Como dice la canción de Presuntos Implicados “¡cómo hemos cambiado!” Y no me estoy refiriendo a la pérdida de una vieja amistad de la que habla el tema de Sole Giménez, ni a lo que nos ha hecho el tiempo en nuestra piel con su paso, sino al mapa y el panorama políticos, sobre todo si lo comparamos con los albores de la democracia, allá por los finales de los años 70 del siglo XX, que es cuando fueron tomadas las dos curiosas fotos que acompañan este post. En una, se reproduce uno de los carteles electorales con los que Adolfo Suárez pidió el voto para la histórica y hace ya muchos años extinta UCD reclamando premio por haber cumplido –“dicho y hecho”-, al conseguir aprobar sólo unos meses antes la Constitución de 1978, apenas tres años después de la muerte de Franco y por amplio consenso. En la otra foto -de la que es autor mi amigo Luis Barra y al que pido escusas por su mala reproducción pues está tomada con la cámara de un móvil sobre un viejo ejemplar de “Flores y Abejas” de 1979- se advierte la fachada del entonces Banco Hispano Americano, que hacía esquina entre la calle Mayor y la Calle Topete –donde hoy está, en un nuevo edificio, la sede social de Quabit-, absolutamente repleta de carteles electorales, algo, por fortuna, impensable hoy pues las formas de publicitación y propaganda de los partidos han cambiado también mucho y ya no hay riesgo de que vayas por la calle y te empapelen con un cartel electoral, como ocurría antes. Algunas cosas han cambiado a mejor, sin duda; pero otras, no.
Aunque reconozco mi punto historicista, mi interés y afecto por las tradiciones y mi cierta inclinación nostálgica, yo no soy de los que se aferran a la famosa frase de Jorge Manrique en las “Coplas a la muerte de su padre” que asevera que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero sí que pienso que los nuevos tiempos no son necesariamente mejores que los pasados, como no pocos se empeñan en hacernos creer. Una cosa es realizar reformas para mejorar las cosas y progresar, y otra muy distinta es cambiar por cambiar o por hacer algo distinto a lo que otros han hecho, por no pensar como ellos o por tratar de distanciarse y diferenciarse. Y lo peor de todo es querer cambiar las cosas imponiendo tu ideario y doctrina y negando a los demás; eso anda muy cerca de un grave mal que aquejó a Europa durante buena parte del siglo XX y que fueron las dictaduras, tanto las de corte fascista como las comunistas.
En esta línea de pensamiento, estoy en completo desacuerdo con quienes, especialmente desde el populismo de izquierdas –o sea, Podemos, que espero que no puedan, ni solos ni en compañía de otros-, quieren liquidar la Constitución “de la Concordia”, que es como creo que debía ser conocida y reconocida por todos la “ley de leyes” del 78, en honor a la frase que acuñó Suárez: “Y la concordia fue posible”, que es también su epitafio. Y algunos quieren liquidar, que no reformar, la vigente Constitución porque no pretenden sólo modificar o ampliar algún articulado puntual de ella, sino que buscan darle la vuelta a España como a un calcetín para que deje de ser una monarquía parlamentaria y se convierta en república -lo que sólo ha sido seis años en la historia, en dos etapas, y no precisamente de convivencia, paz y progreso-, para que el autonomismo –que, bien concebido, pero mal aplicado, ha llevado a las puertas del separatismo, ahora a Cataluña, y antes al País Vasco, y a que no todos los españoles seamos iguales ante la ley- se eleve al cuadrado con el federalismo –que sólo imperó unos meses en la Primera República-, y, en fin, para dotar a la Carta Magna de un contenido ideológico netamente de izquierdas, muy cerca del sectarismo y la imposición y muy alejado del consenso. Lo dicho, espero que no puedan, ni los de Podemos, ni sus limítrofes ideológicos de IU –ahora Unidad Popular, siempre PCE-, ERC, BNG, EH-Bildu e, incluso, del PSOE que, aunque ahora está a la greña y pelea el voto con los de Pablo Iglesias, no dudo que si la matemática electoral que salga del 20-D se lo permite, con tal de gobernar hará posible que los de Podemos puedan.
Todo apunta a que de las próximas elecciones generales que, por primera vez en esta etapa democrática, se van a celebrar con el turrón ya en las bandejas, va a salir un parlamento sin mayoría absoluta y muy fragmentado, con cuatro partidos como grandes acaparadores del voto: PP, PSOE, Ciudadanos Y Podemos. Toca, pues, hacer de la necesidad virtud y buscar la concordia que siempre supone un pacto, recuperando el llamado “espíritu de la Transición”, que algunos quieren enterrar, cuando lo bueno para España sería que renaciera. De las varias posibilidades que se pueden abrir a pactos poselectorales en función de las encuestas, la que más me agrada a mí sería que, si la fuerza más votada es el PP, éste llegara a un acuerdo, al menos de investidura, con Ciudadanos, aunque lo ideal sería de gobierno, pero parece que Albert Rivera no está por la labor. Reconozco estar decepcionado porque la corrupción haya llegado a colarse hasta en la sede de la calle Génova, preocupado por algún que otro vaivén ideológico y desilusionado por las actitudes políticas y personales de algunos líderes del PP, pero el domingo voy a votar lo que acostumbro porque España no está para experimentos –éstos, con gaseosa, como dijo Eugenio D´Ors, y ya es la segunda vez que lo cito en poco tiempo- y lo que ofrecen Sánchez y Podemos, al menos para mí, es mucha burbuja y no de cava precisamente, aunque también, por el federalismo al que se ha apuntado el PSOE ante el “procés” catalán y el referéndum de independencia vinculante que defiende Iglesias.
Y una vez que me he mojado, pido, mejor dicho, exijo al PP, una regeneración y una renovación internas de calado, no solamente cosméticas, un afianzamiento ideológico en el liberalismo con la sensibilidad social que exigen los tiempos y una tolerancia cero con la corrupción.