Aunque hacía ya diecisiete años que había cerrado sus puertas al público, el local que ocupaba el viejo “Cine Imperio” de Guadalajara ha comenzado hace unos días a ser derribado, ante el estado de ruina que presentaba el inmueble, con la correspondiente licencia municipal. Aunque me consta que hace unos años la propiedad estuvo negociando con un promotor la posibilidad de la venta del edificio para construir un hotel y unos apartamentos, de momento al derribo le va a suceder un solar vallado, uno más que sumarse a los que proliferan por el centro de la ciudad. Es larga la relación de este tipo de solares/heridas de nuestro casco antiguo: el que sobrevino al demolerse los edificios que albergaban en sus bajos la tradicional pescadería Maragato y la antigua zapatería Marelvi, en la mismísima plaza Mayor; el de la plaza de Prim, esquina a Bardales; el que hay enfrente del palacio de la Diputación, en la plaza de Moreno; o el de la antigua Imprenta “La Aurora”, en la plaza de San Esteban, últimamente ocupado por el bar “El Boquerón”, en los bajos de lo que en su día fuera el Palacio del Vizconde de Palazuelos, y que ha sido el último de los muchos palacios y de los no pocos conventos, iglesias y otros antiguos edificios de esta ciudad, eminentemente conventual y palaciega en su urbanismo histórico, que han sucumbido por derribo. Lo cierto es que Guadalajara es una ciudad que, entre las bombas de la artillería y la aviación militar, los piquetazos de la desidia y la incompetencia y los mazazos de la especulación, más que antigua parece vieja y muchos de los edificios modernos que se han construido en su casco histórico y el que lo circunda, bien por sus alturas, bien por sus materiales de construcción o por el diseño de sus fachadas, son auténticos homenajes al mal gusto.
Pero hoy no quiero hablar de las arquitecturas de la ciudad, ni de las pocas históricas que aún quedan en pie, ni de las muchas de las que apenas quedan unos planos, unos grabados, unas fotos o tan sólo el recuerdo, ni de las “modernas” ni de las “posmodernas”, que ahí están para defenderse solas (o lo contrario); hoy quiero hablar de ese Cine Imperio que, aunque proyectó su última película en 1996 –por lo que llegó a convivir en el tiempo, en lucha desigual, con los Multicines del Alamín, inaugurados en 1995-, está siendo demolido en estos días, dado su estado de evidente ruina pues su cubierta se había derrumbado hacía tiempo y ya se sabe que la ruina de las casas entra por el tejado. 102 años ha durado este edificio que en 1911 fue el primero de los de la ciudad expresamente construido para ser Teatro-Cine; de hecho, su primer nombre comercial fue el de Teatro Cómico/Cine Impero, pasando a llamarse Cine Novelty en la República, aunque popularmente era conocido como “La Bombonera”. Tras ser rehabilitado después de un incendio, en 1936 pasó a llamarse por un tiempo Cine Isabelo Romero, recuperando después su primitiva denominación como Cine Imperio, que fue con la que cesó su actividad en 1996.
Al edificio del Cine Imperio lo han llevado al derribo el tiempo, el desuso y la falta de conservación. Pero al Imperio lo llevó al cierre la durísima competencia que para un cine de sala única y vetusta le representó la llegada a Guadalajara de los Multicines del Alamín, con sus siete modernas salas, su ambigú bien abastecido y su pequeño entorno comercial y de hostelería, con su aparcamiento y todo. Y si al Cine Imperio le llegó su hora -por utilizar un símil del título de un conocido western- por la competencia de los Multicines de la Avenida de Barcelona, a éstos les llegó la suya cuando se inauguraron los del Ferial Plaza, con sus 14 salas a la última de medios y comodidades, su gran ambigú y su espectacular y amplio entorno comercial y de ocio.
Mis recuerdos personales del Cine Imperio se centran, fundamentalmente, en los años setenta, cuando ya moceaba, como diría mi maestro y amigo Lahorascala. De niño, mi cine era el de los Salesianos, al que podíamos acceder gratuitamente los alumnos del colegio los domingos por la tarde, pero eso sí, siempre que tuviéramos debidamente sellado el carnet del “Oratorio de Santo Domingo Savio”, que consistía en ir a misa los domingos por la mañana y, después, en participar en actividades lúdicas y deportivas en los amplios patios del centro, en las que siempre disfruté como el enano que entonces era -tampoco es que haya crecido mucho después, la verdad sea dicha-. Y allí no sólo vi películas de aventuras, de romanos, de piratas o del oeste, sino que también descubrí el mejor cine de la época, como por ejemplo “2001: Una odisea del espacio”, película de la que fue director Stanley Kubrick quien, por cierto, rodó entre Taracena, mi pueblo, e Iriépal, en 1960, algunas de las escenas de “Espartaco”. El mundo es un pañuelo y el del cine aún más pues, además de pliegues, está lleno de ilusiones y fantasías, como la de convertir el pequeño cerro llamado el “Cogorro” de Taracena en el gran Vesubio. Aprovecho que en las laderas del Vesubio/Cogorro ganaron la primera batalla los gladiadores de Espartaco a las tropas romanas, para subrayar el impagable papel que el Cine Club Don Bosco, con sede en Salesianos, desempeñó para promocionar el cine de autor en Guadalalajara –de arte y ensayo se le llamaba entonces-, como antecedente directo del Cine-Club Alcarreño, que aunque va a retomar su actividad en una sala de los Multicines del Ferial Plaza, debe retornar muy pronto a un Teatro Moderno abierto y en uso como centro de cultura activa de la ciudad, algo que debe hacerse posible ya mismo, querido excompañero y sin embargo amigo, Antonio Román.
Decía que mis recuerdos del Imperio son de mocedad y, efectivamente, de los años setenta datan, cuando de niño pasé a adolescente, una etapa naturalmente inquieta y movida de mi vida que coincidió con el inicio de la Transición política en España y con mi propia transición personal, cuando me gustaba bastante más ver “en pelotas” a la Cantudo, aunque fuera a través de un espejo, en “La Trastienda” (1976), en el tenido por el primer desnudo integral femenino del cine español, que a Fantomas volando en su Citroen Tiburón o, incluso, a Espartaco venciendo en el Vesubio a los romanos, y más sabiendo que era el “Cogorro” de mi pueblo. El Imperio vino a mi vida cuando yo me espabilaba, al tiempo que se espabilaba España, con aquél cine llamado del “destape” que, por lo general, lo conformaron películas muy malas pero que, a quienes andábamos por aquél tiempo con las hormonas haciendo la ola, nos daba igual porque sólo estábamos pendientes de las escenas con chicas desnudas… eso sí, siempre por “exigencias del guión”.
Quiero terminar este post siendo justo con el Cine Imperio porque, en mi época, no sólo se proyectó allí casi todo el cine de destape español, incluidas las películas clasificadas “S” –un paso intermedio entre el simple destape y el porno, y en las que se advertía al público que esos filmes “por su temática o contenido, podían herir la sensibilidad del espectador”-, sino que también tuvimos la oportunidad de ver en él muy buenas películas, entre las que especialmente recuerdo “El gran dictador”, de Charles Chaplin, o “Viridiana” y “La vía láctea”, de Luis Buñuel, cuando la censura se relajó, que se relajó antes y más para permitir que al cine español se le cayera el sujetador que para dar paso a películas de autor y de especial contenido social y/o político. Pero cayó el Imperio.