De un tiempo revuelto a esta parte, y no sólo en nuestro “solar patrio”, las protestas en la calle, sean en versión “escrache”, en tipo pitada/abucheo o en cualquier otro formato de manifestación callejera están proliferando más que las setas de cardo (pleurotus eryngii) en las praderas de Villacadima, después de algunas buenas aguas caídas en las últimas semanas del verano y en un otoño lluvioso pero con temperaturas suaves. O sea, que no hay día que no comamos o cenemos con el “parte” de la televisión, que dirían los abuelos, con una o varias informaciones de protestas, que van desde los afectados en España por las “preferentes” a las puertas de los bancos que les han timado –porque lo que les han hecho se parece mucho al “timo de la estampita”-, a los indignados turcos contra Erdogan en la Plaza Taksim, a los “escraches” de la Plataforma Anti Desahucios de la ya archiconocida Ada Colau o a los pitidos y abucheos que, últimamente, se suelen cebar contra los miembros de la Casa Real, especialmente contra los que más actividad pública tienen: la reina, Sofía, y el príncipe, Felipe, cuando, por cierto, son los que menos culpa tienen del quebranto que, últimamente, ha sufrido la imagen de nuestra monarquía. Casi siempre pagan “justos por pecadores”, desde que Jesucristo así lo sentenció a través de una de sus parábolas.
No se puede, al menos no se debe, meter en el mismo saco cualquier tipo de protesta, porque éstas varían mucho en fondo y en forma. Todo el mundo, evidentemente, tiene derecho a protestar contra lo que cree injusto, errático o que va en contra de sus principios o de sus intereses. Incluso el derecho internacional y, por supuesto, nuestra Constitución, reconocen el de manifestación como uno de los derechos más sustantivos e importantes de los ciudadanos, lo que no es óbice para que esté regulado de tal manera que, para ser autorizadas, las manifestaciones deban cumplir una serie de requisitos previos, que más que limitativos de ese derecho, son garantes del orden público e, incluso, de la movilidad de personas y vehículos, todo un problema en Madrid, que es el “manifestódromo” nacional. Y es que la capital de España es una ciudad en la que, si ya de por sí, es complicado moverse, cuando lo intentas a pie, en coche o en transporte público, un día –o sea, casi siempre- de “manifa”, “escrache”, concentración o algarada cualquiera, es más difícil ir de un sitio a otro que -siguiendo con la micología como recurso de parangón- encontrar una seta de cardo en cualquier pradera ad hoc guadalajareña un fin de semana, por muy buen tempero que haya hecho para los hongos, pues suele haber más buscadores que setas. Muchos de ellos madrileños, por cierto, huyendo del tráfico y… de las manifestaciones y protestas.
La calle es de todos en general y de nadie en particular. Hasta Manuel Fraga –que es uno de los “padres” de la Constitución de 1978 y que aportó mucho en la llamada Transición política española para llevar a la derecha franquista a posiciones democráticas-, cometió el inmenso error de acuñar aquella famosa frase de “la calle es mía”, siendo Ministro de la Gobernación, en 1976; una frase que, precisamente, pronunció con motivo de las duras medidas de represión que las fuerzas de seguridad del Estado aplicaron contra unas importantes movilizaciones sociales que tuvieron lugar en Vitoria, en el inicio mismo de la Transición política.
Repito, la calle no es de nadie, es de todos, pero si aplicamos de manera torcidamente libérrima esa realidad, cometeremos el error de dejarla para unos cuantos, los que más protestan y los que protestan por todo, y, de manera especial, para quienes saben que por el camino de las urnas, que es el más legítimo en democracia, su recorrido es limitado y no les puede llevar hasta donde ellos quieren que, por mucho que disimulen, no es a otro sitio que el poder, en sus distintas formas.
¿Manifestaciones? Sí, las que se convoquen y estén autorizadas, como prevé nuestro Estado de Derecho. ¿Protestas? Las que hagan falta y a través de las vías y los medios legítimos y legales existentes, que no son pocos. ¿”Escraches”? No, por favor. Invadir la privacidad de las personas, por muy pública que sea su actividad, y bordear el acoso o incurrir directamente en él, está muy lejos del concepto ético de democracia, que dice que ésta, más que una forma de gobierno, es una actitud. Incidiendo y perseverando en verdaderas actitudes para la democracia, contribuiremos a su regeneración, que es lo que verdaderamente hace falta, no ir contra ella abusando de su carta de derechos.