Y seguimos con el Conde –de Romanones, por supuesto- que es un personaje histórico que da para mucho y que, como apuntaba en mi post anterior, estoy convencido que se merece una revisión en profundidad de su figura y de su obra política en la que, probablemente, saldría mucho mejor parado que otros, incluso del tiempo presente, que, como diría Esperanza Aguirre –antes muerta que callada-, no resisten, si quiera, un “juicio de hemeroteca”, como para aguantar un juicio de la historia.
De las muchas anécdotas que se le atribuyen a Don Álvaro de Figueroa y Torres –él mismo negó ser protagonista de muchas de ellas, pero aceptó deportivamente que se le atribuyeran, en una muestra más, no sólo de su ideología, sino de su talante liberal- hay una que siempre me ha llamado especialmente la atención por su contundencia y expresividad: cuentan que el Conde aspiraba a ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua Española y que algún adulador profesional, de los que tanto le merodeaban a él y a cualquiera que tuviera un mínimo de poder en la España apolillada de aquella hora –y que subsisten en la de hoy, cual garrapatas-, le dijo que no iba a haber ningún problema y que podía contar con el voto de la práctica totalidad de los académicos, que sólo bastaba que se lo pidiera para que así fuera. Al parecer, don Álvaro hizo desfilar, uno a uno, a los académicos por su casa y la gran mayoría de ellos le confirmaron que podía contar con su voto para acceder al sillón de la RAE. Pues bien, llegado el momento de la votación, secreta, ésta la perdió de manera abrumadora frente a otro aspirante. Cuando le comunicaron el escrutinio del voto de los académicos, Romanones acuñó una expresión de apenas dos palabras, pero que es todo un compendio de psicología grupal, un hito de la hipocresía y el fariseísmo que puede llegar a alcanzar el ser humano y una prueba palmaria de la sideral distancia que, a veces, hay entre el dicho y el hecho: “¡¡¡Vaya tropa!!!”
Pues bien, esta mañana, cuando nos hemos desayunado con la grata y aliviadora noticia de que en el pasado mes de mayo ha descendido el paro en España en 98.265 personas –pongo en negrita lo de personas porque, por desgracia, en la dichosa macroeconomía, que tan mal nos va a los españolitos desde hace ya un lustro, parece que los números son sólo eso, numeritos-, he escuchado unas declaraciones del líder de la oposición, el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, diciendo que el dato “es bueno”, pero que “después de la primavera viene el verano y luego el invierno”; es decir, sin decirlo literalmente, ha dicho, o al menos, ha querido decir, que hay una causa “estacional” en ese buen dato, por lo que no es tan bueno, y que después vendrá “el tío Paco con las rebajas” cuando acabe el verano y concluyan los contratos que se han producido, no porque mejore la situación económica, sino porque en España, en verano, además de un espléndido sol casi todos los días, salen trabajos “estacionales”. O sea, que Rubalcaba dice que el tanto de que haya bajado notablemente el paro en mayo –es, objetivamente, el mejor dato de empleo en un mes de mayo de toda la serie histórica, iniciada en 1996- se lo pueden apuntar el sol y la playa, pero no Rajoy…
¿Y si hacemos un juicio express de hemeroteca al respecto? Pues, gracias a la eficiencia del buscador de Google, pronto nos encontramos con unas declaraciones que, el 2 de junio de 2011, es decir, hace exactamente dos años menos dos días, gobernando -¿¿??- aún Zapatero, hizo la entonces portavoz del PP en el Congreso de los Diputados y hoy poderosa vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, en las que valoraba así el descenso del paro, en mayo de 2011, en 79.701 personas; repito, personas: “Si se descuenta la estacionalidad, el paro ha subido en 38.000 personas”.
Sin comentarios… Bueno, sí, sólo uno: ¡¡¡Vaya tropa!!!