Tenía pensado hablar del otoño que empieza ya a insinuarse en las vegas que le nacen a la Alcarria desplomándose entre los llanos, como cortando a “tajuña” la tierra como un cuchillo lo hace a la mantequilla. Iba a hablar del otoño que ya se adivina, como el mar de la bonita canción de Aute, en los tupidos bosques de la ribera del Alto Tajo, el río que nos lleva de los gancheros y de Sampedro, pero que progresivamente lleva menos… agua. Quería hablar del otoño que pronto se manifestará rotundo en el Hayedo de Tejera Negra, el micro-paisaje culmen en ese espectacular macro-paisaje que son las Serranías del Norte de Guadalajara, cada vez más bellas pero cada vez más solitarias y silenciosas. Mi intención era hablar de ese otoño que ya amarillea en los sotos fluviales de la Campiña que delimitan el Henares y el Jarama, en sus tramos medios, ayudados por el Sorbe y el Torote, tierras antes de hasta tres cosechas a las que, en algunas de ellas, les crecieron casas como a la piel un sarpullido. Tocaba ya hablar del otoño y quería hablar de él porque a la provincia de Guadalajara, y no es la primera ni será la última vez que lo digo, este tiempo le viene como a una mano un guante, incluso aún mejor que la primavera, que ya es decir. Puede que en ese excelente binomio que hacen Guadalajara y el otoño tenga mucho que ver que, como decía Góngora, de caducas flores están hechas las guirnaldas. Es necesario hablar aquí y ahora del otoño porque no hacerlo es taparse los ojos. Y la nariz. Y el oído. Porque el otoño de las guadalajaras se ve de lejos y se huele y oye de cerca. Se ve en el amarillo que va ganando su pulso al verde en las alamedas. Se huele en los arbustos que ahora dan sus frutos. Se oye cuando el viento peina los bosques o acaricia los páramos. Punto y aparte.
Quería y debía hablar del otoño porque tengo ya el punto melancólico que da este tiempo a los espíritus. Los días acortan. Ya va haciendo frío. Las calles dejan de ser deambulatorios de paseantes para ser solo de caminantes que van a algún lado, no de un lado para otro, como cuando el solazo del verano se moderaba tras el ocaso y nos invitaba a salir de casa en busca del aire, como las carpas lo pretenden boqueantes en las aguas encenagadas en las que, más que oxígeno, hay metano. El otoño es tiempo de volver a casa, aunque ahora haga más frío en ella que en la calle. Pronto habrá que encender la calefacción. Vamos ya al tiempo que antes se consumía en torno a las mesas camillas, con brasero de picón y herraj y en los que, de vez en cuando, se echaba una firmita con la badila para avivar el calor. Del otoño hay que hablar porque si el hombre es él mismo y sus circunstancias, como bien decía el pensador Ortega y Gasset, la circunstancia que más de cerca ahora toca al hombre es el otoño, el tiempo tras el equinoccio que empieza en septiembre y que se aviene como si fuera una cuenta atrás hasta que llegue el solsticio de invierno, allá en diciembre, cuando empezará la cuenta adelante camino de la primavera. Punto y aparte.
Quería, porque me apetecía, pero debía, porque estoy obligado, hablar del otoño pues este es el tiempo por excelencia para el paisaje de Guadalajara, en el que, por el contrario, muchas de sus figuras hacen mutis por el foro del proscenio del tiempo. Unas desapareciendo para siempre de escena y otras despidiéndose ahora, pero citándose para el nuevo ciclo, cuando rompa de nuevo la primavera y la tierra vuelva a llamar a los suyos. En realidad, la tierra siempre nos está llamando a los suyos, otra cosa es que la escuchemos. No hay peor sordo que el que no quiere oir, ni hay mayor grito que el que clama desde el silencio. Si bajamos la voz, si apagamos los televisores, si enmudecemos las sirenas y paramos los motores de los coches, seguro que escuchamos a la tierra llamándonos, aún en otoño, como las campanas de antaño llamaban a tintilinublo, cuando amenazaba tormenta, a arrebato, si se producía un incendio u otra catástrofe, a clamores, cuando fallecía un vecino, o a tilinduna, si el fallecido era un niño… Pero también tocaban a fiesta, a vuelo y repicadas, porque el trabajo sólo tiene sentido cuando lo interrumpe la fiesta.
Quería hablar del otoño y lo he hecho y así me he evitado hablar de lo que no me apetecía: de esa España a la que tanto quiero, pero que tanto me duele porque ha parido algunos malos hijos que reniegan de ella hasta el punto de negarle y tratar de amargarle su día de fiesta y se empeñan en no dejarnos a los españoles en paz.
Las dos Españas de Machado ya son más de tres. Las dos que había antes la querían, cada una a su modo y a veces mal, pero la querían. Estas que van surgiendo no saben lo que quieren porque sólo se quieren a sí mismas. Y representan inviernos fríos y duros, travestidos de falsas primaveras. Como dice la canción de Pink Floid, cada día le ponen otro ladrillo al muro.
¡Viva España! Punto y final.