Como la mamá de la película de Carlos Saura, el 11 de mayo Camilo José Cela cumple/cumplió -para quienes lean este post en fecha posterior- cien años; mejor dicho, cumpliría, así, en condicional, si hubiera vivido para contarlo, algo que no se ha dado pues, como es sabido, falleció el 17 de enero de 2002, a la edad de 85 años. Lo que sí se cumple/cumplió el 11 de mayo de 2016 es el centenario de su nacimiento, efeméride que está motivando la celebración este año de numerosas actividades y actuaciones conmemorativas por parte de diversas instituciones, entre otras la Fundación Pública Gallega Camilo José Cela -tutelada por la Xunta de Galicia-, la Real Academia de la Lengua, el Instituto Cervantes, la Diputación Provincial de Guadalajara y la Fundación Charo y Camilo José Cela, que preside Camilo José Cela Conde, el único hijo del escritor gallego, y que será la encargada de pilotar el órgano administrativo que el Gobierno de España ha creado recientemente para encargarse de la ejecución del programa de apoyo a la celebración del centenario de su nacimiento.
Aunque Cela es un autor de relevancia mundial, circunstancia que le llevó a obtener el Premio Nobel de Literatura en 1989, no creo caer en el pecado de localismo/provincianismo si trato exclusivamente en este post sobre su vinculación con la provincia de Guadalajara pues, realmente, fue mucha y, como es sabido, no sólo literaria, especialmente a través de su magnífico “Viaje a la Alcarria”, sino también vital pues se avecindó en la capital casi una década, entre 1988 y 1997 en que marchó a vivir a Madrid, donde falleció menos de cinco años después. Sobre ese cambio de residencia de la capital alcarreña a la de España, el propio Cela dejó escritas estas reveladoras y sentidas palabras en su columna de ABC, que llevaba por título “Desde el palomar de Hita”, en su entrega del 27 de julio de 1997: “Ahora que me voy con la música a otra parte y no sin mi remota pena lastrándome el corazón y el güito del alma, quiero dejar paladina constancia de mi amor a Guadalajara, a cuyas piedras, a cuyas yerbas y a cuyos hombres expreso desde aquí mi gratitud por su mantenida hospitalidad”. Bien es sabido que Cela marchó a Madrid, más que por su propia voluntad, por la de su entonces esposa, Marina Castaño, con quien precisamente contrajo matrimonio por lo civil en Guadalajara. Hasta aquí quiso escribir sobre esta cuestión en el artículo antes referido: “El hombre propone, a veces, y Dios dispone, de cuando en cuando; lo digo porque las cosas no siempre marchan al pelo de la voluntad, sino que, con harta frecuencia, se perfilan al contrapelo de las circunstancias y otras desidiosas aventuras”.
Cela dejó atrás, sí, su tercera residencia en Guadalajara en 1997 -vivió por un tiempo en casa de Paco Marquina y María Antonia Velasco, después en un chalet en El Clavín y, finalmente, en otro en “El Espinar”, en la ribera del Henares, junto a la carretera de Fontanar-, pero cuando el escritor se bajó del tren que le traía de Madrid en la estación de Guadalajara, el 6 de junio de 1946, para pisar por primera vez la tierra alcarreña e iniciar su viaje a ella, suscribió un contrato de afecto, presencia y vinculación permanente con esta comarca guadalajareña, como él mismo subrayó al dejar escritas estas significativas palabras tras su firma en el Libro de Honor de la Diputación Provincial, el 20 de diciembre de 1989, apenas unas semanas después de ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura: “Siempre en la Alcarria”. Precisamente, la noticia de la concesión del prestigioso premio de la Academia sueca la conoció en su entonces residencia guadalajareña de El Clavín.
Es una evidencia que, más que la obra, la figura de Cela no despierta simpatías en algunos sectores, especialmente de la izquierda de este país, que siempre le acusaron de censor -por cierto, él fue censurado, pues La Colmena se prohibió en España en 1951-, de franquista y, últimamente, hasta de delator. No voy a meterme en ese charco porque no quiero y porque voy a poner en práctica las, a mi juicio, ponderadas, juiciosas y justas palabras de Darío Villanueva, el secretario de la RAE y experto en la obra del Nobel gallego, además de amigo personal: «pido respeto para la figura de Camilo José Cela; un escritor es lo que ha escrito, no lo que haya dicho o hecho«.
