Este tiempo de mediados de agosto siempre es sinónimo de fiesta y calor. De mediodías de sol picajoso, ya antes de la hora del vermú, y de tardes de bochorno, melón y moscas. Este año, además, el ecuador festero de agosto, con la Virgen de la Asunción y San Roque como hitos referenciales, ha llegado con una ola de calorina en su misma cresta. Noches de sábanas empapadas en las que, hasta Morfeo, el dios griego del sueño, mira de reojo al botijo con ansia del agua refrescada en su vientre de loza. Los ventiladores, incluso el aire acondicionado, están muy sobrevalorados; yo soy más de abanico y botijo cañí, como aquella España que tomaba la fresca en corros a las puertas de las casas, cada uno poniendo su propia silla, y que mandaba a la gente a acostar cuando ya iban haciendo falta las toquillas e, incluso, las rebecas. En las últimas noches, que me han recordado a las de Cabiria, la película de Fellini en la que la prostituta que le da título es todo calor y solo es retribuida con el frío de la humillación, el sofoco extremo me ha recordado aquellos veranos sesenteros en la Concordia, con su caseta para préstamos de libros y cómics, y su templete-kiosco en el que, las noches de los sábados, se enseñoreaba la banda de música provincial dirigida por el maestro Simón. El Remo, el bar que completaba entonces los equipamientos de servicios del parque, ponía los refrescos —Pepsi Cola y Mirinda que la Coca-Cola y la Fanta tardaron lo suyo en llegar—, las gaseosas —de marca La Industrial, o sea, de kilómetro cero pues se producían a dos centenares de metros, en la esquina del parque Sandra con el Arrabal del Agua— y las cervezas de El Águila, aunque yo siempre fui más de Mahou y por ello agradecí que trasladaran su vieja planta de Madrid a Alovera. Así, la montaña se acercó un poco a Mahoma. Aunque la Concordia de hoy es más un patio de monipodio que ese entrañable jardín de mi infancia que yo recuerdo, no deja de ser el parque de los parques de esta ciudad que, siento mucho decirlo, cada vez hace menos por gustarse un poco más a sí misma.

Esto último que he dicho puede confundir a unos pocos, molestar a algunos y dejar indiferentes a la mayoría porque Guadalajara es más ciudad de desafectos que de afectos, de noes que de síes, de ya haremos que de vamos a hacer ya mismo. En eso envidio a Sigüenza, que, pese a llevar décadas desangrándose poblacionalmente, hasta el punto de haber descendido hace tiempo de los 5000 habitantes, sumándose a ellos los escasos que se reúnen en las 28 pedanías que dependen del municipio, cada vez que voy allí encuentro más motivos para seguir volviendo. Ya nos gustaría que la Concordia arriacense tuviera en verano el ambiente de la Alameda seguntina. Sin entrar a valorar el acierto o no de la reforma que se llevó a cabo en ella hace un par de años, los varios kioscos que prestan servicios de hostelería, con el histórico y señero “Triunfo” a la cabeza, son un punto de encuentro y asueto para residentes y veraneantes que dan color y calor al parque. Mientras tanto, en la Concordia, el único negocio de hostelería que hay instalado, pese al mucho volumen y espacio que ocupa y la innegable voluntad y vocación de servicio de sus actuales adjudicatarios, hay veces que, por la escasa presencia de clientes en él, parece una estación de ferrocarril en medio de ninguna parte. Eso sí, cada vez hay más gente consumiendo alcohol y otras bebidas en las praderas de césped, en los bancos y en las mesas, incumpliéndose así dos ordenanzas municipales: la de parques y jardines y la de convivencia. Y, por lo que he visto con mis propios ojos y como ya he anticipado, mucho me temo que la Concordia de hoy está más cerca de ser el patio de monipodio cervantino de “Rinconete y Cortadillo” que de ser el leído y refrescante parque del Retiro galdosiano. Ya sé que Sigüenza es una ciudad receptora de veraneantes y Guadalajara es emisora, pero eso no es óbice para que el histórico parque de la capital, pese a tener un aceptable —aunque claramente mejorable— nivel de limpieza y mantenimiento, se convierta en un lugar en el que muchos, cada vez más, hacen literalmente lo que les viene en gana. Incluso hay algún juego infantil que ya está en edad bien adulta. Y llegarán las ferias y, además, se le volverá a someter a una nueva prueba de estrés con casi una decena de peñas campando por él a sus anchas…
Así las cosas, con la cabeza caliente y los pies también, fui a pasar unas horas a Sigüenza el día de la Asunción de la Virgen, que allí se celebra bajo la advocación de Nuestra Señora de La Mayor, día grande donde los haya, con la tradicional ofrenda foral en esa jornada y la vistosa procesión de los Faroles, como colofón, dos días después. Y me reencontré con esa ciudad que tanto me gusta y admiro. Cada vez más. En esta ocasión, en plena fiesta que, además, se notaba de verdad en la calle, pese a que el justiciero sol que hizo aquel día invitaba, más que a estar en ella, a refugiarse en interiores o, cuando menos, a la sombra. Camisetas arlequinadas por todas partes ponían el color rojiazul local a la fiesta, al tiempo que un poco novedoso, pero arraigado, programa de actos populares y religiosos. No dejé de disfrutar de la comparsa de gigantes y cabezudos —humilde y mejorable; en eso la capital es un referente—, y de los bailes vermús de las peñas en la Alameda —con el extraordinario colofón de la actuación del gran “Panchito” Varona organizada por la peña “El Golpe”—. Las actividades vespertinas y nocturnas las perdoné porque el calor extremo me aconsejó regresar lo antes posible a Guadalajara… a reencontrarme aquí con él y, además, sin Alameda y sin fiesta. Y con la Concordia sofocada.


