El pasado día de San Miguel -29 de septiembre-, tradicional fecha en la que se apalabraban los labradores con sus “amos”, al igual que el día de San Pedro -29 de junio- lo solían hacer los pastores con los suyos, cuando un apretón de manos tenía más valor que diez firmas, una niña rebelde, incisiva, inconformista y sabia cumplió 50 años; y lo mejor de todo es que, a pesar de ser cincuentona ya, sigue siendo tan niña como siempre, sin necesidad de pactar con el diablo como hizo Fausto para preservar su juventud. La niña de 50 años a la que me refiero es argentina, pero a la vez es de todas partes y de ninguna; y digo de ninguna parte porque está tan enfadada con el mundo que hasta es autora de una frase que, todos, en más de un momento de nuestras vidas, hemos dicho o, al menos, pensado: “Paren el mundo, que me quiero bajar”. Pongamos que hablo de Mafalda, la niña de comic que creara Quino en 1964, publicándose sus personalísimas, sarcásticas e ingeniosas tiras inicialmente en el diario bonaerense “Primera Plana”, para después pasar a ser publicadas en medios de comunicación de medio mundo y siendo traducidas a más de veinte idiomas, lo que avala que esa niña argentina, también sea nacional de todos aquellos países en los que se han editado y disfrutado sus viñetas. No es fácil, no, ser argentina y al tiempo cosmopolita como lo es Mafalda, lo que constituye toda una lección para los mayores de que, si se quiere, se puede renunciar a la patria chica y hasta a la grande, si esas patrias son sólo para diferenciarse y separarse de los demás, con prepotencia, soberbia y egoísmo. No fue Mafalda, sino Rilke, quien afirmó atinadamente que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Y así, siguiendo la reflexión del poeta austriaco, puedo decir y digo que la verdadera patria de Mafalda es ella misma, aunque sea más argentina que el tango, los gauchos, Maradona, el chorizo criollo y la Pampa.
La suerte de ser una niña de dibujo, aunque la genialidad de su creador le haya ido dotando de personalidad y hasta de alma, es que puede seguir siendo niña toda la vida, y eso que Mafalda es una niña, más que madura, posmadura, si nos atenemos a algunas de sus reflexiones, como la de parar y bajarse del mundo antes citada, o esta otra que parece todo un tratado de filosofía, algo muy argentino por otro lado: «No es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que pasaba era que los que estaban peor todavía no se habían dado cuenta”. Hay que tener las cosas muy claras, y especialmente un carácter muy fuerte, para enmendarle la plana, nada más y nada menos que a un poeta de la talla de Jorge Manrique que, en sus conocidas “Coplas a la muerte de su padre”, hace ya cinco siglos y medio, afirmó justo lo contrario que Mafalda: “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
Quino no dejó nunca a Mafalda que dejara de ser niña y creciera, y eso puede parecer una crueldad o justamente lo contrario, depende del color del cristal con que se mire, como le ocurre a la verdad y a la mentira, según dejó dicho Campoamor. A mí me parece que los niños siempre quieren ser mayores porque nunca lo han sido; si lo fueran un ratito y se dieran cuenta que ser mayor también tiene sus inconvenientes, algunos de ellos muy comprometidos, especialmente asumir responsabilidades, puede que muchos niños optaran por ser como Mafalda, una niña para toda la vida; pero, eso sí, una niña con más “mili” que el palo de la bandera, como expresivamente decíamos los reclutas novatos de reemplazo cuando hablábamos de los que estaban a punto de licenciarse, algo que en ese momento nos parecía inalcanzable y más lejano que los horizontes de la mítica película del oeste dirigida por Anthony Mann. Pero si Quino no dejó nunca crecer a Mafalda, a pesar de haber cumplido 50 años, estoy seguro que no fue por negarla la adolescencia, la juventud y la madurez, que son las tres etapas de la vida que habría consumido en sus cinco décadas de vida de haber sido mortal, sino porque necesitaba que sus profundas reflexiones partieran de la boca de una niña para que parecieran ingenuas, cuando eran justamente lo contrario. Así se sortea a la censura y a la cerrazón de algunos, no pocos, que son incapaces de pensar porque el pensamiento, como el saber, no ocupa lugar y, por tanto, no se puede comerciar con él; o, al menos, no se debe.
Termino ya esta atípica celebración del cumpleaños a Mafalda con una frase suya que, muy probablemente, explique el por qué Quino no haya querido nunca que dejara de ser niña y que, ojalá, fuera de aplicación a todos los niños del mundo que no son de dibujo y que sí que van a crecer, salvo que se mueran de hambre, de enfermedad o les destroce una bomba, todo ello retransmitido puntualmente y al detalle por televisión, por supuesto: “la vida no debería despojarlo a uno de la niñez sin antes darle un buen puesto en la juventud”.