Mis recuerdos infantiles de julio tienen un paisaje, Taracena, y unas figuras, las de los rostros curtidos por el sol y el sudor de la carrera sin parar, de un lado a otro del pueblo y viceversa, de los chavales de mi generación que allí vivían o, como era mi caso, allí veraneábamos. Aunque es el pueblo de mi madre y de toda mi familia materna y lo tengo como propio, comprendo que a muchos les parezca menos bonito, por utilizar un eufemismo, que muchos de los muchos pueblos que tiene la provincia de Guadalajara. Más de 450, según el nomenclator provincial, aunque solo sean municipios 288. Pero a mí me gusta Taracena y así lo proclamo ante quienes finjan ignorarlo, tomándole prestada esta expresión a Camilo José Cela cuando se reivindicó en público como alcarreño, si no de nación, sí de adopción y vocación. Por cierto, que el Nobel pasó, física y literariamente, por Taracena en su “Viaje a la Alcarria” (1946) y casi cuarenta años después en su ”Nuevo viaje a la Alcarrria” (1985), dejándonos como mejor prenda de su caminar a pié-pluma por mi pueblo estos preciosos versos que forman parte del “Cancionero de la Alcarria”:
A la tierra color tierra
le maduró un sarpullido.
Bajo el sol de Taracena
cuelga la vida de un hilo.
Taracena tuvo ayuntamiento propio hasta mediados de los años sesenta del siglo pasado, cuando desde el gobierno central se impulsó uno más de los muchos procesos reductores de municipios que, a lo largo de los dos últimos siglos, se han emprendido en España porque en este país somos tan sociocentristas y localistas que, si nos dejan, hacemos un ayuntamiento, no por pueblo, sino por familia, ni siquiera por estirpe, y dentro de la familia hasta creamos pedanías e, incluso, entidades de ámbito territorial inferior al municipio, que es esa figura intermedia entre el municipio y la pedanía que prevé la actual legislación local.
Aunque siempre habrá alguien que no esté de acuerdo e, incluso, tenga sus razones para no estarlo, creo que a Taracena le ha ido bien su anexión como barrio a la capital. Al pueblo no le falta de nada y desde hace ya mucho tiempo dispone de eficientes servicios públicos, especialmente el transporte urbano y la limpieza viaria y recogida de basuras, así como de unas buenas infraestructuras y equipamientos urbanos: calles asfaltadas, incluso alguna ya con varias capas de rodadura, aceras en buen estado, plazas ordenadas y bien equipadas y amuebladas, jardines cuidados –aunque desde que se jubiló Ángel, el alguacil, la cosa verde ha ido claramente a peor-, depósito de agua propio, centro social amplio y siempre limpio, consultorio médico, frontón cubierto, pistas deportivas al aire libre en buen estado y uso, escuela con niños y maestros, cementerio reformado, y hasta una pequeña pero coqueta plaza de toros, hecha en hacendera por los vecinos. A mí de las pocas cosas que me parece que le faltan a Taracena es que derriben, de una vez por todas, las viejas viviendas de los maestros, que están en ruina desde hace tiempo y, además de impedir que se caigan cualquier día y puedan hacer daño a alguien, su solar sirva después para hacer un nuevo edificio público, con el uso que decidan los que allí viven de forma permanente, aunque a mí me parecería muy adecuado que se construyera uno en el que convivieran un centro para mayores y otro para jóvenes, con su biblioteca y sala de lectura compartida. Si esa biblioteca es un día realidad, desde aquí me ofrezco a donar los primeros doscientos ejemplares de la misma, salidos no de los desechos de mi amplia colección de libros, sino de lo mejor de ella, incluidos un centenar referidos exclusivamente a temática y autores de la provincia de Guadalajara.
Hay muchos pueblos de la provincia que son más bonitos que Taracena, sí, pero a mí me gusta como es, especialmente su entorno más que su caserío, afeado con frecuencia por el pulverulento y blanco caolín, como si de un belén espolvoreado por harina se tratara. La Peña Hueva, El Pico del Águila y el Cogorro, los tres montes que imprimen personalidad al paisaje del pueblo, son alcarreños “de libro”, como ya he dicho en más de una ocasión; y lo son por dos motivos: porque sus descarnadas tierras margosas –calcitas y arcillas- caen desde el páramo de su llano hacia sus pies, hecho valle, como si fueran nervaduras, paisaje prototípicamente alcarreño, y porque, hace unos años, una editorial especializada en libros escolares eligió como fotografía de la portada de un libro de la asignatura de “Conocimiento del medio”, una imagen de la entrada al valle de Torija tomada desde Taracena, en la que la Peña Hueva y el Pico del Águila hacían de jambas de un arco imaginario y sin más dintel que el propio cielo.
Paisaje de libro y también de cine este de Taracena, pues allí mismo rodó el gran Stanley Kubrick, en 1959, algunas de las escenas más épicas de “Espartaco”, convirtiendo el paisaje alcarreño de Taracena en el napolitano del Vesubio gracias a la magia del celuloide, donde el mítico Kirk Douglas, con unos centenares de gladiadores y esclavos rebeldes, intentó combatir a la entonces todopoderosa e imperial Roma.
En julio, a poco que el calor aprieta -y este año está apretando de lo lindo-, mi recuerdo siempre me lleva a ese Taracena en el que viví los mejores veranos de mi infancia, en el que conocí la amistad para siempre, descubrí el primer amor y en el que encontré a una segunda madre, mi tía Esperanza, a pesar de que ni la buscaba ni la necesitaba porque me bastaba y sobraba con la mía, Pilar, a quien le debo mucho, pero sobre todo mirar a la vida, no sólo a través de los ojos, sino también del corazón. Termino citándome a mí mismo –que puede ser economía de esfuerzos, pero nunca plagio- con estas palabras, escritas en un julio de sol plomizo y calor abrumador como este, y rememorando como hoy algunas de mis muchas horas de feliz infancia en Taracena:
“Solazo de julio que antaño caía a plomo sobre los segadores en los pedazos, los acarreadores en los caminos de pan llevar y los trilladores en las eras de pan trillar, acompañados de críos jugando a iniciarse en las tareas agrícolas, haciendo de lastre sobre los trillos con pedernales de Cantalejo, tirados por mulas y envolviéndose en el picajoso tamo que no se les despegaba de la piel hasta el obligado baño del domingo, antes de que tocaran a misa, en el balde de cinc y con el agua caldeada al sol, con lavado de pelo incluido en el corral y aclarado con vinagre, un producto más de despensa que cosmético, pero tan eficaz como la camomila para enrubiar” . (“De quince a quince”.- 22-7-1997)