¿Y ahora qué? Esa es la pregunta que nos hacemos tras el “domingo triste” que vivimos ayer todos los españoles, incluso quienes quieren dejar de serlo, por causa del referéndum ilegal que el gobierno catalán se empeñó en celebrar y el español en que no se celebrara, quedando los empeños de uno y otro a mitad de camino, aunque la ley estuviera y siga estando de parte del segundo y la ilegalidad y la obcecación continuadas de parte del primero. Por si a alguien le entra la duda de mi posible equidistancia en este asunto por lo que llevo escrito, se la disipo ya mismo: estuve, estoy y estaré, como demócrata, con la legalidad, y rechacé, rechazo y rechazaré a los que la pretenden alterar por la vía de los hechos y no del derecho; esos sí que son fascistas -vean su definición si no en el diccionario de la RAE-, “fachas” si lo prefieren, y no quienes portamos banderas de España, aunque sea sin tremolarlas a más viento que el del corazón, como es mi caso.
Si bien los principales culpables políticos -y responsables civiles y penales, por supuesto- de todo lo que ocurrió ayer en Cataluña son el gobierno catalán y sus socios antisistema y ácratas de la CUP, sinceramente creo que el gobierno de Rajoy debía haber medido mejor los tiempos y no dejar que las cosas llegaran hasta donde lo hicieron porque, aunque sin duda lo hizo por sensatez, prudencia y moderación, intentando devolver a ellas a Puigdemont y sosias, los antecedentes en el comportamiento de esta “tropa” dejaban entrever que no se bajarían del burro -de raza catalana, por supuesto, o sea, robusto y cabezón- y que echarían un pulso al Estado que, aunque lo perdieran en el fondo, algo de rédito les dejaría en las formas. Ese rédito se lo llevan cobrando desde primera hora de la mañana del domingo en que comenzaron a aparecer en los medios de comunicación y las redes sociales las imágenes de unos queriendo votar a la fuerza y la Policía y la Guardia Civil -la gran mayoría de los Mossos estuvieron ayer en Belén, con los pastores, y espero que no les salga gratis- tratándoselo de impedir, también a la fuerza. Y aquí tampoco cabe la equidistancia porque las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado cumplían las órdenes de los jueces y del gobierno, mientras que quienes se enfrentaron a ellos querían pasarse el estado de derecho por el forro de la entretela de sus barretinas, tan caladas hasta los ojos que no ven, mejor dicho, no quieren ver lo que no les apetece ver.
Pero sí, fue un domingo triste porque no es agradable ver escenas tan crispadas y violentas como las que ayer se produjeron en algunos colegios y que están sirviendo para nutrir el victimismo de los independentistas y, con ello, cargar con algo de razón su sinrazón; a ello están contribuyendo algunos medios de comunicación nacionales y bastantes internacionales. En el primer caso, por línea editorial y/o intereses empresariales, pero, en el segundo, simplemente porque es más noticia la sangre corriendo por la cara de un independentista golpeado por un policía que informar a los lectores del articulado de la Constitución española que dice que, si ésta no se reforma, no es posible la independencia de ninguna región, ni poner en marcha ningún proceso que encamine a ello. Y, de paso, recordar también que, si no se respeta la ley, no hay democracia, porque reducirla al simple ejercicio del voto, como los del “procés” pretenden, es tan mendaz y avieso como juzgar a todos los catalanes por un mismo rasero. En todo caso, esa es la batalla que ganaron los independentistas en su “referéndum” paranoico: hacerse visibles ante el mundo -ayer colocaron Cataluña en el mapa y conocieron las reivindicaciones de los independentistas muchos millones de personas- y, además, como víctimas de un Estado que les “oprime” y del que se quieren ir, entre otras razones, porque, precisamente, les oprime y “no les deja ser libres”, un discurso que vende mucho pero que es más tramposo y felón que la voluntad de diálogo del gobierno catalán. El nacionalismo, que es el independentismo disfrazado, es experto en la manipulación y en dar la vuelta a las cosas hasta situarlas donde le conviene.
Hablaba antes del eco que tuvo ayer el pseudo-referéndum catalán en la prensa internacional y he recordado un artículo sobre esta cuestión que apareció el día 21 de septiembre en el prestigioso diario francés Libération -fundado por Jean Paul Sartre, pro-marxista en su inicial línea editorial, pero actualmente situada en el centro izquierda- y que, por su interés y oportunidad, me hizo llegar el sábado un buen amigo. No tiene desperdicio la pieza porque pone los puntos sobre las “íes” al “procés” y califica al separatismo catalán de “nacionalismo obtuso, racista y excluyente”, además de considerarle un grave peligro para Europa. El artículo es realmente contundente, pero este párrafo, demoledor: “El relato hábilmente desplegado por el campo separatista está a mil leguas de este movimiento cultural y democrático, europeo y abierto. Se encuentran, repetidos como un mantra, todos los clichés del nacionalismo más obtuso, teñidos de racismo, de desprecio de clase, incluso de una forma de supremacismo cultural: de un lado el “nosotros”, un pueblo educado, trabajador, progresista, honesto, republicano y europeo. Del otro, “ellos”, canalla ibérica retrógrada, perezosa y corrupta, atada a una monarquía desacreditada a fuerza de escándalos y perpetuamente retrasada respecto a la hora europea”. El artículo del diario francés acaba con este pronóstico, que asumo como propio y da respuesta, aunque sea de forma indirecta, a la pregunta que encabeza este post: “Si un solo régimen constitucional -húngaro, polaco u hoy español- es derrocado por la subversión de las reglas democráticas en beneficio de un partido o coalición con pretensión hegemónica y mesiánica, habrá que escribir la necrológica de Europa como espacio fundado sobre la separación de poderes y el imperio de la ley”.
Nuestra Constitución tiene la característica de ser rígida, pero ni está petrificada ni es inmutable. Es posible reformarla -el Título X está dedicado a ello-, pero no al gusto y el antojo de unos cuantos españoles, por muchos que sean y mucho ruido que hagan, sino al de una amplia mayoría porque esa es la única forma de que tenga vigencia y de ella se saque el provecho que la del 78 nos ha aportado: casi 40 años de democracia, libertad, justicia y paz.