De Locomotoro al colesterol catódico

Confieso que pasé mucho tiempo de mi infancia e, incluso, de mi adolescencia delante del televisor porque TVE había comenzado sus emisiones regulares apenas cinco años y un día antes de nacer yo, por lo que la tele y un servidor casi pertenecemos a la misma generación y crecimos juntos. No es que fuera un niño especialmente hogareño y retraído, bien al contrario, me encantaba estar y jugar fuera de casa, especialmente en aquellos años sesenta en que las calles de Guadalajara eran aún más de las personas que de los coches, pero en cuanto tenía oportunidad me ponía delante de nuestro televisor en blanco y negro, marca Telefunken, y no parpadeaba para no perderme un segundo de lo que echaban por la tele, como decía como recurrente latiguillo, no hace mucho, un comentarista de la Fórmula 1, minutos antes de que Fernando Alonso y cía. comenzaran a pisar el acelerador de sus coches en cada Gran Premio.

Aunque ahora, con la TDT, las parabólicas y las televisiones de pago las opciones de sintonización de canales y de programas son casi infinitas, en mis primeros años de vida y en los de la televisión no había más opciones que ver en España que, por supuesto, la española, y además emitiendo en un único canal, en VHF, hasta que en 1966 comenzó a emitir un segundo canal, en UHF. La VHF, o sea, el primer canal –lo que ahora es “La Uno”-, se pudo ver relativamente pronto en casi toda España, sobre todo en las zonas urbanas, gracias a los grandes postes repetidores que se instalaron en lugares estratégicos, como por ejemplo en Trijueque y en Maranchón, por no salir de la provincia. En cambio, la UHF –que ahora es “La Dos”, la de los documentales de animales que todo el mundo dice ver pero que casi nadie ve y la de “Saber y ganar”, ese gran y longevo programa-concurso cultural que presenta Jordi Hurtado, el hombre que, como Fausto y Dorian Gray, parece haber pactado con el diablo para no envejecer- tardó muchos años en poder verse en todo el territorio nacional, exactamente hasta principios de los años 80 en que, con motivo de la celebración en España del Mundial de Fútbol de 1982, el del “Naranjito”, se instalaron repetidores y micro-repetidores masivamente –sólo en Guadalajara, la Diputación instaló más de un centenar en otros tantos pueblos-, para que pudieran verse los partidos de esta competición que se retransmitieron a través de la segunda cadena. Aquella fuerte inversión constituyó luego todo un fiasco pues España fue eliminada muy pronto y el personal, decepcionado, pasó casi olímpicamente del campeonato, que terminó ganando la Italia de Dino Zoff y Paolo Rossi con su aburrido pero efectivo “catenaccio”.

Mis primeros recuerdos de la televisión están ligados a las reparadoras y bien ganadas meriendas que hacía al volver del colegio, a las seis de la tarde –me gustaba mucho el pan tostado con mantequilla y azúcar, aunque no le hacía ascos a un bocadillo de cualquier tipo de embutido, especialmente de salchichón suave, tipo Olot-, en las que entre bocado y bocado me encantaba ver a Los Chiripitifláuticos, aquellos entrañables y divertidos personajes de cuyos nombres aún me acuerdo de carrerilla: El Capitán Tan, Valentina, Locomotoro y el Tío Aquiles. Tampoco parpadeaba viendo Rin-Tin-Tin, la mítica serie de aquél precioso e inteligente perro pastor alemán que acompañaba al cabo Rusty en sus aventuras en el Oeste americano, un espacio y un tiempo muy televisivos, por cierto, y que tenía un extraordinario poder de convocatoria cada vez que se proyectaba una serie –por ejemplo, Bonanza– o una película ambientada en él. Alguna vez, antes de que salieran los famosos “telerines” cantado su mítica cancioncilla/consejo de “Vamos a la cama que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar”, permanecía en el cuarto de estar, donde estaba la tele en mi casa, más haciendo que estudiaba que estudiando, y echaba un vistazo a las series dramáticas que se emitían a diario antes del telediario –mi padre le llamaba “el parte”-, de las que recuerdo títulos como “El Conde de Montecristo” o “El Clavo”, producciones muy limitadas de medios comparadas con las actuales, pero siempre ofreciendo unas extraordinarias interpretaciones dramáticas por parte de actores de la talla de Pepe Martín, Pablo Sanz, Jesús Puente, José Bódalo, Lola Herrera, Ana María Vidal o Luisa Sala, entre otros. Cuando mis padres me  perdonaban “el rombo”  que se insertaba en la esquina superior derecha de la pantalla e indicaba que la obra no era “apta” para menores de 14 años –los dos rombos para los mayores de 18 me los perdonaron muy pocas veces-, a pesar de ser todavía niño me gustaba mucho ver el teatro en aquél, al menos para mí, magnífico programa que fue Estudio 1. Gracias a él conocí las mejores obras de la más escogida nómina de autores dramáticos españoles de todos los tiempos, aunque yo tenía especial preferencia por las de Buero Vallejo, por ser familiar y paisano. Antes que en el teatro, vi obras de Buero en la tele como “Hoy es fiesta”, “El concierto de San Ovidio” o “En la ardiente oscuridad”, y recuerdo aún con admiración las excelentes interpretaciones de los personajes de ciego que hacía José María Rodero en estas dos últimas obras.

Según se fue quedando atrás mi niñez y después la adolescencia, al tiempo que la tele también iba creciendo –en unos casos madurando y en otros despitándose-, me fui alejando de ella porque las responsabilidades y el tiempo que debía dedicar a los estudios iban siendo cada vez mayores y, lo que quedaba libre, no quería  regalárselo a las 625 líneas, sino que me lo dejaba casi todo enterito para mis amigos y, por supuesto, para mis primeros amores que, como es fácilmente imaginable, no siempre fueron correspondidos. De estar muy unido de niño a la tele pasé a despegarme cada vez más de ella de joven; incluso, a cuestionarla y hasta criticarla ácidamente, asumiendo casi como propia la letra de aquella canción-protesta de Ángel Parra que en dos de sus estrofas decía:

Con la tele me dan ganas

de comprar rifles y bombas,

de asesinar a un anciano

y nadar en Coca-Cola.

 

Qué apasionante es la tele

con sus videos de amor,

prostitutas que se salvan

al casar con un señor,

treinta años mayor que ellas

y millonario el bribón.

                Pasado el sarampión de la juventud, tanto mía como de la tele, el tiempo nos volvió a reencontrar casi a la fuerza, aunque no a reconciliar y mucho menos a emparejar, porque a mi edad ya no estoy dispuesto a entregarme con pasión a la pequeña pantalla y ella, la verdad, es que pone muy poco de su parte para hacerse realmente atractiva pues la mayor parte de la programación es o se acerca a la telebasura, las series –salvo honrosas excepciones- se hacen como churros y, por tanto, son puro colesterol catódico, o pagas o no ves deporte del bueno, las tertulias políticas ya hartan y la mayor parte de las películas están más vistas que el TBO, la revista española de historietas que dio nombre a los tebeos. O sea que, o nos tapamos la nariz y tragamos con lo que nos echan en la tele, o no nos queda otra opción que ver documentales en La Dos –o, al menos, decir que los vemos- o en los canales temáticos. Bueno, sí tenemos otra opción: apagarla.

 

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