El coronavirus nos ha traído mucho sufrimiento, mucho dolor, mucha angustia, mucha desazón, muchas dudas, muchos inconvenientes y no pocas cosas negativas más, entre ellas padecer limitaciones e imbuirnos en una dialéctica propias de tiempos bélicos y no de paz: confinamientos, toques de queda, salvoconductos, guerrillas urbanas… Guadalajara, en el silencio tras el toque de queda que nos confina en casa desde las doce de la noche hasta las seis de la mañana, es una ciudad sin alma, como la bella de la canción de Ricardo Cocciante. Es azul porque la oscuridad de la noche también lo es, lo que sucede es que la falta de luz del sol hace que el cielo parezca sombrío, pero sigue siendo infinitamente azul. No tiene alma porque una ciudad no solo la conforman sus edificios y sus calles, sino fundamentalmente las personas que viven en ella, especialmente cuando salen de aquéllos y deambulan por éstas. La gente confinada en sus casas no hace ciudad, aunque ahora sea necesario que lo esté porque los virus de marzo no se fueron en junio, sino que jugaron al escondite en el verano para regresar en otoño aún con más virulencia a jugar ese otro juego, no precisamente de niños, que es el de la enfermedad y la muerte. Las noches azules de la Guadalajara sin gente son aún más sombrías porque las farolas que antaño fueron de vapor de sodio o de mercurio y que ahora son de leds, más que luminarias para poner un poco de día a la noche, parecen focos cenitales para alumbrar y hacer aún más patente la soledad.
Primera bandera de la ciudad de Guadalajara
La Guadalajara azul de las noches en toque de queda, aunque no lo parezca porque el sol calienta e ilumina el hemisferio sur mientras el cielo duerme en el norte, espera los gallos picajosos de la madrugada para desperezarse y volver a ser ciudad del todo pues, sin gente que la ande y vocee, es solo un decorado con el cielo oscuro, incluso moteado de estrellas como ciclorama. Las cosas no son lo que son si no pueden ser todo lo que podrían ser, y una ciudad sin gente en la calle, aunque sea a deshoras, está tan alejada de la plenitud que está más cerca de ser nada que de ser algo. No es filosofía barata de confinado a toque de queda, es la verdad, nada más que la verdad, aunque no sea toda la verdad. Las noches no son solo de los noctámbulos, sino de quienes, como yo, hace tiempo que dejamos de serlo porque nos cansamos de ellas de tanto vivirlas. La noche confinada en azul, aunque sea tan oscuro que parezca negro, es una emboscada sin bosque, es el absurdo porque no puede haber bosque sin árboles, aunque solo sean los que te impiden verlo. Las calles no sirven de nada sin transeúntes y hasta las farolas iluminan la nada que es un gasto ineficiente e inútil. Hasta el aire de la noche que no se respira es un despilfarro de dióxido de carbono pues los árboles no entienden de toques de queda y siguen a lo suyo con la fotosíntesis. El asfalto, sin coches que lo transiten, excepto los de los servicios de seguridad y emergencias, parece enlutar aún más la ciudad al hacerse todavía más evidente su betún negro negrísimo. Los carteles iluminados de los comercios y otros tipos de negocio son faros en medio de un naufragio al que la luz, lejos de ayudar, le pone el foco para aumentar su dramatismo. En los parques, la vida vegetal y animal sigue a lo suyo: estorninos, gorriones, herrerillos, jilgueros, mirlos, petirrojos, palomas, tórtolas y urracas duermen entre acacias, aralias y aucubas; entre pinos también, donde el carbonero pasa el invierno que pronto se adivinará. Y entre árboles del amor, sin más amantes que un par de buchonas cuyo zureo es el sonido del silencio de la noche. Si Vitoria es la ciudad blanca en el silencio de la novela de Eva García Sáenz de Urturi, la reciente ganadora del premio Planeta, Guadalajara es la ciudad blanca… y azul. No solo porque sus noches -¿verdad, queridos Javier Borobia y Fernando Borlán?- se tiñen de azul por mor de la huida del sol y la arribada de las absentas, sino porque la primera bandera histórica de esta ciudad de la que hay noticias en los archivos municipales, fue una franjada horizontal en esos dos colores, según documentó el competentísimo y recordado archivero municipal, Javier Barbadillo. No se trata de dar un toque de queda a la historia, sino de ponerla en su sitio: ni las banderas históricas de Guadalajara y de Castilla son moradas, ni el caballero del escudo de la ciudad es Alvarfáñez reconquistándola en la noche de San Juan de 1085, como es ampliamente tenido por cierto. La bandera de Guadalajara, según documentos del XIII confirmados en otros de principios del XVII, constaba de cinco franjas horizontales azules y blancas, la bandera castellana es roja carmesí -la morada era de los borbones y del Regimiento Castilla- y el caballero del escudo de la ciudad es el del sello concejil, precisamente portando la bandera listada en azul y blanco. Confínese, duerma, pero no mire para otro lado ni calle la ciudad.