Al viejo palacio de los Condes de Coruña –de la Coruña del Conde burgalesa, no de la gallega-, uno de los tres edificios más emblemáticos de los que se conservan en la plaza del Jardinillo, junto con la iglesia de San Nicolás y el antiguo Banco de España-, popularmente conocido como “el del Minaya”, le ha salido un nuevo inquilino que pronto va a ocupar su planta baja, exactamente en la zona del inmueble últimamente ocupada por la Caja del Mediterráneo (CAM) y el Banco Sabadell, que hace esquina entre la calle Mayor y la del Doctor Benito Chavarri. Y he dicho un nuevo inquilino y casi podía decir un viejo vecino, porque, quien va a ocupar ese local comercial en una parte de lo que un día fuera uno de los muchos palacios nobiliarios que hubo en la ciudad, es “La Caixa” que, como es público y notorio, en algunas de sus oficinas de la provincia se anuncia como “Caja de Guadalajara”, pero todos sabemos que de la antigua caja guadalajareña cada día queda menos en ella pues, más que reabsorberla tras sus dos anteriores absorciones –eufemísticamente llamadas “fusiones en frío”- que ya le habían hecho previamente, primero Cajasol y después Banca Cívica, la caja catalana directamente fagocitó a la alcarreña.
Es toda una metáfora del desatino, casi una alegoría, el hecho de que una vez que la antigua Caja de Guadalajara vendiera a la Junta de Comunidades su histórica sede de Topete, esquina a Benito Chavarri –que distaba apenas cuatro metros de la nueva oficina que ahora La Caixa va a abrir en el Jardinillo- para trasladarse a su flamante torre en la avenida de Eduardo Guitián, junto al Centro Comercial “Ferial Plaza”, menos de cuatro años después vuelva a instalar su oficina principal –ahora ya como “Caixa Guadalajara”, entiendan el guiño- en el centro de la ciudad, junto a su antigua sede, en un local de alquiler y con una notoriedad y un espacio infinitamente más reducidos que los que en su día acreditaba en la zona. ¿Y qué pasó y, sobre todo, qué va a pasar entonces con la torre de la avenida Eduardo Guitián? Pues como casi todo el mundo sabe, ésta jamás llegó a estar ocupada al cien por cien –ni si quiera al cincuenta por ciento-, a su supuesta oficina principal apenas acudían clientes por estar muy lejos de casi todas partes, su salón de actos no acogió más de una docena de ellos y, cuando La Caixa absorbió a Banca Cívica –y, por ende, a los restos del disimulado naufragio de Caja de Guadalajara-, una de las primeras decisiones que tomó fue la de eliminar el nombre de “Caja de Guadalajara” de la torre, despejarla prácticamente de trabajadores e intentar venderla a través de Servihábitat, la inmobiliaria de la caja catalana. Como ha sido imposible vender la torre, ni si quiera a un precio varias veces rebajado, ahora intentan alquilar sus oficinas por metros, a un precio que indica muy a las claras cómo está de tocado el mercado inmobiliario en la ciudad –por no decir hundido-, también en suelo terciario y, concretamente, el muy escaso atractivo que tiene esa torre para los empresarios y emprendedores locales: Lo dicho, se alquila espacio para oficinas en ella ¡desde a 5 euros metro cuadrado!
Me contaba hace unos días un empresario que tiene su negocio en la zona del Jardinillo que había oído comentar a un ejecutivo de La Caixa, venido de fuera y que estaba inspeccionando las primeras tareas de acondicionamiento del local que allí pronto va a ocupar su oficina principal de la ciudad, que había sido un auténtico error, desde el punto de vista comercial, llevarse la oficina de referencia de Caja de Guadalajara “al medio del campo”, renunciando al magnífico emplazamiento que tenía en la calle Topete. A mi juicio, y al de muchos otros con los que he comentado el tema, lleva toda la razón este profesional de la caja catalana que, con esta reflexión, viene a confirmar, aún puede que sin saberlo, lo que muchos pensamos en su día cuando se fraguó en 2009 la operación de venta de la antigua sede de “nuestra” Caja a la Junta, por 17 millones de euros, casi dos años después de que hubiera “pinchado” ya la llamada “burbuja inmobiliaria”: que la administración regional pagaba bastante más –o sea, que todos pagábamos bastante más- de lo que aquél inmueble valía, a precio de mercado en ese momento, y que aquella operación iba a servir sólo para salvar las cuentas de ese año de la Caja, de manera circunstancial, y que el futuro lo tenía más que comprometido. Como así ha sido, a pesar de que nos vendieran –y, algunos, ingenuos, incluso la compráramos- su literal desaparición como una “fusión en frío” que iba a permitir tres hechos relevantes: el mantenimiento de los puestos de trabajo, el de la marca “Caja de Guadalajara” y el de la obra social a través de una fundación. Pues bien, aquello que se nos vendió como un caballo cartujano, era en realidad un ruc català (la raza de burro catalana, de la que dicen que sólo quedan unos centenares de ejemplares aunque a mí me parece que quedan muchos más) porque, andado el tiempo, ésta es la auténtica realidad de lo que queda de “nuestra” Caja: bastantes empleados se han prejubilado obligados o casi, otros han pedido la baja voluntaria porque les proponían trasladados que perjudicaban gravemente su vida familiar, otros han aceptado esos traslados como un reo acepta la horca, o sea a la fuerza, la marca “Caja de Guadalajara” es ya mera anécdota y no es más que puro nominalismo estratégico, y de la antigua obra social de “la nuestra” –que llegó a ser muy estimable- apenas queda el recuerdo.
Así que, después de que algunos directivos irresponsables y osados –venidos de la política a un mundo casi ignoto para ellos, pero muy lucrativo- hayan jugado al Monopoly con nuestro dinero y “nuestra” Caja, ésta, tornada ahora su tradicional boina de labrador castellano por una barretina de payés, vuelve de alquiler al Jardinillo, a ese casi mítico local del viejo palacio de los Condes de Coruña que durante la posguerra ocupó el bar-cafetería “Minaya”, cuando, entre 1940 y 1948, la Academía de Infantería se ubicó temporalmente en nuestra ciudad y que así describía mi maestro periodístico y recordado amigo, Salvador Toquero, en su libro titulado “El calor de una huella”: “Ubicado en la planta baja de un antiguo caserón y con amplio ventanal a la Plaza del Jardinillo, hacía esquina con la calle del Dr. Benito Chavarri, con vocación de callejón y vedado desde siempre al tráfico rodado. Una barra al fondo, no muy amplia, y unas cuantas mesas, con flanqueo de divanes y sillas, dispuestas de tal modo que el cliente podía observar perfectamente cuanto acaecía por la calle y el viandante apreciar que el local era feudo militar, a juzgar por la invasión de capotes y gorras”.
En el antiguo “Minaya”, a los capotes y los ros (el gorro militar que tanto sale en los crucigramas) de la década de los cuarenta le siguieron luego los clavos y tornillos de la ferretería de Rodríguez Coronado, cohabitando un tiempo con las horchatas y los batidos naturales de uno de los negocios de Guajardo, ya bajo la marca “Hernando”, para después terminar siendo, como otros muchos locales de la zona, oficina bancaria. Como bien decía el Arcipreste de Hita en su “Libro de buen amor”: “Hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar; al torpe hace discreto y hombre de respetar, hace correr al cojo y al mudo le hace hablar; el que no tiene manos bien lo quiere tomar…”.