Archive for marzo, 2025

Paco Marquina que estás en los cielos

Paco Marquina se nos murió a todos hace tres años. Ya he dicho unas cuantas veces, y las diré todas las que haga falta, que los grandes, como sin duda lo era Paco, no se mueren solo para su familia y amigos, sino que se nos mueren a todos, y, con ellos, nos morimos también un poco los demás, aplicando la apabullante lógica de Hemingway en “¿Por quién doblan las campanas?” —“También están doblando por ti”—. Así, un día de enero, el mes del invierno más profundo en el que algunas mañanas nos despierta la muerte con su cínica sonrisa, como ocurrió en su caso, se nos fue este biólogo, periodista, escritor y poeta madrileño que, cuando ya había cumplido los 37 años, decidió hacerse voluntariamente alcarreño y, además, militante. La propia Diputación Provincial, sensible a esta circunstancia y reconociéndola oficialmente, le nombró “Hijo Adoptivo de la Provincia”, a título póstumo, unos meses después de fallecer. Cuánto hubiera disfrutado Marquina esta distinción en vida, este honor que se le tributó cuando ya reposaba en “Castil de judíos”, el paraje en el que se asienta el cementerio municipal de Guadalajara y que él mismo eligió como su postrer lugar de descanso, su última alcoba. Recordemos que el origen etimológico de la palabra cementerio es, precisamente, dormitorio.

Los hijos de Marquina, Álvaro y Cecilia, junto a Juan Garrido, presidente de la Fundación Siglo Futuro, y los cuatro poetas que recitaron en el el homenaje

                Paco era profesor de biología y, además, de los buenos, como han testimoniado antiguos alumnos suyos que reconocen en él un magisterio no solo especializado en su materia, sino transversal, comprometido, profundo, inteligente, peripatético… Estaba perfectamente ubicado profesionalmente, ejerciendo la docencia, el periodismo y la literatura en Madrid, su Madrid, porque, como ya hemos dicho, él era “gato”, castizo, como se les llama a los madrileños ya con raíces en la ciudad y no recién llegados, como lo somos y parecemos la mayoría cuando vamos a la capital. Marquina, en vez de optar por mantener su estatus profesional y vital en ese Madrid que, pese a su evidente progreso, modernidad y apertura, aún sigue teniendo hechuras de aquel lugar “absurdo, brillante y hambriento” con que lo definió Valle Inclán en “Luces de bohemia”, decidió hacer la maleta, cogerse los bártulos y venirse a la Alcarria a criar truchas y escribir en un paraje bello y bucólico donde los haya: el molino de Caspueñas, cuyo caz abastece el río Ungría. Corría el año 1973, Franco aún vivía —es un decir porque yo creo que su yerno y el ”Movimiento” lo tenían ya momificado— y a Carrero Blanco, su jefe de gobierno y más que probable sucesor de haberse podido dar el caso, era asesinado por ETA en la calle Claudio Coello, volando literalmente su Dodge 3700 GT por los aires. “Operación Ogro” se llamó aquel magnicidio que, probablemente, cambió la historia de España. A nivel internacional, 1973 fue un año en el que destacaron tres acontecimientos: La subida exponencial de los precios del petróleo que derivó en una fuerte crisis económica, la guerra del Yom Kippur entre Israel y Egipto y el golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile.

                Como decíamos, en ese momento personal y en ese contexto nacional e internacional, Paco Marquina se viene voluntariamente a la Alcarria y ya para siempre. Vino detrás de Cela y su “Viaje a la Alcarria” porque el personaje y el literato siempre le interesaron y porque su relato alcarreño le sedujo sobremanera. Paco era un gran seductor, también un embaucador, pero se dejó seducir por la Alcarria y embaucar por Cela para venir a ser uno de nosotros. “Compañero de Alcarrias” me llamaba con frecuencia y yo estaba encantado de que una persona a la que apreciada y un escritor al que admiraba, como era él, me dijera una cosa tan bonita, entre racial y térrea, cómplice en todo caso. Eran proverbiales la inteligencia y sabiduría que Marquina atesoraba, junto a su fina ironía que, a veces, derivaba en sarcasmo, un recurso que solo saben administrar los inteligentes porque la torpeza y la ironía son agua y aceite. Paco era un hombre jovial, que vivía la vida con intensidad y con el lema de “carpe diem”, que amaba a los suyos hasta el extremo, pero dejando correr el aire, que disfrutaba de la naturaleza intensamente, sobre todo de los ríos, su hábitat natural, pues solo cambió el Ungría por el Henares cuando se vino a vivir al “Cañal”. Como buen biólogo, también era un gran conocer y estudioso de los pájaros pues era un ornitólogo profesional, pero sobre todo vocacional. Un hombre que conoce y ama los pájaros como él, ya era poeta antes de escribir su primer verso.

