Ha tardado en ver la luz pero ha merecido la pena. El Ayuntamiento de Guadalajara ha hecho un doble gran trabajo en la rehabilitación y reforma de las antiguas naves del matadero municipal para ubicar en ellas el Museo Francisco Sobrino. Y digo doble y creo decir bien, porque tanto el continente como el contenido me parecen magníficos. Por una parte, el proyecto arquitectónico era muy bueno y se ha ejecutado bien, a pesar de la interrupción sufrida en las obras durante varios meses por el fiasco empresarial de la mercantil que fue primera adjudicataria de las mismas, y, por otra, la museización del espacio y las obras de Paco Sobrino que en él se albergan también se acercan a la excelencia, y eso que la familia ha aportado bien poquito “gratis et amore”, por lo que el Ayuntamiento ha tenido que comprar obra del autor y obtener otra mediante cesión de particulares, en unos casos definitiva y en otros, temporal.
Bien está que una ciudad como la nuestra, que ha vivido tantos episodios lamentables de demolición de edificios con arquitecturas singulares e, incluso, de valor histórico-artístico, unas veces por causas bélicas y otras puramente negligentes y/o especulativas, haya recuperado una singular arquitectura como la original de las antiguas naves del matadero y la haya integrado eficazmente en el gusto y las formas actuales de proyectar y construir, bien en nueva planta o bien rehabilitando, como ha ocurrido en este caso. También está pero que muy bien que en esta Guadalajara, desmemoriada con excesiva frecuencia, unas veces porque sí y otras porque también, vaya a quedar recuerdo permanente del nombre de un artista de talla internacional, aquí nacido en 1932, como es Paco Sobrino, y de su obra, realizada o expuesta en lugares de medio mundo: Argentina, Estados Unidos, Venezuela, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Suiza, Israel… y, por supuesto, España.
El Francisco Sobrino es, al menos en estos sus primeros días de andanza, un pequeño museo de arte contemporáneo, pero muy grato de ver para quienes no somos ni entendidos ni iniciados en este tipo de manifestación artística y que, francamente, hasta lo pasamos regular, por no decir mal, cuando asistimos a alguna exposición de este arte actual o, incluso, vamos a un centro integralmente dedicado a él, como por ejemplo el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, ubicado en la ciudad de León, un moderno, espectacular y colorista continente que atrae al visitante como la miel a las moscas, pero en el que en su interior, las más de las veces, sobran metros y metros de espacio expositivo, lo expuesto es poco visitable y falta quienes lo visiten, como he sido testigo. La escultura –y el dibujo y la serigrafía, entre otras técnicas y formas de expresión que cultivó- geométrica, bidimensional y cinética de las obras de Sobrino, sus estructuras y sus juegos con el espacio y la luz, con el movimiento y la autoenergía, son contemporáneas al máximo, han marcado tendencia y han creado escuela, pero tienen la virtud de ser muy atractivas visualmente para quienes las contemplan, sean iniciados o no en el arte. Me consta que una amplia mayoría de los primeros centenares de visitantes que ha tenido este Museo comparten conmigo esta opinión y han salido satisfechos de su visita, aunque no conozcan ni comprendan gran parte de la intención y repercusión de la obra de Sobrino. No hace falta. Lo original se distingue fácilmente del plagio y lo bello es siempre bello, sin necesidad de que un manual o un crítico así lo certifique.
