Réquiem por un buen maestro

            Dice un proverbio africano que «cuando un anciano muere, una biblioteca arde». Y es una verdad como un templo porque la sabiduría que acumula una persona mayor solo es equiparable con el conocimiento que engloban grandes colecciones de libros. Las cenizas de los hombres muertos son, pues, comparables a las de los libros quemados, y viceversa. Y no infravaloremos las cenizas, ni las de los hombres ni las de los libros ni siquiera las de los anaqueles que los soportan, porque, como decía Robert Walser, el gran literato paseante, las cenizas son humildes, sí, intranscendentes y faltas de valor y, además, ellas mismas se auto juzgan como algo inapreciable, pero, por el contrario, son transigentes, pacientes y obedientes, buena prueba de ello es que las soplas y se dispersan volando, sin que una mínima pavesa se niegue a hacerlo. La ceniza, en fin —dice Walser— “no tiene carácter y está más alejada de todo tipo de madera de lo que está la alegría desbordante de la depresión”.

                Con esta reflexión tan filosófica sobre la importancia y la grandeza de lo que aparenta nimiedad y parafraseando el proverbio africano con el que he comenzado este artículo, afirmo con rotundidad que, cuando un maestro se muere, él no se muere del todo porque va a vivir siempre en la razón —y no pocas veces también en el corazón— de sus alumnos. No obstante, cuando muere un maestro, se mueren con él todos los alumnos que no ha tenido y, por ello, no han podido aprovecharse y disfrutar de su magisterio. Antonio Machado decía —y decía bien y además bonito, como era costumbre en uno de nuestros más grandes poetas de siempre—, que un maestro no solo es un transmisor de conocimientos, sino fundamentalmente un guía. Inolvidable poema el del “Recuerdo infantil” del poeta sevillano enterrado en Colliure sobre aquella escuela, una “tarde parda y fría” de “monotonía de lluvia tras los cristales” en la que el maestro, “un anciano mal vestido, enjuto y seco”, “lleva un libro en la mano”. Los maestros siempre llevan, en sentido literal o figurado, un libro en la mano; antes y después de morir, porque los libros no enseñan solos, necesitan a los maestros para que se cumpla el circuito de la comunicación pues ellos son el medio, el guía machadiano, entre emisor y receptor. Como decía McLuhan: El medio es el mensaje.

                Como ven, sigo filosofando, como si no supiera de qué escribir y estuviera divagando y yéndome por las ramas hacia los cerros de Úbeda. Pero eso no es así; pocas veces he tenido tan claro un tema como lo tengo hoy: se nos ha muerto un maestro como la copa de un pino, de los mejores entre los buenos, Don Benito Mateo Muñoz. Para mí siempre fue Benito, pero si hay alguien que se merece el don por delante es un maestro y él lo fue de manera proverbial porque, no sólo puso su evidente conocimiento y profesionalidad a su labor, también sumó pasión y carácter. Mucho carácter porque eso era Don Benito —homónimo del conocido pueblo de Badajoz, como yo bromeaba siempre con él—, un hombre con mucho genio que, si no le conocías y descontabas su nobleza y bondad intrínsecas, pasaría por ser un aragonés tozudo. Como aquel pastor de la película de 1935 titulada “Nobleza baturra”, interpretado por Miguel Ligero, que estaba con las ovejas pastando sobre las vías del ferrocarril y, al oír el silbato de un tren que se acercaba, decía impertérrito: “chufla, chufla, que como no te apartes tú…”.  Don Benito, mi querido amigo Benito, era terco, sí, pero noble y bondadoso hasta el extremo, además de un buen compañero y una persona trabajadora, activa, polifacética e incansable como he conocido a pocas.

Benito Mateo en Oporto cuando realizaba el tramo portugués del Camino de Santiago

                Don Benito se nos ha muerto con 82 años, una edad avanzada para casi todos, pero aún joven para él porque era absolutamente vital. Nació en Concud, un pueblecito pegado a Teruel capital, del que se sentía orgulloso, no, lo siguiente, como también se sentía un orgulloso guadalajareño de adopción y además militante, pues en nuestra provincia echó las raíces más profundas, que son las familiares. Aquí ejerció toda su carrera profesional, con huellas imborrables de él en Azuqueca, Brihuega, Cantalojas y Guadalajara, donde dio clases en el Instituto Brianda de Mendoza y el colegio Isidro Almazán y, especialmente, en el Rufino Blanco, el centro escolar de infantil y primaria más antiguo de la capital, inaugurado en 1912, y en el que más tiempo ejerció y se jubiló. Don Benito, mi recordado y querido amigo Benito, fue durante muchos años el carismático profesor de “gimnasia” de este histórico centro escolar que, ahora, es irónica, que no despectivamente —yo, al menos, no lo consentiría, pues por más de una razón le considero mi “cole”, aunque nunca estuve matriculado en él—, conocido como la “ONU” porque en sus aulas conviven escolares de casi todas las nacionalidades de migrantes que han llegado en los últimos años a Guadalajara, que no son pocas precisamente. Don Benito perteneció a la primera y carismática generación local de profesores de educación física de primaria, a la que podríamos incorporar otros nombres, como Augusto del Castillo Abascal o José Luis Antoral, que hicieron que la “gimnasia” dejara de ser una asignatura “maría” para pasar a ser un tiempo de actividad realmente física y, sobre todo, una oportunidad pedagógica de cultivar los valores del deporte: esfuerzo, trabajo en equipo, compañerismo, espíritu de superación… El deporte escolar y esa maravillosa competición deportiva y cultural que fue “Guadalajoven” les deben mucho a ellos y a los profesores de educación física que les siguieron —y también a no pocos de otras materias que se sumaron con gusto al fomento de la actividad deportiva en sus centros— y que, con profesionalidad e ilusión, quitaban tiempo a sus familias para dárselo a sus alumnos. Las matemáticas de la generosidad, la deontología y el compromiso profesionales le llamo yo a eso. Restar a los tuyos para dar a los demás.

                Se nos ha muerto Don Benito, mi admirado amigo Benito, guadalajareño de Concud, turolense de Guadalajara, maestro de escuela, deportista y deportivo, pescador andarríos, montañero, hortelano, setero de los mejores… Y muchas cosas más. Estoy seguro que son centenares, incluso miles, los hogares en los que han doblado también las campanas por él. En mi corazón aún redoblan y dejaré su pérdida como herida abierta porque las cicatrices ya cerradas son epitafios, pura palabrería oxidada, y yo a Don Benito, a mi ya añorado amigo Benito, lo quiero seguir teniendo a piel abierta, aunque duela.

                Benito ya es ceniza. Pero que no la sople nadie porque se negará a volar.

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