                Tres años después de su muerte, la Fundación Siglo Futuro, demostrando tener memoria y corazón, organizó el pasado día 27 de marzo, aún en el entorno del “Día de la Poesía” que se celebra cada año cuando principia oficialmente la primavera, un sentido y bien dimensionado homenaje dividido en dos tiempos, en dos partes. Primero se inauguró un rincón dedicado a Marquina —con objetos personales suyos, fotografías, diplomas, placas, cartas, originales y libros— en la sede que la Fundación tiene en el edificio central del Campus de la Universidad de Alcalá en Guadalajara. Poco después, la remozada sala de la Fundación Ibercaja se llenó hasta los topes para rendirle tributo de recuerdo, afecto y admiración. Un muy buen espectáculo de música, baile y poesía flamencos, inspirado en la luna que es una de las principales fuentes de inspiración de los poetas, sustanció el homenaje que vertebró el propio homenajeado con su poesía a través de la voz de tres grandes mujeres poetas: Marta Marco Alario, Carmen Niño y María Ángeles Novella, bellas voces a las que, gustosamente, sumé la mía, grave y rota, atendiendo la amable invitación hecha al efecto por Juan Garrido, presidente de Siglo Futuro y artífice de este exitoso, justo y oportuno acto. Decía García Márquez, y decía bien como casi siempre, que  “la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”. Ciertamente, nadie se muere del todo mientras se le recuerda y, como dije al principio del acto de homenaje antes de que Marta Marco leyera el primero de los poemas de Paco: “Los poetas no mueren nunca. Viven y vivirán siempre a través de su poesía”. Como el Gary Cooper de la película de Pilar Miró, Paco Marquina está, para mí y para muchos, sin duda en los cielos, al menos en los de este nuestro pequeño mundo que es y llamamos la Alcarria. Callo ya yo —sirva esta aliteración como guiño a quien fuera un maestro en el uso de las figuras retóricas— y habla Marquina a través de su poesía, precisamente en una pieza que tituló “Descanso en paz”. ¡Que así sea! O mejor: ¡así es!, que es la verdadera traducción de “amén”.

“Puesta la muerte en su lugar debido,

puedo tomar la vida con más calma

ejerciendo mis vicios de poeta”

Dylan y Springsteen en el puente del Henares

Cuando los griegos antiguos, en la etapa presocrática, andaban filosofando sobre todo lo que les rodeaba y estaban en el tiempo de la cosmología, Heráclito y Parménides reflexionaron sobre el río como metáfora de la vida, pero no tuvieron igual percepción. Mientras que el primero sostenía que el río fluye, como la propia vida, y nunca se repite la misma situación, el segundo afirmaba todo lo contrario y defendía la inmutabilidad de las cosas. O sea que Heráclito distinguía cauce y curso y siempre veía un río distinto, mientras que Parménides pensaba que el río era siempre el mismo. Bob Dylan, el cantautor y poeta norteamericano que fue tan sorprendente, como a mi parecer justo, premio Nobel de Literatura en 2016, se muestra un tanto tibio entre las posturas de Heráclito y Parménides cuando en su conocido tema, compuesto en 1971 y titulado “Watching the river flow” (“Mira como corre el río”), en uno de sus versos dice: “Pero este viejo río siempre corriendo igual. No importa qué haya en su discurrir y hacia dónde sopla el viento”. Dylan identifica la inmutabilidad parmenidiana con la vejez del río, mientras que su correr siempre igual es puro fluir heraclitiano. Por su parte, “The Boss” (“El Jefe”), Bruce Springsteen, “Hijo adoptivo” de Peralejos de las Truchas desde 2014 aunque aún no ha ido a recoger el título ni a conocer la bella capital del altísimo Tajo —él se lo está perdiendo—, también compuso un tema, en 1980, precisamente titulado “The river (“El río”), uno de los más conocidos de su extraordinario repertorio, en el que tampoco se moja entre lo que dicen Heráclito y Parménides: “Vuelvo al río aunque sé que se ha secado”, asegura en un verso. Si se profundiza en la letra de su bonita canción, Bruce vuelve al río, ahora seco, no porque vea en él siempre lo mismo o algo distinto, sino porque allí hizo el amor por primera vez con Mary, su chica de entonces, siendo ambos adolescentes. Es obvio que, por lo que cuenta en la canción, ya no lo son, como el río no es igual pues ahora está seco, pero hay una inmutabilidad en medio de este cambio evidente del río: el amor que allí se hizo físico.

