Artur Mas, el presidente de la Generalitat de Cataluña, es un cabrón con pintas. Y, por supuesto, no le llamo “cabrón” en la segunda acepción de esta voz en el Diccionario de la RAE, sino en la primera: “Dicho de una persona, de un animal o de una cosa: Que hace malas pasadas o resulta molesto”. Evidentemente, Mas no es ni un animal –aunque, a veces, haga alguna animalada política- ni una cosa, así que lo llamo cabrón porque a mi me parece que es una persona que hace malas pasadas y resulta molesto.
Ya se que suena muy fuerte lo de decir o escribir “cabrón” y que, habitualmente, se utiliza esta palabra como insulto, incluso de los gruesos, pero no es esa mi intención puesto que insultar es “ofender provocando a alguien” –la RAE, de nuevo, dixit– y la verdad ni puede ofender, ni menos aún provocar, como la “exceptio veritas” anula la existencia de cualquier presunta injuria o calumnia vertida contra alguien porque la verdad, aunque duela, nunca puede hacer incurrir a quien la proclama en delito de injurias o de calumnias.
Que Artur Mas, desde que se echó al monte e impulsó su delirante deriva soberanista, está haciendo malas pasadas, una tras otra, a Cataluña y España, es tan verdad como que mañana va a amanecer, salvo que en las horas que restan para la próxima albada llegue el Apocalipsis, o sea, la “liquidación de los tiempos”, según palabras del gran Ortega y Gasset, autor, entre otras muchas buenas obras, de “La España invertebrada”, esa gran reflexión sobre nuestra patria en la que el filósofo existencialista decía que España “padece el mal del particularismo”, que se manifiesta tanto en el ámbito territorial como en el social, y que alimenta “los separatismos”, y en la que “las distintas clases sociales solo actúan buscando intereses particulares”, o sea que cada grupo busca lo suyo sin importarle lo de los demás. La tesis final de Ortega en esta obra de referencia sobre la vertebración territorial y social de España, escrita hace 92 años, pero de plena vigencia en gran parte, incide en que “nos falta un gran proyecto colectivo, un proyecto unificador”. Vamos, que a España, o a “las españas”, como el propio Ortega bautizó a la diversidad unida de los territorios que la conforman, le conviene más conjugar el verbo unir que el separar, sumar que restar, multiplicar que dividir.
Efectivamente, Mas está propiciando que tanto Cataluña como el resto de España lo pasen mal, porque, con maniqueísmo de manual nacionalista, está dividiendo a la sociedad catalana entre “catalanes buenos” – a su entender y el de sus socios, los separatistas, por supuesto- y “catalanes malos” –los no separatistas-, o sea, los “charnegos” –como llaman algunos en Cataluña a los inmigrantes despectivamente-, aunque sean del mismo Santa María de Palautordera (B), de Valls (T), de Les Borges Blanques (LL) o de Palafrugell (GI) de toda la vida, o, al menos, desde que Felipe V ganara la Guerra de Sucesión Española, en 1714, que es cuando acabó el “capítulo catalán” de esta guerra, año en el que los nacionalistas asientan “el día cero” de sus reivindicaciones independentistas, que ni mucho menos se jugaban en aquella guerra entre partidarios de los Borbones y de los Austrias en medio de una Europa también en armas, con tropas extranjeras por medio tratando de pillar cacho –Menorca y Gibraltar trincaron los ingleses-, para hacerse con el trono de España, dejado vacante por Carlos II, llamado “el Hechizado” por su precaria salud, y último monarca de la dinastía Austria en España, a la que, por cierto, apoyaron los catalanes en aquella Guerra, repito, de sucesión, aunque algunos quisieran que hubiera sido de independencia. De la catalana, por supuesto, puesto que, curiosamente, el País Vasco apoyó a los Borbones y, por ello, los nacionalistas vascos ni mientan al de Anjou y su triunfal guerra que le llevó al trono español y sitúan su particular “zona cero” independentista en las barbaridades racistas y fascistoides escritas por el fundador del PNV, Sabino Arana, a finales del siglo XIX, tras conocer, por cierto, los movimientos “regionalistas” catalanes de la época.
Fomentar la animadversión contra el resto de España en las escuelas y en la vida pública, manipular y tergiversar la historia a capricho, arrinconar la lengua castellana como Franco arrinconó la catalana, dividir Cataluña en “buenos” y “malos”, alentar a quienes nos insultan al resto de los españoles afirmando injustamente que “España nos roba”, elevar el cinismo a la enésima potencia diciendo que “Cataluña ama a España, pero desconfía del Estado”, tratar de saltarse a la torera –perdón, que allí están prohibidos los toros, no por cornudos, sino por españoles-, mejor dicho, pues, tratar de hacer una butifarra de la Constitución que en 1978 aprobaron el 90,46 por ciento de los catalanes que acudieron a las urnas (el 67,90 del censo), gastarse lo que haga falta en embajadas, televisiones, “col-legis”, proclamas, gestos y actos independentistas mientras muchos catalanes no tienen un “calçot” que llevarse al plato, etc. etc. etc. como está haciendo y/o permitiendo Artur Mas, no me digan que no es molestar y hacer malas pasadas a muchos catalanes y, por tanto, a muchos españoles, no sólo catalanes. ¿Se puede, entonces, ser más cabrón, según la primera acepción de esta entrada en el Diccionario de la RAE, que lo está siendo Mas con Cataluña, en particular, y con España, en general?
El problema es que este “gasto” lo ha contraído Mas, pero la “factura” la pagaremos todos, una factura cuyo “IVA” no será otro que fracturar la sociedad catalana por muchos años, al tiempo que alentar el antiespañolismo en Cataluña y el anticatalanismo en España. O sea, la mayor cabronada de lo que está haciendo Mas es que sabe que ahora no es posible separar a Cataluña de España, pero está contribuyendo, decisivamente, a que un día, más pronto que tarde, sí lo sea. ¡Qué cabrón!