Respetando la figura de Cela, pero también la de aquellos a quienes no les despierta simpatías, hago caso a Villanueva y voy, sólo rápida y someramente pues la contención lo aconseja, a lo que el autor de Iria Flavia escribió tras viajar físicamente a Guadalajara en 1946 pues su Viaje a la Alcarria es un libro que he leído más de una veintena de veces y, cada vez que lo hago, descubro algo nuevo en él y siempre de una elevada altura literaria. En Viaje a la Alcarria no sólo hay el relato de un viaje con especial referencia al paisaje y al paisanaje que el autor se encuentra en el camino, ni únicamente el retrato de posguerra de una parte de la España rural, que, por supuesto, están ahí, sino que en lo formal se pueden encontrar en él influencias y referencias de la Generación del 98, especialmente de Unamuno y de Azorín, por ejemplo cuando el escritor gallego escribe del duro agro castellano que recorre o los ambientes en las tabernas alcarreñas, como la de Sacedón: “El café está de bote en bote, la atmósfera se podría cortar con un cuchillo. En algunas mesas se juega al dominó y en otras al naipe. Dos solitarios echan en un rincón una partida de ajedrez (…)“. También hay algo en su pluma de la de Pío Baroja al describir estancias y habitaciones con la precisión de un notario haciendo inventario de testamentaría, como en la posada de Brihuega: “En las paredes del comedor hay un reloj de pesas, un canario que se llama Mauricio, metido en su jaula de alambre dorado, y tres cromos de colores violentos, chillones, con marco de metal. Un cuadro representa el cuadro de Las Lanzas; otro, Los Borrachos, y otro La Sagrada Familia del pajarito. Dos gatos rondan a lo que caiga”. Más evidente es aún su cercanía a Juan Ramón Jiménez cuando deja la épica y se echa en manos de la lírica en el valle del Tajuña, camino de Cifuentes, acompañado del viejo de “pelo gris y los ojos tristes y meditabundos” y su burro Gorrión/Platero: “Duérmete, burrillo manso,/que ya es la hora./Ya te has comido la flor/de la amapola”. Y, si nos lo proponemos, podríamos encontrar en Viaje a la Alcarria, porque están ahí, muchas más sintonías y proximidades con otros grandes escritores españoles que frecuentaron la literatura viajera, o la geográfica, porque, como dijo Alonso Zamora Vicente, al tratarse de una obra de este tipo, y especialmente en lo que se refiere al paisaje, “Cela cumple con reflejar lo que ve y con no inventar. Para inventar ya están otras esquinas de la literatura”. El paisanaje ya es otra cosa, porque es evidente que no todos los personajes de los 57 principales que tiene la obra, son reales, sino que un significativo número de ellos son literarios.
Termino diciendo que el mejor homenaje que se le puede rendir a un escritor es leer su obra, y, de entre ella, les recomiendo encarecidamente que, si aún no lo han hecho, vayan raudos a la librería y compren, para ustedes mismos o sus cercanos, un ejemplar, aunque sea de una edición barata de bolsillo, de Viaje a la Alcarria. Y que lo lean y lo inviten a leer. Como también pueden, y en cierta medida, deben, leer algunas de las nuevas ediciones o reediciones de estos títulos que tratan, y bien, sobre el viaje alcarreño de Cela y/o sobre el propio escritor; tomen nota: “Cela. Retrato de un Nobel”, de Francisco García Marquina, presentado el viernes, 6 de mayo, en la Feria del Libro de Guadalajara; “Guía del Viaje a la Alcarria”, también de Marquina; “Buscando a Cela en la Alcarria”, de mis maestros en el periodismo, compañeros y amigos Salvador Toquero y Santiago Barra, cuya segunda edición se presenta/presentó el mismísimo 11 de mayo, a las 19,30 horas en el Centro San José, y “Las cosas de Don Camilo”, de Pedro Aguilar, cuya nueva edición también va a ver la luz en estos días.