                El río, nuestro río —que, estoy completamente de acuerdo con Heráclito, fluye como la vida y su cauce es siempre el mismo pero su curso y sus aguas nunca lo son—, es el Henares que estos días baja crecido y bravo como pocas veces se ha visto, por causa de las lluvias abundantes y sostenidas que han caído en las últimas semanas y, sobre todo, que han obligado a abrir las compuertas de Beleña para evitar dañinas consecuencias, hecho sumado al desbordamiento de Alcorlo por primera vez, lo que ha aumentado significativamente su caudal. El río Henares, tan histórico y literario, ya es citado en el mismísimo Mío Cid —en el Cantar del Destierro aparece tres veces, la primera en el verso 435: “En el llamado Castejón, el que está junto a Henares”—, pero antes dio nombre a la mansio romana, asentada sobre probable poblado celtíbero, que está en el origen remoto de la actual Guadalajara —“Arriaca”, que parece significar “camino o río de piedras”— y después también a la Wad-al-hayara musulmana, que es la naciente de la actual, y que, como es sabido, significa “río de piedras”. Pues ese Henares, junto a cuyas aguas surgió esta ciudad, llevaba muchos años fluyendo discreto y pasando por la capital casi de puntillas, porque los últimos tiempos han sido escasamente lluviosos. Solo en algún momento puntual, y dado que Beleña tiene una capacidad de embalse muy limitada pese a ser el depósito de Guadalajara y Alcalá y de las poblaciones del Corredor que hay hasta la ciudad complutense, el río, nuestro río, últimamente ha bajado crecido de manera puntual, aunque regresando pronto a su discreto caudal habitual. No siempre esto fue así; hay datadas importantes riadas en 1947, 1961 y 1970 que anegaron el barrio de la Estación e, incluso, las huertas del Ruiseñor y de las carreteras de Cabanillas y Marchamalo, desbordándose también el llamado Arroyo del Robo, que viene de esta última y tributa sus aguas en el Henares, aguas abajo del puente nuevo. Fueron tales los daños de aquellas riadas, especialmente la del 61, que muchos hortelanos perdieron sus viviendas o parte de las construcciones de sus huertas o de sus amos, debiendo ser algunos realojados en la ciudad, varios de ellos en la entonces llamada “Operación Alamín”. A finales del siglo XX también estuvo a punto de desbordarse el Henares, ya con los chalets de las urbanizaciones de Los Manantiales, Rio Henares y La Chopera construidos, lo que puso en riesgo a sus residentes que, no obstante, y como ha ocurrido, aunque solo puntualmente, en esta ocasión, vieron inundarse sus garajes, entiendo que más por el elevado nivel freático del suelo de esa zona que por desbordamiento directo del río. Aquél hecho motivó que el entonces alcalde de Guadalajara, José María Bris, cuya gestión fue de más luces largas de lo que algunos le reconocen, se pegara, casi literalmente, con la Confederación Hidrográfica del Tajo para que se construyera la mota que desde entonces hace de barrera naturalizada entre el río y las tres urbanizaciones antes citadas. Tras la construcción de la mota, primero llegó el parque construido y equipado entre ella y las viviendas que conforma un magnífico espacio verde y recreativo desde entonces, y, finalmente, el paseo paralelo al cauce que se integró en su bosque de ribera, construido siendo alcalde Antonio Román y que es una auténtica gozada. Este paseo se inunda parcialmente cuando crece el río, como en esta ocasión, pero está diseñado y concebido así, de tal manera que, cuando bajan de nuevo las aguas, sus infraestructuras y equipamientos suelen estar intactos.

