Una buena parte de Castilla y de Aragón, así como otras amplias zonas del interior de España llevan despoblándose progresiva e imparablemente desde mediados del siglo XX en que comenzó la emigración masiva del medio rural al urbano, que incluso aún hoy persiste. Esa sangría poblacional conllevó y aún sigue conllevando un acusado debilitamiento de las comunidades rurales en todos los órdenes y ámbitos: demográfico, social, económico y cultural, fundamentalmente. En poco más de tres décadas, la primera de ellas la de los años sesenta con la llegada del llamado “desarrollismo” y las inmediatamente siguientes, miles de pueblos españoles vieron diezmada su población de tal forma que pasaron de tener varios centenares de habitantes mediado el siglo pasado a quedarse literalmente despoblados, o casi, cuando ya iba de vencida la centuria. La pérdida de población del medio rural en la España de interior fue tan drástica en aquellos años que hasta pareció que se frenaba en el horizonte del siglo XXI cuando, en realidad, ese diezmarse los pueblos a goteo en vez de a chorro como en años precedentes no era más que la consecuencia lógica de que lo ya muy despoblado, apenas podía despoblarse más.
A esa España que perdió tantas figuras en el paisaje rural, a ese campo que cambió buena parte del terreno de labrantío por barbechera, a esos viñedos arrasados por el mildiu, la filoxera y la falta de brazos para podarlos y labrarlos, a esos olivares abandonados, a esos huertos sin hortelanos que implicaron aquellos años de diáspora, silencio y soledad para las comunidades rurales, también les acompañó un terrible mal: la pérdida de una importante parte de su rica y singular cultura, tanto material como inmaterial. A esa España despoblada -un concepto humano-, bien es sabido que últimamente la han bautizado con una noción puramente física: “la España vaciada” que, hasta es probable, pueda tener su propio ministerio estatal al igual que ya tiene un comisionado regional. Mucho me temo que elevar al rango de ministerio esta realidad socioeconómica sea una medida más efectista que efectiva y que, incluso, conllevará una nueva e importante carga de cargos y asesores para las cuentas públicas, estando por ver que desde esa cartera se consigan adoptar medidas verdaderamente eficaces para que deje de despoblarse el medio rural y, a ser posible, incluso comience a repoblarse. No obstante, concederemos el beneficio de la duda al nacimiento, si es que finalmente se produce, de ese ministerio de la despoblación, aunque el escepticismo anide lógicamente en nuestro ánimo después de tantos años de hablarse de este problema y no resolverse; incluso, ni siquiera, paliarse. Aún recuerdo, en tiempos aurorales de nuestra autonomía, a un consejero regional leyendo un “Manifiesto de la España desierta” en Villacadima, uno de los símbolos más notorios de la despoblación provincial. Este bello pueblo de la Guadalajara más septentrional, en el que actualmente hay censadas dos personas y que depende administrativamente de Cantalojas, en apenas un lustro, entre los años sesenta y setenta, perdió prácticamente toda su población, dejando huérfano su alto páramo limítrofe con las tierras segovianas de Ayllón. También dejó literalmente abandonada su espléndida iglesia románica rural que, un servidor, llegó a conocer abierta de par en par, con huesos de las sepulturas de su interior esparcidos por el suelo y entremezclándose con restos materiales de la ¿civilización? urbana como latas de conserva y botes de bebida vacíos, papeles de periódico, cristales rotos, etc. Una auténtica plasmación material y conceptual del abandono, vamos.
Como saben, desde hace ya un cierto tiempo es recurrente la presencia en las escaletas de los telediarios nacionales de algún pueblo de la “España vaciada”, especialmente el de Antena 3 de los domingos a mediodía. En el del día 17 se emitió un reportaje en el que aparecieron vecinos de Durón y Chillarón del Rey comentando y opinando sobre la dura realidad de estos pueblos semivacíos, especialmente cuando llega el invierno. Un vecino de Durón de mediana edad se quejó de que para comprar patatas tenían que desplazarse 27 kilómetros; una señora mayor del mismo pueblo protestó lo que tarda en llegar una ambulancia si es requerida por alguna urgencia, pero lo que más me llamó la atención fue que, cuando a una vecina de Chillarón, también ya mayor, le preguntaron sobre qué es lo que más se necesitaba en el pueblo, dijo: “¡Agua!”. Seguro que saben que Chillarón es un pueblo ribereño de Entrepeñas y que, pese a ello y al igual que otros pueblos de la zona, tiene problemas frecuentes de abastecimiento de agua, tanto en cantidad como en calidad. Es una injusticia manifiesta y un auténtico despropósito que el agua de Entrepeñas y de Buendía riegue huertas levantinas mientras los ribereños pasan sed. Y ahora, para más “inri”, el dicharachero consejero, Francisco Martínez Arroyo, reclama que se envíe más agua desde la cabecera del Tajo a las Tablas de Daimiel porque están más secas que la mojama -entre otras razones porque sus acuíferos los esquilman y agotan regantes de la zona-, al tiempo que reivindica que se termine de una vez y se use en todo su potencial la llamada “Tubería Manchega”, que nació para derivar el agua de la cuenca del Tajo también a la del Guadiana. Lo sangrante es que esa tubería se está financiando con el dinero que ingresa la Junta de Comunidades -más bien de “calamidades”, por este y otros sangrantes casos de “mancheguitis” aguda- del dinero que pagan los regantes levantinos por el agua que les llega del Trasvase Tajo-Segura.
Esperamos que el comisionado regional que Page ha nombrado para luchar contra la despoblación, Jesús Alique, sacedonense de origen y, por ende, ribereño de Entrepeñas y de Buendía, arregle entuertos como estos que no se entienden, gobierne quien gobierne, y que, lejos de solucionarse, se enmarañan cada vez más, pese a la demagogia política. La cabecera del Tajo no da para más y muchos de sus pueblos, además de vacíos, están secos. Falta agua en calidad y en cantidad en las casas, a pesar de ser ribereños de la cabecera de los trasvases al Tajo y al Guadiana. Decía el expresidente Zapatero que la tierra no es de nadie, solo del viento; la frase es muy bonita, muy poética, muy candorosa, muy “zapateril”… y podía extenderse también al agua, diciendo que no es de nadie, solo de las nubes y el sol; pero clama al cielo que un rincón de la España vaciada esté sedienta, mientras se refleja en el azogue húmedo de Entrepeñas y Buendía. ¡Y venga trasvases y venga tuberías, pero solo de ida, nunca de vuelta!