Guadalajara no tiene línea 27 de autobuses

Mi geografía personal, desde mi primer latido fuera del útero materno y como ya he relatado tantas veces, está estrechamente ligada al actual principal salón urbano de Guadalajara, que sin duda es la plaza de santo Domingo con su cercano pulmón verde y corazón multicolor que es el parque de la Concordia. Nací, hace tantos años que a veces no quiero acordarme de que ya he cumplido 64, en la clínica del Dr. Sanz Vázquez a la que, por cierto, ahora se le ven las desnudeces y casi hasta los tuétanos pues de su viejo edificio solo quedan las paredes mientras refuerzan la cimentación para, después, de abajo arriba, construir un nuevo centro sanitario solo conservando la piel de ladrillo del viejo. Singular y bonita y, por ello, catalogada y obligada a preservar al tiempo que las escaleras que unían la planta baja con la primera, situadas a la izquierda del pasillo de entrada principal al edificio. Esta ciudad que ha permitido con tanta ligereza que se demolieran muchos edificios históricos y singulares, a veces se pone contradictoriamente exquisita y obliga a preservar elementos puntuales de edificios relativamente recientes, como es el caso de esta escalera y de otros elementos arquitectónicos o decorativos puntuales en esta misma y otras construcciones que, no digo yo que no haya que conservar y menos aún si lo informan y aconsejan los técnicos municipales competentes, lo que me sorprende es tanto celo para lo episódico, incluso casi anecdótico, y tan poco, a veces, para lo verdaderamente sustancial, importante y trascendente.

Estado actual de la Clínica Sanz Vázquez con el busto de Alvarfáñez de Minaya en primer plano

Guadalajara es así, para lo bueno, lo malo y lo regular. Descuidada con aspectos relevantes de su patrimonio arquitectónico y monumental, también medioambiental, y preocupadísima algunas veces —pocas, eso sí, que las preocupaciones son para ciudades comprometidas y la nuestra no lo está consigo misma— por casos y cosas puntuales, tan puntuales que a veces rayan con la nimiedad, cuando no con el ridículo. Recuerdo hasta concejales —por otra parte, intelectualmente solventes y comprometidos, pero excesivamente maximalistas— atándose con cadenas a unas acacias porque las iban a talar para hacer el parking de la avenida de Castilla y la calle Rufino Blanco. También recuerdo que, siendo yo concejal de medio ambiente, parques y jardines incluidos, me montaron literalmente un pollo porque el ingeniero de montes propuso talar un olmo enfermo en la calle Julián Besteiro. El olmo estaba hasta arriba de grafiosis y le quedaba menos de medio telediario para caerse y hacer potencialmente daño a personas y bienes. También me quisieron echar a los leones cuando, con todo el dolor de mi corazón, accedí a que se sustituyeran las catalpas de la calle Virgen de la Soledad por prunos, siguiendo las recomendaciones del técnico municipal pues estaban todas ellas infestadas de fumagina, con riesgo evidente ya de caída de los árboles y de afectación del hongo a las personas. Por el contrario, cuando se me ocurrió plantar unas melias —de la variedad azedarach, vulgarmente llamadas cinamomos— en el barrio de La Rambla, en el parque Salvador Allende, que entonces apenas tenía vegetación y era un solárium de lagartijas —o regatinas, como las llaman en algunos pueblos de la Alcarria—, también me quisieron dar lo mío algunos miembros de la asociación de vecinos. Se escudaron para cuestionar aquella actuación en que, donde yo ordené plantar los árboles, además ya de cierto porte, para que dieran sombra en verano y oxígeno todo el año, durante tres días se colocaban algunos cacharritos de feria en las fiestas de la barriada. Curiosamente, como yo también era entonces concejal de festejos, aquellos mismos miembros de la asociación de vecinos de La Rambla me pidieron, apenas unos meses después, acabar con el modelo festivo de verbenas, puestos de morcillas y cacharritos de feria en el barrio para sustituirlo por uno solo de programación de actividades culturales, especialmente infantiles. Lo que, por cierto, me pareció estupendo y contaron con mi decidido apoyo, acabándose además así con algunos momentos de cierto peligro que se solían vivir allí al calor de la música y el alcohol en las verbenas. Y permitiendo a las melias seguir creciendo en paz. O no, porque les confieso que hace ya años que dejé de patearme hasta el último rincón de la ciudad, como tuve por costumbre durante los años que fui concejal (1999-2007), e, incluso, algunos después.
Como verán, empiezo ya a contar batallitas… Eso es signo de que ya se más por viejo que por diablo. Eso sí, que nadie se olvide que, como decía Góngora, “de caducas flores están hechas las guirnaldas”. Y don Luis, el cordobés, fue un poeta barroco, culteranista, que recargaba su poesía hasta el extremo, pero recuerden que la feliz, por extraordinaria, Generación del 27 se autodenominó así tras el homenaje a Luis de Góngora en Sevilla, en diciembre de 1927, con motivo del tercer centenario de su muerte. Y una gran profesora mía de literatura, Ángela Serrano, a quien le debo tanto como aprecio y admiro, cuando le pegunté, siendo yo aún preuniversitario, que cuál era el autobús que me recomendaba para ir por los mejores caminos de la literatura, me dijo convencida: “El 27, siempre el 27”. Lástima que no haya una línea 27 en las de autobuses de Guadalajara, ni siquiera la que lleva al barrio de Escritores.

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