Como hemos comentado en otras ocasiones por estas mismas fechas, las Ferias de Guadalajara hace ya años que se hicieron tránsfugas del otoño y pasaron a ser de verano, después de nada más y nada menos que siete siglos de celebrarse una semana antes y una semana después de San Lucas (18 de octubre), como concedió en un privilegio otorgado a la entonces villa el rey “Sabio” Alfonso X, en 1260. De aquellas ferias de ganado que se celebraron durante casi 700 años en otoño, casi siempre pasadas por mucha agua y bastante frío, en apenas unas décadas, las cuatro finales del siglo XX, han dejado de ser pecuarias, se han alejado no solo de la festividad de San Lucas, sino también de las del Pilar y de San Miguel, en torno a las que se celebraron algunos años, y se han hecho de verano buscando el calor y el manto siempre protector de la patrona, la Virgen de la Antigua. Una tradición secular y venerada advocación mariana de la ciudad, pero un patronazgo reciente pues data de 1883 y al que precedieron otros, como los de San Agustín y su madre, Santa Mónica, con quienes la ciudad mantuvo votos de patronazgo desde 1364 hasta finales del XIX. Un patronazgo éste que, por cierto, salió de un sorteo, pero esa es ya otra historia.
La verdad es que siempre que se acercan las Ferias echo la vista atrás y me vienen al recuerdo, sobre todo, las que disfruté de niño, en los años sesenta y principios de los setenta, cuando se celebraban en el Parque de la Concordia, en el que las atracciones se disponían siempre en idéntico lugar y era todo un acontecimiento que llegara una nueva porque lo habitual es que se repitieran siempre las mismas. De muy crío sentía una inclinación especial por “El Tren de la Bruja”, que se instalaba junto al kiosco de música; el miedo, controlable y controlado, que me producían aquellas brujas que fustigaban con su escoba a pasajeros y mirones tenía su punto iniciático, precisamente por poder superarlo. Los puestos de tiro, que se situaban en el llamado “Paseo de los curas” -la zona del parque paralela a “La Carrera”– también me atraían mucho, sobre todo aquellos en que, si acertabas a dar con la escopetilla de plomos al pomo de unas coloridas puertas, éstas se abrían y por un carril bajaba una muñeca; el premio por acertar no era la muñeca, no, sino una copa de moscatel, menta, anís o coñac, o un pincho de pepinillo con anchoa, que era lo que nos daban a los menores. O no.
A la adolescencia se llegaba cuando dejabas atrás a la bruja y su tren y las horas muertas se las dedicabas a los coches de choque, los “Skooter Tyris” zaragozanos, que siempre se situaban en la parte baja del parque, cerca de la calle Marqués, que es una de las tres que enlazan Boixareu Rivera con el Arrabal del Agua. En los coches de choque de los años del final de mi niñez y el principio de mi adolescencia, había todo un pase de modelos en los que abundaban los pantalones de campana, los jerseys estrechos y cortos, muchos de cuello vuelto, y los pelos largos, mientras sonaban a tope canciones de Los Bravos, los Brincos, Fórmula V…, como productos nacionales, y Los Archies -y su conocido “Sugar sugar”-, los Bee Gees -entonces con su “Massachussets”, el meloso tema que precedió a su etapa que llevó a las discotecas del mundo la fiebre del sábado noche- y, por supuesto, Beatles y Rolling Stones, como productos de importación de referencia en aquella época en que, al contrario que en el “American Pie” de Don McLean, la música no murió, sino que vivió un impulso decisivo. Un empuje que devino gracias a la radio y, sobre todo, a los equipos compactos reproductores de música -llevándose la palma los de la marca Bettor- y los discos de vinilo, que siempre constituían la primera compra con el primer sueldo de cualquier joven. Entre los coches de coche y el Tren de la Bruja, la Ola; frente a ella, el laberinto de los espejos; un poco más arriba, La Noria, siempre cerca del güitoma y de los caballitos del señor Paco, una persona muy entrañable y que estuvo feriando en Guadalajara hasta muy avanzada edad, pasando por sus cachivaches varias generaciones de guadalajareños. Y no podían faltar, y no faltaban, las tómbolas, las churrerías -recuerdo especial para “La Giralda”– y los numerosos puestos de pinchos -de chorizo, morcilla y lomo, sobre todo- que siempre estaban abarrotados y que se solían situar en la zona del parque más próxima a los números altos de Boixareu Rivera, que son los que van desde la zona que da al paseo de San Roque, el Asilo y las viviendas que están al costado de la calle Amparo, en lo que antiguamente se llamaba el Arrabal de Santa Catalina.
Echada la vista atrás, sin nada de ira y con mucha nostalgia, termino esta entrada con una doble y muy sincera felicitación: Por un lado, a ese gran periodista que hace ya tiempo que es Antonio Herráiz, por el magnífico, emocionante y rabiosamente guadalajareñista pregón de Ferias que ha preparado -y que he tenido ya el privilegio de leer de forma anticipada, lo que le agradezco sumamente- y, por otro, a Armengol Engonga, el concejal de Cultura y Festejos, porque, junto con el competente y profesional equipo de técnicos de protocolo y festejos del Ayuntamiento, ha elaborado un buen programa, a pesar de los recortes que no cesan, y, este año, especialmente, por haber tenido la sensibilidad y el acierto de restaurar de nuevo la comparsa de gigantes y cabezudos. Una comparsa que es historia viva de la ciudad pues su origen se remonta al siglo XVI, cuando formaba parte de la procesión del Corpus, y que, tras ser excluida de ella, durante mucho tiempo pareció ser definitivamente desplazada de nuestras calles y olvidada para siempre, pero que se incorporó a las Ferias por primera vez en 1900 y constituye una de sus más emblemáticas señas de identidad.
A algunos les llamarán mucho más la atención los grandes eventos festivos del programa, pero, aunque hace ya mucho tiempo que dejé de ser niño, lo primero que busco en el programa de Ferias de cada año son los días y las horas en que los gigantes y los cabezudos vuelven a salir a la calle porque, como Saint Exupery, el padre del “Principito”, creo que “el mundo es una cosa muy grande, pero llena de pequeñas cosas hasta los bordes”. Y, con esa filosofía, a mí me parecen aún más grandes de lo que ya son los gigantes que representan a los chinos de la Cotilla, los alcarreños –Roque y Antigua-, los reyes cristianos –Alfonso VI y Constanza de Borgoña-, los africanos –Al Faray y la Princesa Elima– y los americanos –Moctezuma y Malinche-, el Marqués de Santillana y la Princesa de Éboli. También me resultan tremendamente familiares y emotivos los cabezudos del Mañico, Pachi, el Bandolero, Drácula, el Demonio, la Española, la Mestiza, Don Quijote y Sancho -estos dos, representación exacta de los que salieron como gigantes en 1900-, el Visera loca, el Corregidor, Mangurrino -incorporado en 2001 en recuerdo y homenaje al apreciado personaje popular del mismo nombre- y Don Agapito, el más reciente, donado hace diez años a la ciudad por la peña del mismo nombre. Y dejo para el final un cabezudo muy conocido, el de la Vieja, cuya imagen está inspirada, al igual que la de Mangurrino, en un personaje popular de la ciudad -aunque no tan querido como él- que vivió a principios de siglo y a la que se conocía con el nombre de “La Follolla”. Precisamente, la imagen que acompaña este texto, es una fotografía de ella que se publicó en “Flores y Abejas” en 1912.
¡Felices fiestas, paisanos!