No por esperada ha sido menos dolorosa la noticia de la muerte de Adolfo Suárez, el hombre que, junto al rey, Juan Carlos I, hizo posible la ejemplar Transición política en España, que pasó de una dictadura a una democracia en menos de 20 meses, los que transcurrieron desde la muerte de Franco, en noviembre de 1975, hasta la celebración de las primeras elecciones generales, que a la vez fueron constituyentes, en junio de 1977. Una singular transición porque se hizo “de la ley a la ley”, sin revoluciones ni derramamiento de sangre por sí misma, aunque coincidió en el tiempo con los llamados “años de plomo” de ETA, en los que la banda criminal vasca causó más muerte y dolor, dando argumentos impagables a quienes estaban en contra del avance de España hacia una democracia, a la que, entre otros muchos males, le achacaban debilidad y falta de autoridad. Los extremos se tocan y demasiado al este es el oeste.
A Adolfo Suárez, después de muchos desprecios –Alfonso Guerra le llegó a llamar en su día “tahúr del Mississippi” y ayer no paraba de elogiarle- y descalificativos –parte de la izquierda siempre desconfió de él y le acusaba de “fascista disfrazado”, mientras la derecha más reaccionaria hasta le tildó de “rojo” y de “masón”, las dos peores cosas que se podían ser en tiempos de Franco-, ayer le llegó “la hora de las alabanzas”, como llamaba mi abuelo, Juan, a los momentos que siguen al deceso de alguien y de los que pedía a Dios que le librara. Y es que la hipocresía y el cinismo están tan presentes en nuestra sociedad –la política mal entendida y peor aplicada de este tiempo está contribuyendo a ello- que en muchas ocasiones sólo es indulgente y hasta generosa en la valoración de alguien cuando fallece; en este caso, las numerosas y generalizadas alabanzas que están recayendo sobre Suárez no me parecen ni indulgentes, ni generosas, sino justas.
La figura de Suárez, como la de los grandes hombres, se ha venido agigantando con el paso del tiempo, pero cuando dimitió –verbo que sólo se usa con carácter muy excepcional y no común entre la clase política actual- como Presidente del Gobierno, en enero de 1981, le estaban haciendo la vida imposible, hasta límites próximos a la denigración, desde su propio partido de entonces, la UCD, a todos los partidos de la oposición, con especial saña socialista, los poderes económicos y sindicales, una gran parte de los medios de comunicación y hasta un amplio sector del ejército, no sólo el que hacía mucho y continuo ruido de sables en los cuarteles y que terminó dando el golpe de Estado del 23-F, siendo aún Suárez presidente del gobierno en funciones, pues la asonada de Tejero se produjo en la sesión de investidura de Calvo Sotelo como su sucesor al frente del Gobierno. De las muchas y muy buenas frases que Adolfo Suárez dejó para la historia –dicen que era el periodista Fernando Onega quien le hacía los discursos, pero es una obviedad que las frases son de quienes las pronuncian, no de quienes las escriben-, hay una, precisamente pronunciada el día en que anunció por televisión su dimisión como presidente del Gobierno, que debería ser grabada con letras de oro y puesta en lugar bien visible en el salón de los Pasos Perdidos del Congreso de los Diputados, lugar en el que se están rindiendo honores de Estado a los restos mortales del primer presidente de nuestra democracia cuando estribo este post: “Dimito como revulsivo moral que ayude a restablecer la credibilidad en las personas y las instituciones”.
Una frase pronunciada hace 33 años y que, como el buen vino, ha envejecido tan bien que puede ser considerada un “gran reserva” de la alta y mejor política. En los malos tiempos que corren, no sólo por la grave crisis económica que padecemos sino por el desprestigio de la clase política, que hasta es considerada por la sociedad un problema y no una solución, volver a leer esta frase es como abrir la ventana en una habitación con atmósfera cargada y asfixiante, que fue ni más ni menos lo que Suárez hizo cuando, con tanta audacia como determinación y visión de futuro, desmontó el régimen franquista con tal habilidad que, hasta los propios procuradores de las últimas Cortes de Franco, votaron mayoritariamente a favor la decisiva e histórica Ley de Reforma Política de 1976, que permitió la Transición no traumática de España de una dictadura a una democracia plena, vertebrada con la Constitución de 1978 y homologable y homologada por la comunidad internacional.
Cuando pase esta “hora de las alabanzas” de Suárez, tenemos que quedarnos con lo mejor de su legado político y aprovecharlo en estos difíciles tiempos en que, no sólo mucha gente lo está pasando mal por la crisis económica -contra la que también luchó el de Cebreros, no precisamente con éxito-, sino que las políticas cada vez son menos de Estado y más sectarias y de bandería, los diálogos entre partidos, frecuentemente, son más propios de besugos que de personas y se cuestiona y ataca hasta la unidad de España, cuando más reconocida está su diversidad y más descentralizado su gobierno. O España vuelve, y pronto, al espíritu de la Transición que inspiró Suárez, o nuestro futuro como nación próspera y unida y como Estado social y democrático de derecho peligran seriamente. Determinación, valentía, altura de miras, sentido común, voluntad, capacidad de diálogo y búsqueda de consensos son algunos de los valores que Suárez ha legado a la clase política española; espero que, pasadas sus honras fúnebres, se le siga honrando aceptándolo.