Conocí personalmente a Paco Sobrino cuando volvió por Guadalajara, después de muchos años residiendo en Alicante, Madrid, Buenos Aires y París, y montó su taller en el viejo molino de Utande; en ese tiempo, concretamente en 1998, montó aquí una exposición retrospectiva suya (1958-1998) que ocupó distintos espacios urbanos, desde el Palacio del Infantado a la Plaza de Santo Domingo, pasando por la calle Mayor, y que supuso que sus paisanos le reconociéramos como tal y le conociéramos como artista pues, hasta ese momento, su única obra instalada en Guadalajara, aunque muchos desconocían su autoría, era una escultura arquitectónica de 20 metros de altura, realizada en 1989, compuesta por elementos modulares en rotación, relaciones opuestas, de hierro pintado en blanco, que está ubicada en el km. 54 de la A-2, en medio de la gran rotonda situada junto al centro comercial “Eroski” y que, siendo yo concejal del Ayuntamiento, se empleó como imagen de la ciudad en los actos de bienvenida del nuevo siglo y el nuevo milenio en 2000. Recuerdo que, en una ocasión, le propuse a Paco denominar esa escultura como “Escalera al cielo” y él me miró como perdonándome la vida, por lo que jamás volví a intentar poner nombre a lo que, por cierto, muchos médicos de Guadalajara llaman “el cromosoma”.
Si alguien no entiende o no termina de entender la obra de Paco Sobrino cuando vaya a ver el Museo, le recomiendo que lea detenidamente estas palabras suyas que se reproducen en una de las paredes de entrada a las salas de exposición y que son muy esclarecedoras: “Lo que me preocupa es el control de lo que hago, la claridad de la expresión. Es más importante la claridad de una palabra que un grito oscuro. Y me inquieta la comprensión, que se me comprenda. Por eso, el mío es un proceso de búsqueda de claridad. El uso de formas geométricas no es por gusto estético, sino por claridad, por tratar de buscar vocabularios nuevos. Mi obra quiero que sea comunicable, comprensible. No me interesan los monólogos”.
El Francisco Sobrino es un Museo que hay que ver, sin duda, y en el que espero y deseo que no sólo se reivindique su figura y exponga su obra, sino también la de otros grandes artistas guadalajareños del siglo XX, como los pintores Regino Pradillo y el recientemente fallecido Carlos Santiesteban, el escultor José de Creeft o el fotógrafo José Ortíz Echagüe, que conforman un repóquer de talentos aquí nacidos, al que podrían y deberían sumarse otros nombres. En fin, este Museo -que como reconoció el alcalde, Antonio Román, el día de su inauguración, nació gracias a una propuesta que hizo en su día ese extraordinario guadalajareño que es Javier Borobia- es un nuevo continente cultural que gana la ciudad, especialmente inquieta y productiva en los últimos años en dos importante ámbitos de acción y de necesaria promoción: la cultura y el deporte. Mi aplauso y reconocimiento por ello a sus respectivos concejales responsables, Isabel Nogueroles y Eladio Freijo, y, por supuesto, al propio Alcalde.
P. D.- Hace unos días que mi buen amigo Juan Antonio de las Heras ha anunciado que no continuará en la política municipal, después de 16 años de ser concejal en el Ayuntamiento de Guadalajara (1999-2015), su ciudad de residencia desde hace 30 años, y de otros cuatro en el de Sigüenza (1995-1999), su muy querida ciudad natal, así como tras cuatro mandatos como diputado provincial (1995-2011). Juan Antonio es una excelente persona y un político honesto y preparado como pocos y que hace mejores a sus compañeros. Siempre ha dejado impronta de su “auctoritas” en todos los grupos políticos de los que ha formado parte y su vocación de servicio público puede ser igualada, pero no superada. Ha cometido errores, sin duda, pero han sido muchos más los aciertos y sólo se equivocan quienes toman decisiones; y él ha tenido que tomar muchas y no siempre fáciles, me consta. Que alguna palabra o algún gesto dichos o hechos a destiempo, no emborronen su limpia y brillante hoja de servicios como político que, espero y deseo, por el bien de las ideas liberales y de Guadalajara, no se cierre pronto porque, aunque “Juanan” o “Delas” –como le conocemos sus muchos amigos- puede que ya sea demasiado viejo para el rock and roll, aún es demasiado joven para morir, políticamente hablando, y parafraseando al gran Ian Anderson, el líder del mítico grupo Jethro Tull.