Hay fechas muy especialmente señaladas en la vida de las personas: la de su propio nacimiento, las de su bautizo y primera comunión si se es cristiano, las de su licenciatura o graduación en la universidad, si se ha dado el caso, la de su matrimonio si se ha pasado por el altar, el juzgado o el ayuntamiento para dar carta de naturaleza jurídica eclesiástica o civil a las relaciones de pareja, las de los nacimientos de los hijos, si es que han venido al mundo porque cada vez se les olvida nacer a más niños, las de las muertes de los seres queridos, etc. etc. He dejado intencionadamente excluida de esta lista abierta una fecha particularmente señalada en la vida personal, la del primer día de inicio en el mundo laboral, y lo he hecho adrede porque, precisamente, el pasado día 2 de febrero hizo 40 años que comencé yo mi andadura profesional en la Diputación Provincial de Guadalajara. Al hilo de esta efeméride, más que de mi vida personal, que poco importa a la mayoría, voy a reflexionar sobre la evolución en estas cuatro décadas de la institución provincial, deteniéndome especialmente en cómo fue aquella primera corporación para la que comencé a trabajar, al tiempo que obligadamente me referiré a la maximalista evolución demográfica de la propia provincia.
La Diputación a la que yo entré a trabajar en el invierno de 1981, con diecinueve años recién cumplidos, vivía entonces su primer mandato democrático, tras casi 40 años de franquismo en que los diputados provinciales eran elegidos por una pseudodemocracia orgánica, y los presidentes nombrados por los gobernadores civiles, quienes inspeccionaban y controlaban férreamente a las corporaciones provinciales, perdiendo éstas prácticamente su autonomía institucional. La primera corporación provincial democrática tras el franquismo (mandato 1979-1983) la conformaban 25 diputados provinciales, todos ellos de la UCD, pese a que ésta no pudo concurrir a las elecciones a la alcaldía de la capital por presentar su lista electoral tres minutos más tarde de la hora fijada como final del plazo. Aquél sorprendente hecho, en el que tuvo que ver mucho -más bien, todo- que el gobernador de turno –Fernando Domínguez– quisiera controlar la lista que la UCD pretendía presentar en un tic aún franquista, se tradujo en que el partido de Adolfo Suárez, que arrasaba en la capital y en la provincia en las primeras convocatorias electorales generales y municipales, no pudiera hacerse con la alcaldía capitalina y ésta fuera a parar a manos del PSOE porque los centristas pidieron la abstención a sus votantes. Con esta estrategia tendieron una alfombra a Javier Irízar para que, con el apoyo del PCE, pudiera hacerse con el sillón de primer munícipe en la casa consistorial, que ya no desocupó en 12 años. Así las cosas, ni Luis Suárez de Puga pudo ser el alcalde de Guadalajara, como con toda probabilidad hubiera ocurrido de no mediar el fiasco de los tres minutos pues él era el candidato de la UCD, ni Agustín de Grandes el presidente de la Diputación, que a su vez era el postulado por los centristas para ocupar este cargo. Finalmente, la presidencia de la corporación provincial recayó en Antonio López Fernández, un ingeniero asturiano de VICASA, concejal de Azuqueca de Henares por UCD, al que el “cainismo” político de la multitud, más que mayoría, de los 25 diputados provinciales suaristas, obligó a dimitir en 1982 para dar paso a la presidencia de Emilio Clemente. Éste, un entonces joven aparejador molinés, fue llevado al poder por la mayoría de sus compañeros de corporación, que se rebelaron contra los designios del partido, forzando primero la caída de López y negándose después a apoyar al candidato oficial a relevarle, que era Enrique Canales, alcalde de Almoguera, quien hubo de conformarse con la vicepresidencia.
Así de convulsas estaban las cosas cuando yo entré a trabajar en la Diputación porque la democracia recién estrenada aún andaba a gatas a no pocos niveles y, sobre todo, porque no hay peor cuña que la de la misma madera, y los 25 diputados del mismo partido que conformaban la corporación provincial, lejos de formar un sólido equipo de gobierno, a veces daban la sensación de ser chiquillería mal avenida, jugando a un juego que les superaba. No obstante, aquella corporación fue decisiva para impulsar los planes provinciales de obras y servicios en la provincia, para aumentar la plantilla provincial y ajustarla a las nuevas necesidades y competencias que los vientos democráticos habían traído, máxime cuando aún las “nacionalidades y regiones” eran solo preautonomías, y para acercar la administración provincial a sus verdaderos administrados, que son los ayuntamientos, a través de la creación de los centros comarcales de asesoramiento. Antonio López Fernández era una gran persona, pero no fue un buen político, y vino a ocupar la presidencia de la Diputación de manera imprevista y a tiempo parcial. Emilio Clemente sí demostró ser bastante más político y tener más mano izquierda que su antecesor, aunque su presidencia siempre estuvo condicionada por la forma levantisca en que le auparon a ella sus compañeros y, especialmente, porque coincidiendo con su llegada al poder provincial, la UCD se estaba desintegrando a nivel nacional. Como es sabido, los restos del naufragio de aquel primer y gran proyecto de Suárez, que tanto hizo por el advenimiento de la democracia a España, se repartieron entre la entonces AP de Fraga -la principal beneficiada-, el democristiano PDP -que terminó, primero pactando con AP y después integrándose en el PP– y el CDS, la opción resiliente suarista para mantener un centro que duró “lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks”, como canta Joaquín Sabina en “19 días y 500 noches”.
Se da la curiosa circunstancia de que, en 1981, cuando aún casi imberbe comencé mi andadura profesional en la Diputación, la provincia de Guadalajara marcó con 143.473 habitantes su mínimo de población de toda la serie histórica, mientras que, a 1 de enero de 2021, aunque con datos de la revisión oficial de julio de 2020, ha alcanzado 263.019 habitantes, su máximo poblacional también histórico. Pero bien sabido es que en estos cuarenta años la provincia se ha partido en dos realidades demográficas muy distintas: la del entorno de la capital y el Corredor del Henares, que aglutinan el 80 por ciento de la población provincial, y el resto del territorio, que solo suma el 20 por ciento y que presenta 170 ayuntamientos con menos de 100 habitantes. Las comarcas de las Serranías del Norte y el Señorío de Molina son las que han acusado esa sangría demográfica de forma más notoria. La comunidad autónoma en la que nos integraron a empujones, Castilla-La Mancha, y que es la que verdaderamente tiene competencias y recursos para hacer política territorial, pese a la dialéctica toledana pro-ruralista que nunca falta, ha sido incapaz de frenar ese proceso y dudo que tenga capacidad para revertirlo. Entre tanto, la Diputación Provincial ha ido perdiendo competencias, recursos económicos y plantilla, pero, pese a ello, cada vez se ha hecho más necesaria para aportar respiración asistida a los ayuntamientos más pequeños de la provincia, que no son mayoría, sino multitud.