El confinamiento domiciliario que por causa del coronavirus llevamos soportando, estoica y heroicamente en la gran mayoría de los casos, desde mediados del pasado mes de marzo, nos está obligando a renunciar –a la fuerza ahorcan, que diría aquel- a los paisajes exteriores y a tratar de buscarlos en la intimidad limitativa del hogar, cálida cuando se busca, pero abrasadora cuando te la imponen. En mi anterior entrada ya sostenía que, a través de la lectura, se puede ir muy lejos sin salir de casa; en ese sentido, yo sigo viajando/leyendo a diario entre 4 y 6 horas. Nunca he viajado tanto y sin necesidad de pasaporte, hacer colas en el aeropuerto, luego para tomar el taxi o el autobús, después sudar la gota gorda intentando hacerme entender en el hotel, más tarde buscando un lugar donde comer a un precio y unos sabores razonables, a continuación volviendo a hacer cola para visitar un museo o ver un monumento, ulteriormente tratando de volver al hotel andando con el GPS del móvil, mirando al teléfono y perdiéndome en esa mirada casi continua muchos detalles de la ciudad a la que he viajado, y finalmente haciendo la última cola hasta que me toca el turno del sueño que, cansado y en cama ajena, cuesta tanto conciliar. Evidentemente, las acciones que he descrito son algunas de la cara B de un viaje, pero es que no quiero ahora regodearme en la cara A porque estaría disparándome a los pies. El que no se consuela es porque no quiere.
Escuchar buena música -no cualquiera que elija un dj de radio-fórmula y que termina siendo tan repetitiva que no la escuchas, simplemente la oyes- es otra gran opción para entretener el tiempo confinado y confitado; porque sí, de tanto estar encerrados en casa contra nuestra voluntad, nos estamos confitando, es decir, nos estamos cociendo lentamente y a baja temperatura, al menos en ese proceso presiento que están ya nuestras neuronas y nuestras paciencias. Bien pensado, en realidad las paciencias, más que confitarse a fuego lento se están friendo como un huevo simplemente puesto sobre las rocas volcánicas del Timanfaya. Esa fritanga de paciencias la causan tanta ineptitud, improvisación, irresponsabilidad, arrogancia y torpeza con las que demasiadas autoridades públicas están gestionando esta crisis, amén de la descarada manipulación y hasta censura informativas practicadas y que están condicionando su percepción real. Esos ejercicios manipuladores y censores llegan a límites aborrecibles cuando se acude a esa práctica de manual estalinista que es tratar de controlar y condicionar las emociones en las etapas de crisis. ¿Cómo? No poniendo nombres y apellidos a los muertos, solo cifras y maquilladas; evitando declarar lutos oficiales y que se pongan crespones negros en las banderas; ocultando imágenes de féretros, fallecidos o gravemente enfermos… y, como decíamos antes, obviando o limitando la cara A de esta tragedia y ofreciéndosenos solo la B, muy especialmente el ”Resistiré” y los aplausos a los médicos y sanitarios de cada tarde, que se merecen eso y mucho más, pero sobre todo se merecían EPIs, recursos, equipos, medios y test fiables desde el minuto uno y no hacerles, como se les ha hecho, dar un paso al frente cuando estaban al borde del abismo.
Aunque podría seguir embalándome y sacando muchos colores a muchos, prefiero cambiar de dirección y de registro y abordar la segunda mitad de esta entrada en positivo porque, cierto es, que todo en este mundo tiene su cara A y su cara B, su yin y su yang si acudimos a la cultura oriental y, si lo hacemos a la romana, la bifrontalidad de Jano es el verdadero rostro de la vida. Y más positivismo que el que nos trajo Augusto Comte con su teoría nos lo aportó Antoine de Saint Exupéry, el autor de “El Principito”, la narración breve, la fábula infantil para adultos más profunda y delicada que jamás se haya escrito, cuando afirmó que “el mundo es una cosa muy grande, pero llena de pequeñas cosas hasta los bordes”. Miguel Delibes, en línea con lo afirmado por Saint Exupéry, también nos dejó en su primera gran novela, “La sombra del ciprés es alargada”, un pensamiento transversal muy parecido cuando, hablando de los marinos, dice que al estar en contacto en el mar casi permanentemente con lo infinito, “postergan lamentablemente lo pequeño, lo estrictamente familiar e íntimo”. Si a estas dos reflexiones unimos la canción de Facundo Cabral que afirma que “lo mejor de la vida es gratis”, coincidirán conmigo en que, a pesar de tanto pesar coronavírico, el confinamiento nos ofrece muchas opciones para sobrellevarlo, no solo resignados, sino militando en el optimismo y la luz. En casa, sí, aunque no nos dejen salir y aún no hayamos racionalizado el miedo que da ver pasar con tanta frecuencia la muerte en ambulancias amarillas y verdes, podemos ver por la ventana el sol que sale cada día pero del que solo nos acordamos cuando el cielo nublado lo oculta. En casa, desde la ventana, podemos ver volar a la paloma, símbolo de paz y de libertad, que ahora está aturdida porque no siente el riesgo de ser pisada cuando busca en el suelo su alimento. En casa, desde la ventana, si miramos bien, podemos ver hasta la cara oculta de la luna porque en realidad no hace falta que la veamos para saber que es muy parecida a la que sí vemos. En casa, por la ventana, podemos sentir el aire en la cara cuando el viento bate los árboles. En casa, las sonrisas de nuestros hijos o de nuestros nietos las podemos convertir en el símbolo de ese futuro que ahora nos parece tan oscuro. Y las miradas de nuestras madres -si es que la guadaña del tiempo o ese jinete del apocalipsis hoy transmutado en virus no se las ha llevado-, con los ojos acuosos de las cataratas pero secos de lágrimas porque ya agotaron todas, podemos y debemos convertirlas en la música de la vida y el tiempo a la que Machado puso la letra, golpe a golpe y verso a verso, en sus “Cantares”:
Todo pasa y todo queda
Pero lo nuestro es pasar
Pasar haciendo caminos
Caminos sobre la mar.
Termino ya con unos consejos de gratis. Et amore. Miren y vean tras los cristales el mundo y la vida que no se han ido, sino que nos esperan. Ellos también se aburren sin nosotros. Lean, escriban, escuchen música, hagan ejercicio, cambien sus rutinas, castiguen a los móviles en los cajones durante muchas horas y vayan lo menos posible al frigorífico. Descubran detalles en su casa que jamás advirtieron. Desempolven libros y discos y no los devuelvan a los anaqueles hasta que no los hayan leído o escuchado. A los objetos de decoración, pónganles recuerdos… y sueños: personas, fechas, lugares… Y hagan todo lo que puedan que no cueste dinero.
Y, por favor, no dejen de luchar para que la libertad no retroceda en nuestro país ni un milímetro. La verdadera libertad es la individual. La libertad colectiva, no se engañen, solo se consigue sumando libertades individuales, no limitándolas. El sol únicamente podrá volver a salir si no se pone la libertad.
¡Por la libertad de expresión! ¡Contra la censura!