No es que sea yo, precisamente, un entusiasta de la monarquía como sistema de estado, pero reconozco que Juan Carlos I se ha ganado mi respeto como jefe del estado español, por su decisiva contribución a que nuestro país sea irreversiblemente democrático cuando muchos han procurado que no lo fuera a lo largo de casi toda su historia, especialmente sus reyes. Y si me merece respeto el Borbón de nuestro tiempo, he de decir que también me merece simpatía e, incluso, cierto afecto comprensivo, sobre todo desde que hemos sabido públicamente lo que se rumoreaba privadamente: que le gusta cazar de todo, desde elefantes en Botswana a conejos allá donde salten, especialmente entre sábanas. Y con ello no es que pretenda hacer elogio de los desenfrenos sexuales del monarca, bien al contrario, porque han sido (presuntamente) adúlteros, sino que al ser públicos le hacen bajar bastantes peldaños del pedestal y acercarse aún más a los comunes de los mortales, por su ahora conocida debilidad humana, al menos a la altura de la bragueta, en contraste con el vínculo divino atribuido a las monarquías en su mismo origen, absoluto y absolutista, por supuesto.
Es de sobra conocido que en España hay mucho liberal sólo de cintura para abajo, aunque no parece ser el caso del Rey; pero si quien le precedió en la jefatura del estado y sentó en el trono, Francisco Franco, fue “generalísimo”, Juan Carlos I bien podría pasar a la historia como el “liberalísimo” o mejor, el “libérrimo”, porque ha sabido compaginar el liderar bien a su pueblo y ser el primero en hacerle marchar tanto tiempo por la senda constitucional –al contrario de su antepasado, el rey “felón” Fernando VII, perjuro y enemigo declarado de “La Pepa”-, con hacer lo que le ha salido de sus mismísimos en su vida privada, algo, repito, que no es para aplaudirle porque mientras él ha gozado otras y otros han sufrido, pero sí para comprenderle, puesto que se ha demostrado que su sangre no es azul, sino roja, y, sobre todo, caliente, como la de muchos y muchas españolas. Y es que en España, aunque tengamos la envidia por el primero de nuestros pecados capitales autóctonos, la lujuria no le anda a la zaga…
Ironías aparte, mucho lamento, por la inestabilidad institucional que supone para España y el deterioro de su imagen internacional en una momento crítico como el actual, la situación en la que se ha visto envuelta la monarquía española, no sólo por los tiros y tiritos que haya pegado el monarca, sino porque una Infanta de España, Cristina de Borbón y Grecia, séptima en la línea sucesoria de la Corona, está imputada desde hace unos días por ser “cooperadora necesaria” y/o “cómplice” de su marido, Iñaki Urdangarín, que, por su parte, hace ya más de un año que está imputado por el “Caso Nóos” como presunto autor de los delitos de prevaricación, tráfico de influencias, falsedad documental, fraude a la administración y malversación, que no son moco de pavo penal precisamente. Aunque la presunción de inocencia es un principio básico de cualquier justicia democrática que se precie, mucho me temo que al Duque “em-palmado” –su calentón no es borbónico de sangre, pero como “si lo sería”, como dirían sus paisanos vascos- le han pillado con el carrito del helado, o sea, pegando palos a todos los que se han dejado, que, por lo visto hasta ahora, han sido muchos y con el dinero de todos, y va a ser muy difícil que salga bien librado del proceso judicial en el que está inmerso pues la carga de las pruebas que pesan sobre él es mucha. Pero acabe ese proceso como acabe, el daño causado por Urdangarín a la Casa Real y a la Infanta Cristina me temo que serán ya irreparables, incluso aunque, finalmente, ésta deje de estar imputada, como ha solicitado el fiscal en contra de la tesis que mantiene el juez instructor, en un poco frecuente caso de inversión de papeles habituales entre jueces y fiscales.
Y, como no podía ser de otra manera porque la cabra siempre tira al monte, en este río revuelto en el que anda metido nuestra monarquía, cada vez son más los pescadores anti-monárquicos que están lanzando sus buitreras cañas para intentar pescar la III República española; otra cosa es que, si quiera, esté ese pez en el río porque no todos los peces se pueden pescar en cualquier río, por muy revuelto que esté. Y es que los españoles, sin necesidad de leyes ad hoc, tenemos buena memoria. Bueno, la verdad, no siempre.
¡Y a Urdangarín, ya le vale, ya…! Por mi, que se vaya, y bien pronto y para mucho tiempo, al Golfo Pérsico a ganarse honradamente la vida como ayudante del nuevo seleccionador del equipo de balonmano de Qatar, que va a ser el hasta ahora seleccionador español, el gran Valero Rivera, y que, según se ha confirmado, le ha ofrecido ese puesto, lo que permitirá al, todavía, marido de la Infanta poner tierra de por medio con España, como en su día ocurrió cuando se fue a Washington, no por casualidad, sino por causalidad: ya la había hecho y tenía miedo a tener que pagarla. Pues que cobre en Qatar, pero que la pague en España, si es que así lo dictaminan los jueces en sentencia firme cuando toque, que espero que sea pronto, porque como dice una máxima legal “justicia retrasada, no es justicia”. Así pues, que el (presunto) golfo se vaya al Golfo. Pérsico.