No fue ayer cuando asumí que la vida va en serio —a veces, demasiado— y que la condicionan más las causalidades que las casualidades. El azar está ahí, sin duda, jugando a la ruleta —a veces, incluso, a la rusa—, y la suerte, buena o mala, también está siempre ahí, si bien las cosas suceden más por acción e intención que por inacción y ventura. Con este inicio tan filosófico —tirando a pardo— no pretendo disuadir al lector de que cese aquí su interés por esta entrada, bien al contrario, lo que persigo es situar una casualidad de la vida en su justo lugar. Intentaré explicarme: el sábado, 22 de junio, mientras Gwendal, el veterano y extraordinario —casi mítico para algunos, entre los que milito— grupo de música celta de origen bretón protagonizaba la actuación principal del festival Solsticio Folk en Guadalajara, en un parque de San Roque abarrotado de público, yo estaba de viaje, precisamente, en la Bretaña, su preciosa tierra francesa. Exactamente en Brest, capital de la Finistère gala, el final de la tierra francesa, como el cabo coruñés de Finisterre lo es de la española. El origen toponímico de ambos lugares es obvio: galos e hispanos, cuando el terraplanismo era la única opción y no solo la de los tontos, creían que allí se acababa la tierra. Cada uno en la suya, por supuesto.
No es causal, sino casual, que yo anduviera en la Bretaña cuando el grupo de música bretón de referencia y más reconocido internacionalmente actuaba —por tercera vez, por cierto— en Guadalajara, Castilla, España. Sí es causal y no casual que, siendo yo concejal de festejos del Ayuntamiento de la capital (1999-2003), Gwendal actuara aquí por primera vez, concretamente en unas ferias, y que en su tercera visita a la ciudad y segunda participación en el Solsticio Folk, se cumplieran 25 años de su inicio, algo de lo que fuimos corresponsables mi entonces compañero concejal de cultura —y siempre amigo— Paco González Gálvez y yo. No es casual, sino causal, que al conmemorarse el 25 aniversario del nacimiento del Solsticio Folk, este año se nos haya homenajeado a ambos en él, algo que agradezco mucho —mejor, agradecemos, porque sé que también hablo en su nombre— a los concejales, técnicos municipales y colaboradores externos —sobre todo a La Tradición Oral— que se hayan acordado de nosotros. Es casual y no causal que, como ya he dicho, el día del Solsticio Folk y, por tanto, de nuestro homenaje, yo estuviera en la Bretaña y el grupo bretón por y de excelencia, estuviera en Guadalajara. Paco, una bellísima persona y un gran concejal de cultura, no suficientemente reconocido pese a ser durante su periodo de mandato cuando se inauguró el Teatro Buero Vallejo y se antepuso la gestión pura y dura a la cultura politizada, se bastó y sobró para representarnos a los dos en el homenaje.
Me despido ya de este juego de casualidades y causalidades agradeciendo nuevamente el homenaje, como ya hice en el vídeo que dejé grabado antes de partir a Bretaña, y sobre todo al líder de Gwendal, el virtuoso flautista y líder del grupo, Youenn Le Berre, que tuviera tan cálidas palabras de recuerdo hacia mi difunto y querido hermano, Carlos, maestro profesional, músico vocacional de enorme talento y apasionado y comprometido folklorista. Él fue quien me sopló al oído, con su proverbial discreción, pero con su encendido entusiasmo por la música con raíces, que Guadalajara necesitaba un festival como el Solsticio Folk y que solo le faltaba ponerle nombre, ilusión, parque y fecha. La jiga irlandesa —“Irish jig” en su título original—de Gwendal que Charly, mi querido y añorado hermano, oyó por primera vez en el Finisterre gallego, en el Festival de Música Celta de Ortigueira hace casi 50 años, sonó el 22 de junio de 2024 por y para él en San Roque porque Le Berre se la quiso dedicar. Yo también oí esa jiga de Gwendal para Charly, exactamente en Brest, en el Finistére galo, que es la parte más occidental de la Bretaña y aún de toda Francia, una ciudad portuaria y naval donde las haya y que aún se lame de las numerosas heridas que en la ciudad dejó la II Guerra Mundial pues allí centró Hitler buena parte de su ingeniería naval en la costa atlántica y fue, junto a Saint Nazaire, una de las bases de sus u-boot, los submarinos que llamaron “los lobos del Atlántico”. En el cielo de las buenas personas, en el rincón para músicos tabernarios, Carlos también escuchó esa jiga que tanto le gustaba. Me lo sopló al oído, como el inicio del Solsticio, cuando me miraban desapasionados y descreídos, en una especie de “déjà vu”, los gatos de la rue de Saint-Malo, la única de Brest que sobrevivió casi intacta a los bombardeos de la II Guerra Mundial y que hoy es una calle bohemia, de arte, artesanos y artistas de calle. Había en ella hasta un pequeño escenario en el que me pareció oír que mi hermano tocaba su violín, aunque también sonaban su dulzaina y su pito castellano, su charango de armadillo, su timple canario, su laúd y su bandurria, sus guitarras, su clarinete, su quena y su zampoña, su carrasclás y demás instrumentos que, con él, cobraban vida propia con un gusto exquisito, mucho afán de superación y toda la constancia del mundo.
Desde la Bretaña más profunda y mientras sueño mirando al mar y al cielo: ¡Gracias Gwendal! ¡Gracias Charly!