Corrían los principios de los años setenta del siglo pasado cuando el gran guitarrista mejicano, Carlos Santana, sacó una de esas canciones que al sonar en las discotecas bajaba la intensidad de la luz, hacía que los bailongos de suelto se fueran a la barra a tomar un medio de Larios con Coca Cola y las parejas ocuparan su lugar en el centro de la pista para bailar agarradas hasta donde ella lo permitía. Me refiero a “Samba pa ti”, un tema que, como era habitual en aquella etapa musical de Santana, llevaba a máximos los agudos del punteo de su guitarra, una mítica PRS que vino a romper la dicotomía previa entre la Fender y la Gibson como instrumentos eléctricos top de cuerda. A “Samba pa ti” le siguieron otros inolvidables temas del músico jalisciense que también dejaron huella en las pistas de baile de las discotecas de medio mundo y parte del otro medio: “Europa” o “Mujer de magia negra”, entre ellas; la primera, una canción lenta que también ponía a cien los corazones de los enamorados y les invitaba a arrimarse en la pista bien agarrados y, la segunda, una extraordinaria combinación de blues y de rock, compuesta por Peter Green, el guitarrista de la banda inglesa Fleetwood Mac, a la que Santana añadía la angostura latina. Confieso que las bandas sonoras de mi adolescencia más hormonal fueron “Samba pa ti” y “Europa” porque el tempo lento de ambos temas y los agudos de los punteos de Carlos Santana me llevaban a soñar con los pies que es la metáfora con la que otro grande, Joaquín Sabina, define al baile; y, recordemos, que los hijos de aquellas primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX éramos carne de discoteca, el lugar que más parejas ha unido con el permiso de las iglesias y de los juzgados.
Confieso que hoy iba a escribir solo de política, aunque cada vez me da más pereza hacerlo porque, convendrán conmigo, el patio actual de la cosa común en España, y aún en parte del extranjero, está como de mírame y no me toques. Bueno, más que un patio, parece un gallinero porque la clase política de esta hora no hace más que piar y tratar de picotear al contrario, con la inestimable y ya imprescindible ayuda de las redes sociales que se han extendido como yedra pero han reducido los mensajes a un número de caracteres limitados. En ellas, todo el mundo practica -mejor dicho, lo hacen los “community manager” a sueldo que pagamos todos- el “zasca pa ti”, que es una bofetada dialéctica que dura en la red menos que duraba la música lenta en las discotecas. ¿Entienden ahora por qué he comenzado hablando de Carlitos Santana?
Aunque seguramente a muchos blogueros, especialmente a los coetáneos míos, les apetecería más que siguiera hablando del músico que mejor combinó el jazz, el blues, los ritmos afro-cubanos y el sonido latino y que tanto nos ayudó a hacer químico el amor con los agudos largos de su guitarra, la actualidad manda y en España hace tiempo que no dejan de ser noticia permanente los procesos electorales: en cuatro años, hemos sido citados a las urnas en tres ocasiones para celebrar elecciones generales, incluidas las próximas del 10 de noviembre. A estos comicios cabe añadir la triple cita que tuvimos el 26 de mayo pasado, apenas un mes después de celebrarse las últimas generales que, por cierto, solo han servido para que ganaran un pastizal los diputados y senadores electos -y sus numerosos y costosos asesores, por supuesto-, a pesar de que la actividad parlamentaria ha sido casi nula.
A falta de acción legislativa por no haber sido Pedro Sánchez capaz de formar gobierno pese a tener evidentes opciones de hacerlo por su izquierda y su derecha, la clase política -más bien casta ya, por sus privilegios, estanqueidad y sectarismo-, se ha dedicado a tuitear, retuitear y dar zascas, “pa” ti, “pa” mí, “pa él” y “pa” quien hiciera falta, en un juego virtual de tortazos dialécticos que me recuerda muy mucho a un cuadro de Goya que es una alegoría de la España de todo tiempo: “Duelo a garrotazos”. Así las cosas, y mientras la economía española da síntomas de estar constipada e, incluso, ya tiene tos perruna, dolor de cabeza y algo de fiebre, señales más propias de males mayores, en vez de ponerse remedio temprano a signos tan alarmantes en forma de un gobierno fuerte y serio, nos convocan de nuevo a elecciones a ver si el resultado le gusta y conviene más al convocante. Las elecciones son, efectivamente, la fiesta de la democracia, como se hartan de repetir de forma recurrente los políticos en las jornadas electorales, pero la fiesta siempre llega y tiene sentido después del trabajo y, en esta ocasión y en alguna de las precedentes, nuestros representantes no han dejado de estar de fiesta y, de trabajar, lo que se dice trabajar, bien poquito. Eso sí, han cobrado -ellos y sus muchos y caros asesores, vuelvo a repetir- como si se hubieran deslomado, cuando ni siquiera se han arremangado. Hemos vivido meses de pura cohetería política, de impostura y sobreactuación, vamos.
El bipartidismo, al que tantos males se han achacado, empieza a parecer un problema menor comparado con las consecuencias que, al menos hasta el momento, ha traído el multipartidismo. La democracia, más que una forma de gobierno, es una suma de actitudes de diálogo, tolerancia y respeto hacia lo que piensan y hacen los demás, y una invitación continua a la negociación y al acuerdo en beneficio colectivo, algo que está laminando el tacticismo político de mirada miope, trufado de populismo. Y negociar no es imponer, sino ceder; eso sí, sin sobrepasarse nunca las líneas rojas de la unidad de España, de la igualdad de derechos y de deberes de todos los españoles y los demás principios y preceptos contenidos en la Constitución, que es revisable y modificable, sí, pero no incumplible y, menos aún, pisable.
Si en aquella estupenda fábula de la España de la Guerra Civil que se representaba en “La Vaquilla”, de Berlanga, la trataban de torear y después comer las dos Españas de esa difícil y cruenta hora, a la actual la están trasteando ya cinco y subiendo, además de los nacionalistas que siempre han jugado a “forçados” con ella. Que no acabe derrengada y cadavérica como la de la película berlanguiana es deber de todos, como también lo es pasar factura a los políticos más inconsistentes, torticeros y veletas; y pongo el adverbio más, porque, lamentablemente, la inconsistencia, la falsedad y la veleidad ya son señas de identidad común a toda la clase política actual. O sea, mi consejo es que voten ustedes a lo menos malo que es votar con la cabeza y no con el corazón. El corazón, ahora, hay que dejarlo, como lo dejábamos cuando éramos jóvenes, para bailar pegados las canciones de Santana.