El alcázar de Guadalajara es una ruina desmemoriada desde la Guerra Civil, cuando quedó semidestruido por las bombas de unos y de otros, tras haber tenido un último uso en el primer tercio del siglo XX como acuartelamiento del regimiento de globos, compartido en una parte de su recinto con colegio de huérfanos de militares, y hasta con una sección de colombofilia militar. Su origen data del siglo IX, como el puente califal, siendo ambas construcciones las más antiguas de cuantas se conservan en la ciudad fundada por los musulmanes en el siglo VIII y cuyo primer nombre conocido fue el de Madinat al Faray, la ciudad de Faray, el cadí más importante de la etapa naciente de la urbe y quien la elevó verdaderamente a tal rango.
Su primer uso fue como alcázar andalusí, es decir, como fortaleza defensiva, una de las más importantes que llegó a haber en la amplia marca media musulmana, cuya capitalidad llegaron a compartir la propia Guadalajara y Medinaceli. De alcázar andalusí pasó a ser palacio mudéjar, ya en época de dominación cristiana, lo que ocurrió a partir del reinado de Alfonso VI, a finales del siglo XI. En él residieron temporalmente reyes y miembros de la familia real y en él se celebraron dos sesiones de Cortes castellanas, en 1390 -reinando Juan I- y en 1408 -siendo rey Juan II-. El recinto suroccidental del antiguo palacio real pasó a ser, ya en la edad moderna avanzada, fábrica de sarguetas, telas que tienen la sarga como materia prima. Finalmente, el primitivo cuartel de San Carlos, que ocupaba una parte anexa al antiguo alcázar, fue ampliado ocupando la parte previamente ya ocupada por la fábrica de sarguetas.
Primero las bombas de la artillería del ejército leal a la República, en la primera hora del llamado “alzamiento nacional”, atacando a los amotinados rebeldes encabezados por Ortíz de Zárate, y, después, las bombas incendiarias de la aviación franquista en diciembre del 36, que también causaron estragos en el palacio del Infantado, dejaron en ruinas el viejo alcázar guadalajareño. Y arruinado sigue estando, pese a que, tras seis décadas de completo olvido, desde 1998 y en los últimos cinco lustros, al menos se volvió la vista hacia él, aunque fuera de soslayo, realizándose algunas primeras excavaciones arqueológicas, actuándose después sobre las antiguas caballerizas y abriéndose más tarde a visitas, durante un tiempo, con unas estructuras de pasarelas que permitían ver detalles arqueológicos, de las fábricas de sus muros y de su planta. Tras volverse a cerrar un período de unos años, mientras se repensaba qué se hacía con él, ahora le aguarda una primera actuación de cierto empaque, por valor de 1,2 millones de euros, que, tras estar su proyecto en estudio y búsqueda de financiación desde hace ya más de tres años, por fin se ha adjudicado su ejecución, llegando la polémica con ello. Al tener noticias de ella, recordé esta frase de Jacinto Benavente: “Los recuerdos tienen más poesía que las esperanzas, como las ruinas son mucho más poéticas que los planos de un edificio en proyecto”.
La controversia sobre la, parece que por fin, ya próxima actuación en el alcázar arriacense la ha abierto una plataforma ciudadana, que se ha autodenominado “Colectivo Alcázar”, y que sostiene que esa actuación, tal y como se ha proyectado, es inadecuada por el “grave impacto” que generarán las obras en el entorno de la antigua fortaleza. Fundamentalmente se quejan de que se ha proyectado una serie de rampas y muros de hormigón que conformarán una pasarela en la ladera que hay bajo la fachada que da al parque lineal del barranco del Alamín, que servirán para recalzar esa parte del edificio que, según el equipo de gobierno municipal, “está en grave riesgo de colapso”; es decir, de venirse abajo. El colectivo ciudadano considera que esa pasarela es, además de muy impactante visualmente, una actuación externa respecto al inmueble, más urbanística que arquitectónica, pues lo que va a hacer es enlazar la calle Madrid con el parque lineal. El Colectivo Alcázar considera que lo que procedería es invertir de verdad en el interior del alcázar y no en su alrededor, en consolidar sus cimientos y sus muros y en proseguir con las actuaciones arqueológicas que es lo que, según este grupo, proponía el plan director aprobado en su día. También se quejan de falta de información pública sobre el proyecto, lo que, de haberse dado, hubiera permitido que esta polémica no saltara ahora, cuando ya están a punto de empezar las obras, sino en una fase muy anterior y cuando aún se estaba trabajando sobre el proyecto. El equipo de gobierno municipal, por su parte, dice que el proyecto era conocido desde hace ya mucho tiempo, incluso por miembros de este colectivo, que la actuación propuesta es absolutamente necesaria y que, además, si no se ejecutan las obras ya adjudicadas, se corre el riesgo de perder el 75 por ciento de su financiación que, a través del denominado “1,5 por ciento cultural”, aporta el Ministerio de Fomento.
Conozco, y muy bien, al tiempo que aprecio desde tiempos de la niñez, a Antonio Miguel Trallero, un extraordinario arquitecto guadalajareño, con amplio curriculum en el ámbito de la arquitectura patrimonial, profesor titular de la UAH en el Grado en Ciencia y Tecnología de la Edificación y en el de Fundamentos de Arquitectura y Urbanismo, y técnico municipal en excedencia, que es uno de los portavoces del colectivo crítico con esta actuación en el alcázar; su opinión me merece absoluto respeto. Entiendo también el principal argumento sostenido en la tardanza y extemporaneidad con que llega esta crítica según el equipo de gobierno municipal, expresado a través del teniente de alcalde y portavoz de Ciudadanos, Rafael Pérez Borda, quien también tiene estudios de arquitectura, si bien creo que inconclusos. En todo caso, siempre es bueno que se abra un debate promovido por la sociedad civil, incluso aunque parezca llegar tarde, si este está argumentado, como parece el caso, y bueno es que el ayuntamiento escuche, aunque tenga lógicas prisas. Es lo suficientemente importante la cuestión plateada por el Colectivo Alcázar como, para por lo menos, sugerir al ayuntamiento que se siente a hablar serena y lealmente con sus representantes, invitándose a esa misma mesa a los técnicos municipales que han informado el proyecto y, por supuesto, al equipo redactor del mismo. La ley permite reformar, modificar y complementar proyectos. Aunque los plazos de ejecución aprieten, unos días, incluso unas semanas de reposado y profundo debate sí que se merece un monumento que tiene muchos siglos de historia, pero que ha estado olvidado durante tantos años.