El Henares, aguas arriba del puente de Los Manantiales. Foto tomada el 15 de marzo, a primera hora

                Guadalajara, a pesar de nacer por y junto a él, casi siempre ha vivido de espaldas a su río. Esa circunstancia ha cambiado a mejor en los últimos años, pero aún queda camino que recorrer para compatibilizar su disfrute con su limpieza, conservación y equilibrio biocenóticos. Y bien es cierto que, cuando el Henares suena, agua lleva, como también es una certeza que, cuando hay muchos mirones en sus puentes observando su espectacular crecida, como ha ocurrido en los últimos días, la noticia es la abundancia de su caudal, no su escasez habitual. Definitivamente, Heráclito tenía razón: el río, como la vida, fluye y no siempre es el mismo, aunque esté en idéntico lugar. Y ahora, me voy a escuchar a Dylan y a Springsteen. Creo haberlos visto en el viejo puente árabe.

Alonso de “Médicid”

La medicina es una ciencia que, generalmente, suele ser estudiada y ejercida por personas muy racionalistas pero que precisa o, al menos, aconseja un elevado perfil humanista pues su fin último es paliar el dolor físico de las personas y sanarlas cuando enferman o sufren heridas y prolongar sus vidas con la mayor calidad posible. Medicina y humanismo han ido siempre de la mano, ya el griego Hipócrates (siglo V a. de C), considerado el padre de la medicina, después el árabe andalusí Averroes y su discípulo, el judío cordobés Maimónides (siglo XII), más tarde el segoviano de cuna, pero guadalajareño de adopción, Andrés Laguna (siglo XVI) —un gran farmacólogo y botánico—, luego otros extranjeros ya en la edad contemporánea, como Albert Schweitzer o Francis Peabody, o el también español, Gregorio Marañón, entre muchos otros, practicaron a lo largo del tiempo lo que se denomina medicina “ad hominem”, o sea, medicina para los hombres, medicina humanista. “Nuestro” Luis de Lucena (siglos XV-XVI) resumió como pocos esa doble faceta de médico y humanista.

En realidad, toda la medicina es, por definición, “ad hominem” pues por y para el hombre trabaja. La historia, igualmente, nos ha regalado un sinfín de médicos ilustrados, no solo humanistas, sino además historiadores y literatos, precisamente dos campos del conocimiento humanos y humanistas donde los haya. No hace falta remontarnos a la noche de los tiempos ni buscar en altas montañas ni en desiertos lejanos para encontrar grandes médicos que se han dedicado, de manera intensa y muy solvente, a la investigación y la divulgación históricas, como también a la creación literaria. Bien cerca tenemos algunos ejemplos proverbiales: los dos últimos cronistas provinciales, el gran Francisco Layna Serrano, y el actual, no menos grande, Antonio Herrera Casado, eran médicos (ambos ORL para más señas), y ambos han sido —en el caso de Antonio, sigue siendo y ojalá por muchos años— dos pilares fundamentales para el estudio, el conocimiento y la divulgación de la historia provincial. Otros médicos, al tiempo que historiadores locales de la provincia, brillaron asimismo por su actividad en la segunda mitad del siglo XX, entre ellos el pastranero, Francisco Cortijo —el célebre Don Paco del “Viaje a la Alcarria”, de Cela—, el seguntino de origen andaluz, Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, y el molinés, Pedro Pérez Fuertes, lamentablemente fallecido mucho antes de lo previsible. A ellos igualmente cabría unir, entre algunos más por los que pido excusas por no citar, a Ricardo Sanz, el médico que se empeñó en defender que Colón había nacido en Espinosa de Henares.

