Tras la aprobación de la Constitución de 1978 y salvo el acongoje al que nos abocó Tejero en aquel 23-F de 1981 que, visto con perspectiva, tenía más fondo de astracanada que de ruido de sables afilados, si bien no dejó de ser un intento de golpe de Estado, España ha vivido el más largo y sosegado período de democracia, libertad y progreso económico y social de toda su historia. El “procés” catalán y su estrambótico “referéndum” del 1-0 de 2017, también desafinó lo suyo y vino a pegar una patada en la espinilla a la general concordia de la Transición. Hay mucho mejorable en la realidad política española de los últimos 45 años, sí, pero todavía hay más empeorable y parece que el actual inquilino de la Moncloa y los variopintos socios que le ayudaron a cambiar el colchón de Rajoy se han empeñado en lo segundo. Esta reciente etapa de tensión política que ha devenido en un evidente alejamiento del espíritu de la Transición tiene una de sus causas, aunque no sea la única, en el momento en que eclosionaron los populismos, cuando a finales de 2013 nace Vox y semanas después lo hace Podemos, dos actores que han radicalizado y polarizado la política, extremándola hacia la derecha y la izquierda, respectivamente. La aparición y acción de ambas fuerzas ha sido aprovechada por los siempre interesados y ventajistas partidos nacionalistas catalanes y vascos —tanto de derechas como de izquierdas, aunque todos disfrazados de “progresistas” cuando no hay nada más retrógrado que reivindicar la tribu— que, a río revuelto, han querido ser quienes más pescaran. Y lo han conseguido, porque es evidente que Sánchez ha estado y está dispuesto a cambiar de opinión lo que haga falta y a tragar sapos y culebras, con barretinas y txapelas incluidas, con tal de permanecer en la Moncloa. Los partidos nacionalistas siempre han vivido de la debilidad de los estatales cuando han necesitado sus votos para llegar a la mayoría absoluta para gobernar. Es una estrategia recurrente que, con Sánchez al frente del PSOE más alejado de la centralidad que hemos conocido, ha llegado a límites casi insospechados hace apenas unos meses, como son la concesión de la ley de amnistía, incluidos en ella delitos de terrorismo, la financiación autonómica asimétrica que favorece a los ya más favorecidos, el establecimiento de negociaciones —obviamente con un futuro referéndum encima de la mesa— con el fugado Puigdemont y con verificador internacional y todo, y la cesión de competencias a Cataluña y el País Vasco en materia de Seguridad Social y Transportes que superan el estado de las autonomías y son ya vísperas federales.
Así las cosas, con los nacionalistas vascos y catalanes teniendo cogido al gobierno por los dídimos —perdón por la expresión, pero el ministro Puente has puesto de moda las expresiones chuscas—, no son pocos los pescadores que también quieren lo suyo en el río revuelto de la política española. Es uno de los peajes de la debilidad en la que ha querido empeñarse en gobernar Sánchez, el “césar” que dirige el PSOE de hoy como le llama el exministro socialista Corcuera. El último pescador que ha tirado la caña ha sido el alcalde socialista de León, José Antonio Díez Díaz, quien ha reivindicado que su provincia se segregue de Castilla y León y se convierta en la decimoctava comunidad autónoma española, con rango de uniprovincial. Díez apela a la particular historia leonesa, que sin duda la tiene pues hasta el primer parlamento del mundo nació allí en 1188 y fue un poderoso reino con personalidad propia hasta que se unió con el de Castilla. Todos los nacionalismos se cimentan en una historia singular, sí, pero después apelan a la pela, y el alcalde leonés también lo ha hecho, alegando el, a su juicio, injusto trato político, en general, y financiero, en particular, que Castilla y León otorga a su provincia, favoreciendo sobre todo a Valladolid, la capital regional. Díez, sin cortarse un pelo, ha dicho que la actual legislatura, con todas las concesiones hechas por Sánchez a los nacionalismos catalán y vasco, invita a revisar el título VIII de la Constitución y por ello considera, no solo legítima, sino también oportuna su reivindicación que, de no quedarse únicamente en palabras, pondría patas arriba el statu quo autonómico actual. Que nadie se tome a broma el leonesismo, me consta que es creciente y ya veremos a donde conduce, pero se está abriendo la caja de los truenos y no sabemos dónde, cuándo y a quién le van a explotar.
Así las cosas, con los nacionalismos/separatismos catalán y vasco condicionando la gobernabilidad y el gobierno de España más débil de la democracia, con Navarra en el ojo de mira de Bildu y PNV para ser real y no solo en sus delirios panvasquistas la cuarta provincia vasca de la península —de las tres francesas que se olviden pues el jacobinismo galo nunca dará opción— y con León cuestionando su pertenencia a Castilla y León, no descarten próximas reivindicaciones de modificación del actual mapa autonómico, que ya parecía definitivamente cerrado. Y, efectivamente, sí, estoy pensando en nuestra Guadalajara como una de esas provincias que, si se abre el melón de las segregaciones como parece haberse abierto, levanten la mano y digan: somos la única provincia sin un milímetro cuadrado de comarca manchega de Castilla-La Mancha y únicamente limitamos con esta región a través de Cuenca; geográficamente, estamos al norte de la región, como si fuéramos un apéndice, una especie de joroba que le ha salido a las otras cuatro provincias; la mancheguización de la región es evidente y progresiva; nuestra identidad castellana es más parecida a la de Madrid, Segovia o Soria que a la de Albacete y Ciudad Real; nuestra capital natural es Madrid, no Toledo, y, precisamente, Toledo, como denuncia el alcalde leonés sobre Valladolid, está siendo descaradamente favorecida por las inversiones regionales, además de ejercerse desde allí un poder recentralizador y a veces hasta despótico, con el (chusco) asunto del Fuerte de San Francisco como última y más palpable prueba. Otro día me detendré en ello porque lo del fuerte es fortísimo… Y luego se extraña Page de que Guadalajara sea la provincia de España que menos identificada se siente con su región, como quedó acreditado en una encuesta nacional realizada por “Electomanía” en 2020 y que arrojaba los expresivos y contundentes datos de que un 78,6% de la población de Guadalajara se siente más identificada con la provincia, el 18,8% tan identificada con la comunidad como con la provincia y solo un 2,6% más identificada con la región. ¿Y saben cuál fue en esa encuesta la segunda provincia, tras Guadalajara, en identificarse menos con su región? Pues sí, efectivamente, León.
A este paso recupero aquella vieja proclama del ALI —una jocosa ensoñación juvenil de partido llamado “Alcarria Libre e Independiente”— que algunos convertimos en nuestra desternillante reivindicación cuando Guadalajara fue forzada, en un pacto político de salón de la UCD y el PSOE, a alejarse de Madrid y de las provincias castellanas del norte e integrarse en Castilla-La Mancha: “Queremos que la Alcarria tenga salida al mar”. Por cierto, también reivindicábamos que los “donuts” no tuvieran agujero y así nacieron los “dupis”…