Hay dos momentos en el año en que a Guadalajara se le pone cara de circunstancias, como de acusado cambio de ciclo que le deja un rictus de entre cansada por lo vivido y expectante por lo que espera vivir. Uno de esos dos momentos deviene con el final de las ferias y que, desde que se fijaron a mediados de septiembre, también coincide con el final del verano. Es mucho decirle adiós a la vez a la fiesta y al buen tiempo, aunque cada vez hay más veranillos en otoño y el de San Miguel nunca falta a su cita en los últimos días septembrinos. El otro momento en que a la ciudad parece gripársele el motor, suspirar profundo e iniciar un largo camino es cuando finalizan las navidades; otra vez el final de unas intensas fiestas y el inicio de otra estación, en este caso el invierno que, pese a que, desde el solsticio, cada día nos regale ya algunos minutos más de luz y apunte hacia la no tan lejana primavera, suele venir acompañado de un frío intenso, los consabidos virus y, sobre todo, la sensación de que se ha acabado lo bueno y falta aún mucho para que llegue siquiera lo regular. Pongamos que lo regular es el carnaval, mediado ya el invierno, y que viene disfrazado de festivo, aunque el tiempo también llamado de antruejo comporta en esta tierra castellana una festividad contenida porque la mascarada encuentra mejor acomodo en temperos y febreros más cálidos que los nuestros.
Antes de pensar en lo que va a ser, que ya va siendo, repasaremos lo que ha sido. Las navidades, no solo en Guadalajara, por supuesto, cada año son más convencionales y menos singulares. El evidente e imparable proceso de globalización explica ese cambio progresivo en el que lo singular y lo autóctono de la Navidad cada vez da más pasos atrás en favor de lo general y lo importado e impostado, al menos desde el punto de la estética. Así, los árboles decorados, Papá Noël y las iluminaciones cada vez más espectaculares y hasta por las que compiten ciudades —Vigo y Málaga, por ejemplo—, le van ganando terreno progresivamente a los tradicionales belenes o los Reyes Magos. Precisamente, este año, se ha conmemorado el 800 aniversario del que es tenido por el primer belén de la historia católica, el que instaló San Francisco de Asís en Greccio, en la región italiana del Lazio, con el fin de catequizar a la población representando en miniatura la escena del nacimiento de Jesús en un humilde pesebre de Belén. En Guadalajara, como viene siendo costumbre desde principios del siglo XXI, el Ayuntamiento de la capital ha instalado su belén monumental, desde hace unos años ubicado en Santo Domingo, y la Diputación también acoge a las mismas puertas de su palacio provincial un gran belén artístico; en el montaje de ambos, como en los de otros en distintos lugares de la provincia, ha participado la Asociación Provincial de Belenistas, activa y comprometida con el belenismo desde su fundación hace ya más de 50 años. Es reconfortante que en Guadalajara se siga la huella belenista del “poverello” de Asís, un santo cuya obra está muy unida a la ciudad pues ya en 1330, las infantas que dan su nombre al puente que hay junto al torreón del Alamín, Isabel y Beatriz, hijas de Sancho IV y señoras de Guadalajara, donaron el primitivo convento templario de lo que después fue y es el Fuerte a la orden franciscana. Dos siglos más tarde, Doña Brianda de Mendoza también erigió una comunidad franciscana en el convento que desde entonces pasó a llamarse de la Piedad y cuyo inmueble ocupara previamente el palacio de su tío, don Antonio de Mendoza. El primer renacimiento español, traído por los Mendoza a Guadalajara a través del arquitecto Lorenzo Vázquez, dejó allí su señera huella. Me alegra sobremanera que el Ayuntamiento y la Diputación de Guadalajara sigan dando aliento y espacio público al ya octocentenario belenismo. Por el contrario, lamento que en el palacio de la Moncloa, que es la sede de la presidencia del gobierno de todos los españoles, tradicional y muy mayoritariamente católicos, no se monten ya belenes, supongo que por los muchos que su inquilino tiene montados fuera, y no precisamente con figuritas de barro. Eso sí, en la Moncloa de Sánchez —también ocurría ya con Zapatero— no hay belén, pero se les han colado dos “caganers”, Puigdemont y Junqueras, y en vez de Reyes Magos han puesto a un “olentzero” de Bildu y otro del PNV; el primero es fácil distinguirlo porque va encapuchado.
No era mi intención inicial agriar este post, pero, como dijo alguien que sabía mucho de política, sobre el silencio no se puede construir el futuro, como tampoco se puede —o, al menos, se debe— erigir sobre “verdades” oficiales que nos van a costar 440 millones de euros, que es lo que Sánchez se va a gastar en los próximos meses en propaganda política, a la que eufemísticamente llaman “publicidad institucional”. Al presidente que no le gustan ni los belenes ni los reyes —ni los magos ni los que residen en la Zarzuela—, Papá Noël, el Olentzero vasco, el Esteru cántabro, el Apalpador gallego o el “Tío de Nadal” catalán, o cualquier otro personaje tradicional regalador del tiempo de Navidad —menos los magos de oriente, por supuesto—, le han traído cinco veces más del monto total del presupuesto de la Diputación de Guadalajara de 2024 para que se lo gaste en propaganda. Prepárense en esta cuesta de enero para el bombardeo de mensajes progubernamentales y filosanchistas que nos esperan. No se si finalmente nevará este invierno —parece que sí y además no tardando—, pero los intentos de blanqueamiento del gobierno con tanta “pasta” —y no precisamente dentífrica— van a llevarnos a un paisaje político muy parecido al de un belén espolvoreado con harina.