                Dicho todo esto, otro notorio ejemplo de médico, con alma racionalista, corazón humanista y pluma ilustrada, vinculado al campo de la historiografía y la literatura —y a no pocos más pues presenta un perfil polifacético casi renacentista— es José María Alonso Gordo, valverdeño (de los Arroyos), serrano, guadalajareño y castellano militante que hace ya mucho tiempo que nos viene regalando importantes obras de investigación y divulgación, especialmente referidas a su bonito y más que interesante pueblo, y que ahora nos ha obsequiado con una obra absolutamente recomendable: “Camino del Medicid (cicloturismo al ritmo de dulzaina y tamboril)”. Aunque este libro, presentado hace unos días, tanto en Guadalajara como en Valverde, con evidente poder y éxito de convocatoria, lo firma él como como coordinador, aparecen en portada como coautores sus compañeros de camino, los también médicos —todos ellos conocidos por el ejercicio de su profesión, incluso en ámbitos de alta responsabilidad— Juan José Palacios, Octavio Pascual y Carlos Royo, además de José Miguel Llorente, buena gente donde los haya, amigo de los cuatro, dulzainero y sanitario consorte que se unió a ellos. El libro se supone que es de autoría coral, pero creo no equivocarme al afirmar que, en realidad, es obra en gran parte de José María Alonso. Su (buen) estilo es ya inconfundible, algo que muchos escritores perseguimos y no siempre logramos.

Portada del libro «Camino del Medi-cid»

                ¿Y que es el “Camino del Medicid”? Pues una singular, esforzada, divertida y, por momentos, genial aventura de cuatro amigos médicos y un asimilado, con afición cicloturista y sensibilidad por la música tradicional y, en algunos casos, hasta buen tañer sus instrumentos más castellanos, que, en cuatro etapas realizadas en cuatro años distintos, pandemia de Covid por medio, han hecho en bicicleta el llamado “Camino del Cid”. ¿Y qué es el “Camino del Cid? Pues un itinerario cultural y turístico, establecido a finales del siglo XX —en cuyo diseño y configuración tuve el honor y el placer de participar junto a mi compañero y amigo Plácido Ballesteros— y señalizado y promocionado desde principios del XXI, que sigue las huellas de Rodrigo Díaz de Vivar y el poema épico, a él y a los suyos dedicado, por ocho provincias: Burgos, Soria, Guadalajara, Zaragoza, Teruel, Castellón, Valencia y Alicante. Dos mil kilómetros en bicicleta por Castilla, Aragón y el levante valenciano, con dulzaina, tamboril, tambor (y hasta un guitarrico), entre castillos, torreones, ermitas, plazas mayores, picotas, puentes, fuentes, mesones, tabernas, posadas, albergues… y centenares de pueblos, personas y anécdotas que jalonaron ese viaje que han contado (muy bien) en este libro, oportunamente editado por la Diputación. “Historia, paisaje, literatura, poesía, música, humor y deporte constituyen el bagaje” —como sus propios autores explican en la contracubierta— que los ha acompañado y han atesorado en sus corazones y en sus cabezas estos cinco “Medicid”, como ocurrentemente se han autodenominado. Con este sonoro nombre han unido medicina y Cid, al tiempo que han evocado a Los Médici, la poderosa e influyente familia florentina del Renacimiento, grandes mecenas del arte y otras disciplinas de las humanidades, que hasta llegó a reunir entre su parentela nada más y nada menos que cuatro papas.

                “El Camino del Medicid”, cuya lectura recomiendo encarecidamente a cicloturistas, turistas de a pie y motorizados, castellanistas, melómanos, optimistas antropológicos, curiosos, aficionados a la lectura con peso específico y, por supuesto, a cachondos mentales —el habitual rictus de seriedad de José María Alonso de “Medicid” es pura impostura—, nos ofrece 333 páginas de buena literatura, mucha historia y arte, paisajes con figuras, música, amor (por la tierra y sus gentes, por su ayer, su hoy y ¿su mañana?), y humor del bueno, el que practican los inteligentes entre amigos.

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