de forma un tanto iconoclasta y jocosa por los personajes desnudos que rinden pleitesía al Conde en el conjunto escultórico, la conocíamos como “El Pelotas”, lugar que fue de quedada general de la juventud local en los años sesenta y setenta. El panorama de las estatuas de Guadalajara, en apenas unos años, cambió radicalmente: cayeron las de Franco y José Antonio por el paso y el peso del tiempo, siendo Alcalde Jesús Alique, pero se erigieron nuevas en honor del Cardenal Mendoza, de San Juan Bosco, del Papa Juan Pablo II y de los aviadores Barberán y Collar, y, hasta en uno de los paseos más señeros de la ciudad, el popularmente conocido como de las Cruces, se instalaron nueve bustos que constituyen un auténtico deambulatorio de la historia: las de Izraq Ibn Muntil (Siglo XI) —Nacido en Guadalajara y primer gobernador (Wali) de la ciudad árabe—, Alvarfañez de Minaya (Siglos XI y XII) —a quien la tradición atribuye la “reconquista” de la ciudad que, en realidad, sería conquista pues la fundaron los árabes—, Mosen Ben Sen Tob de León (Siglos XIII y XIV) — Judío sefardita aquí nacido, rabino, autor del “Zohar” o “Libro del ‘Esplendor”—, Íñigo López de Mendoza (Siglos XIV y XV), —I Marqués de Santillana. Poeta, bibliófilo y militar, especialmente recordado por sus serranillas—, Nuño Beltrán de Guzmán (Siglos XV y XVI) —Natural de esta ciudad castellana. Conquistador y cofundador de la Guadalajara de Méjico en 1542—, Francisco Fernández Iparraguirre (Siglo XIX) —Igualmente, guadalajareño. Farmacéutico, botánico, lingüista, impulsor del proyecto de idioma internacional llamado Volapük y fundador del Ateneo Científico—, María Diega de Desmaisieres y Sevillano (Siglos XIX y XX) —Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega del Pozo. Benefactora de la ciudad, construyó el complejo de Adoratrices, incluido el soberbio Panteón en el que está enterrada—, Antonio Buero Vallejo (Siglo XX) —nacido en Guadalajara; académico de la RAE, premio Cervantes, y considerado como uno de los más importantes dramaturgos españoles del siglo XX— y Camilo José Cela (Siglos XX y XXI) —gallego de cuna, pero guadalajareño de adopción y residencia temporal. Premio Nobel de Literatura en 1989 y autor de “Viaje a la Alcarria”, la obra que situó a nuestra señera comarca en el mapamundi de la literatura mundial—. Era Alcalde de la ciudad José María Bris cuando, a principios del siglo XX, se erigieron estas nueve estatuas, obras todas ellas del gran escultor Luis Sanguino, que aliviaron el pesar y le dieron la razón a Antonio Marqueta, un guadalajareño de toda la vida descendiente de Aragón. Años después, siendo Alcalde Antonio Román, se erigieron tres conjuntos escultóricos, no nominativos, en homenaje a la Semana Santa de Guadalajara —al lado de Santa María—, al Maratón de los Cuentos —junto a la Biblioteca de Dávalos— y al Tenorio Mendocino —a las puertas de la iglesia de Santiago—. La imagen tomada para esta última escultura es la de Javier Borobia, vestido de Comendador en la obra de Zorrilla, el papel que tantos años hizo y bordó en el Mendocino, además de ser su impulsor y el de tantas cosas buenas más en el campo de la cultura local y provincial. Se que para mí y muchos más, esa estatua es, realmente, el merecido homenaje en bronce de la ciudad a Javier.

CODA. Aprovechando la curiosa imagen que complementa este texto, en la que se ve, precisamente, el busto de Buero Vallejo en el paseo de las Cruces con un pañuelo festivo de la ciudad al cuello, si alguien me preguntara a qué peña, de vivir hoy, pertenecería nuestro ilustre dramaturgo, la respuesta la tendría muy fácil: a la Peña Hueva pues, no en vano, su madre, María Cruz Vallejo Calvo, era natural de Taracena y ese señero y alcarreñísimo monte es, junto con el Pico del Águila, el paisaje más reconocible de este cercano pueblo que, desde finales de los años sesenta del siglo XX, es barrio de la capital. Y lo repito para quienes no se hayan dado por enterados hasta el momento: mi pueblo es Taracena y, mi ciudad, Guadalajara.

Busto de Buero Vallejo en el paseo de las Cruces. Ferias 2025

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