Desde la perspectiva de un castellano de Guadalajara que vive en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, región artificial donde las haya, nacida de urgencias –por el llamado “café para todos”- y oportunistas componendas políticas -¿qué carajos pinta Guadalajara en una región en la que no está Madrid?-, algunas de ellas a caballo entre el sainete y el vodevil, las comunidades autónomas sólo tienen sentido si, de verdad, acercan la administración al administrado y son útiles a los ciudadanos. En otros lugares de España –sí, de España-, puedo entender –y entiendo, aunque dentro de sus justos términos, no de manera exacerbada, radical, injusta e insolidaria- que haya un componente de identidad y emotividad regionales que sumar a la valoración que para sus ciudadanos tienen las comunidades autónomas, concepto de organización territorial recogido en la Constitución de 1978, sin duda heredero del de las “regiones autónomas”, pero dentro del “estado español integral” –repito, integral, o sea, único-, que por primera vez se reconocieron en la Constitución republicana de 1931, lo que posibilitó la aprobación de los dos primeros estatutos regionales autónomos españoles, el de Cataluña y el País Vasco –bastante más limitados en competencias que los actuales, por cierto-, y el inicio de la tramitación del de Galicia, que casi coincidió con el comienzo de la Guerra Civil en 1936, quedándose en simples borradores, aún muy en mantillas como para llegar, si quiera, a poder ser considerados anteproyectos, los estatutos regionales de Andalucía, Aragón y Valencia.
A pesar de lo que pueda intuirse en el largo párrafo inicial de este post, mi intención no es dedicarlo a hablar del preocupante momento separatista que se vive hoy en Cataluña –y siempre en el País Vasco, pues la tregua de ETA y la presencia de los abertzales/brazos políticos de la banda aún armada en las instituciones públicas son dos caras de la misma moneda- y en el que espero altura de miras de la clase política catalana, en particular, y española, en general, pues, como decía el Guerra torero, “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”, o sea, que ni la celebración de un referéndum pro-independentista ni la independencia misma caben en la vigente Constitución española, como hasta los dos últimos presidentes socialistas del gobierno español, Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, han manifestado públicamente, al tiempo que apostaban por una reforma de la Carta Magna para hacer posible el federalismo en España, algo que ya es prácticamente un hecho, pero que si también es un derecho terminará por ser una mullida alfombra para alimentar el ya sobrealimentado separatismo, al tiempo que una encrucijada política cercana al esperpento pues, ¡qué quieren que les diga: yo no veo ni en pintura, ni a Castilla-La Mancha ni a otras comunidades, como un estado federado al Estado español, ni mucho menos aún que haya estados federados y otras regiones sean sólo eso, regiones, o sea, que lleguemos al llamado “federalismo asimétrico”, invención del socialista catalán Pascual Maragall, y que en el fondo es una propuesta de que unos españoles sean y tengan más que otros!
Volviendo al principio, es una evidencia que, incorporándose Guadalajara a Castilla-La Mancha, la administración, lejos de acercarse, se nos ha alejado, pues si con el estado centralista de Franco la teníamos en Madrid –nuestra capital nacional de derecho y regional de hecho-, ahora con el estado autonómico la tenemos en Toledo y, lamentablemente, en vez de descentralizarse el poder que allí se ha ido concentrando con las transferencias, a lo más se ha desconcentrado –yo creo que ni eso-, que es un concepto bien distinto del de descentralización, como sabe hasta un alumno poco aplicado de Derecho. O sea, que las decisiones de calado se toman en Toledo, allí se ingresan y reparten los cuartos y aquí sólo se hace burocracia.
El concepto de utilidad al que también me he referido antes, tan clave en economía, podemos examinarlo muy gráficamente en su aplicación práctica en Castilla-La Mancha con lo que ocurre en la sanidad, como oportuna y sensatamente ha reflexionado, hace tan sólo unos días, Ramón Ochoa, presidente del Colegio de Médicos de Guadalajara –perdón, que ahora los antiguos colegios oficiales de las provincias son meras “delegaciones” del regional- y del de Castilla-La Mancha: «Las autonomías se han hecho para beneficio de los españoles, no puede ser que se conviertan en un obstáculo”, ha dicho, con buen criterio, el doctor Ochoa, a raíz del anuncio hecho por la ministra Ana Mato de la puesta en marcha de la tarjeta sanitaria única para toda España, algo que debería haber sido operativo desde el mismo momento en que se comenzaron a realizar las transferencias sanitarias a las comunidades autónomas y así nos habríamos evitado -es tan sólo un ejemplo- el bochorno que vivió una familia guadalajareña que acudió a las urgencias de un centro de salud andaluz el pasado verano y les atendieron al acabar las consultas, sin registrar documentalmente la atención “y por favor”, porque su tarjeta del SESCAM no era válida allí. Y para que les hicieran una receta, tuvieron que dedicar dos mañanas al papeleo y adelantar el pago del medicamento de su bolsillo. Tan mal lo pasaron, que estaban decididos a, al año que viene, sacarse la tarjeta sanitaria europea, como si, en vez de a Almuñécar, fueran a veranear a Mikonos.
Sin salir de Castilla-La Mancha, y como el propio doctor Ochoa comentaba, no es precisamente razonable que “para hacerse una prueba de Medicina Nuclear, un guadalajareño tenga que ir a Ciudad Real, teniendo Madrid a treinta minutos, o que en unas comunidades autónomas sean gratis unas vacunas y en otras no”. Se mire como se mire y por mucho que se quiera coger el rábano por las hojas para tratar de justificar lo injustificable, estos hechos, reales como la vida misma y que a diario padecemos los guadalajareños, se alejan sideralmente del espíritu y la letra del artículo 14 de nuestra Constitución que, literalmente, dice: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.
Antes de modificar la vigente Constitución, y menos aún para abrir definitivamente la puerta a que haya españoles de primera, de segunda y de tercera, lo que hay que hacer es cumplirla y hacerla cumplir, que es lo que juran o prometen los políticos cuando acceden a cargos públicos.