Vivido ya el llamado “domingo gaudete” -el de la tercera semana de Adviento, en el que la Iglesia proclama la alegría por el cada vez más inminente “re-nacimiento” de Jesús-, el que está por venir, ya está viniendo, al igual que lo que va a ser, va siendo, como afirmaba el exlibris del doctor Castillo de Lucas, médico, escritor, folklorista y etnólogo muy prolífico, estrechamente vinculado a nuestra provincia, y autor, entre otras, de una notable obra: “Historia y tradiciones de Guadalajara y su provincia”, editada por la Diputación Provincial en 1970. Parte significativa de ella relata y describe las costumbres guadalajareñas más arraigadas en el tiempo de Navidad.
La Navidad de 2020, un año duro, complicado, poliédrico y vidrioso como pocos, se va a celebrar en el mismo contexto de pandemia en el que llevamos viviendo -sobre-viviendo, más bien- desde los “idus de marzo”, cuando el terrible y dichoso coronavirus se presentó en nuestras vidas sin avisar, amenazándolas tan seriamente que, a casi dos millones de personas en el mundo, no solo las intimidó, sino que les ha causado la muerte. Además, a muchos millones más les ha afectado la enfermedad, a no pocos les ha dejado secuelas y a todos, sin excepción, nos está condicionando sobremanera nuestras vidas. Eso sí, como siempre, a los más débiles, social y económicamente hablando, no solo les ha condicionado su vivir -su sobre-vivir en este caso, nunca mejor dicho-, sino que directamente se lo ha chafado o comprometido muy seriamente. Un paisaje vital desolador el actual que puede que haya venido para quedarse más tiempo del deseable.
Esta Navidad va a estar tan coartada por el Covid-19 que, hasta las tradicionales cenas y comidas familiares de las fechas más señaladas de este tiempo, Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes, van a tener limitado el número de comensales. Quién nos iba a decir que se iba a producir tal invasión de la privacidad, pero cierto es que de forma absolutamente necesaria porque, de no limitarse la cantidad de reunidos en este tipo de celebraciones, nuestros hogares pueden convertirse en auténticos “infectódromos”, con consecuencias dramáticas. Decía mi abuelo Juan que “de grandes cenas están las sepulturas llenas”; obviamente, ese refrán venía a advertir de lo desaconsejable que es para la salud cenar copiosamente, pero en este caso es también de aplicación porque una ligera y frugal colación al estilo frailuno, si se produce con un gran número de participantes y con que solo uno de ellos esté infectado del virus, puede tener consecuencias letales. En la progresión geométrica de los contagios del Covid-19 y su expansión exponencial, radica su mayor dificultad de control y su verdadera peligrosidad, al tiempo que su virulencia.
Esta Navidad va a estar tan coartada por el Covid-19 que, hasta las tradicionales cenas y comidas familiares de las fechas más señaladas de este tiempo, Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes, van a tener limitado el número de comensales. Quién nos iba a decir que se iba a producir tal invasión de la privacidad, pero cierto es que de forma absolutamente necesaria porque, de no limitarse la cantidad de reunidos en este tipo de celebraciones, nuestros hogares pueden convertirse en auténticos “infectódromos”, con consecuencias dramáticas
Dicho esto, que no deja ser mi llana aportación para concienciarnos de que este año las navidades han de ser lo más contenidas posible en lo que a celebraciones privadas y concentraciones públicas se refiere, quiero redireccionar mi entrada hacia el misterio y el verdadero sentido de este tiempo, tan diluido y opacado por las cosas y los hechos materiales, cuando su esencia es puro alimento y pasto espiritual. Los árboles del consumismo, de las copiosas comidas y cenas, de las juergas desbordadas, de la serpentina, el espumillón, el confeti, las uvas y el champán nos impiden ver el bosque de la sencillez y la humildad más absolutas que es la forma en la que Jesús vino al mundo hace 2020 años. Ningún virus, por letal que sea, va a poder cambiar jamás esa natividad de pesebre, de sagrada familia encabezada por un carpintero, de humildes pastores, de reyes en camino por la tira larga, por el naranjel, por los arenales, por el camino que lleva a Belén… Hace mucho tiempo que a la Navidad le sobran las bacterias del materialismo y los virus que se ensañan con las virtudes y los valores cristianos, que han movido durante dos milenios largos al mundo occidental, que están en la propia esencia y el progreso de nuestra civilización y que son muchos, pero se resumen en tres: fe -confianza en Dios-, esperanza -conducirnos por la vida con luces largas y pensar que la muerte no es el final del camino- y, sobre todo, caridad -solidaridad, fraternidad o como lo prefieran llamar, pero que es, ni más ni menos, que compartir generosamente y renunciar al yo y al nosotros, para potenciar el tú, el él, el vosotros y el ellos-.
Que el coronavirus nos conduzca con prudencia en esta Navidad, pero que no se convierta en una nueva excusa para mirar hacia cualquier parte menos a Belén. Allí está la luz y brilla cada vez con más fuerza pese a que hace ya 2020 años que lo hace. La luz, por contraste, se hace más visible cuanto más la envuelve la oscuridad. La luz brilla, incluso, cuando se cierran los ojos; basta con querer verla.
En mi Belén familiar, tan abigarrado de figuras y elementos escenográficos que parece un homenaje al “horror vacui”, mi añorada conejita “Tambi” mira de pie y de frente al niño en el pesebre, dos pollitos picotean algún grano caído en el suelo, el buey se relame y la mula, ni relincha ni rebuzna, gime. Una oveja orejigacha, tumbada sobre su vientre, mira el cayado de San José como si fuera el de su pastor, mientras otra escocesa de cara negra está muy cerca de la Virgen, como si quisiera que también fuera su madre y no solo la del niño Dios. En el horno se cuece el pan al paso de Melchor y su paje. Cerca de Gaspar hay un río de papel de plata y un puente de solo un ojo. El camello de Baltasar está junto a la fuente en la que, desde su pretil, una gran oca ve en el pilón chapotear a un pequeño zampullín. Unas hojas secas de roble de Arroyo de Fraguas y unas piñas de Las Cabezadas dan carácter provincial al paisaje universal que es la escenografía del nacimiento de Jesús.
¡Feliz, sencilla, verdadera y sensata Navidad!