Elogio del pruno

                Que Guadalajara es una ciudad en la que abundan las zonas verdes no es una leyenda urbana ni un relato que hayamos comprado y aventado los propios guadalajareños para hacernos los machotes (con perdón), sino una realidad por la que debemos felicitarnos, aunque aún tengamos la asignatura pendiente de mejorar su limpieza y conservación; empero, en ese terreno también se ha avanzado mucho en los últimos 20 años. Mientras que la Unión Europea recomienda que las ciudades tengan una media mínima de 15 metros cuadrados de zona verde por habitante, Guadalajara tiene 25,90, un dato evidentemente positivo y que corrobora lo que antes decía. Vitoria es la ciudad más verde de España, en el sentido biológico, pues suma 26,76 metros cuadrados de parques y jardines públicos por habitante. Un parámetro, como verán, muy muy cercano al que ofrece Guadalajara. En algunos estudios que hemos consultado, la segunda ciudad de España con mayor número de zonas verdes por habitantes es León, con poco más de 17 metros cuadrados, quedando Madrid la tercera con 15. Guadalajara no aparece porque estos estudios se han realizado teniendo en cuenta solo ciudades con más de 100.000 habitantes y, sabido es, que la nuestra tiene un censo en la actualidad ligeramente superior a los 85.000, si bien se trata de población de derecho y no de hecho. Igualmente es una circunstancia bien conocida que en la capital residen durante muchos meses al año numerosas personas que están censadas en sus pueblos de origen, bastantes de ellos de la propia provincia. Esa población de hecho que sumar a la de derecho es muy difícil de cuantificar, pero algunos estudios la estiman en más de un 10 por ciento del censo por lo que Guadalajara estaría incluso más cerca de los 100.000 habitantes que de los 90.000.

                Según información oficial del propio ayuntamiento, la ciudad tiene 131 zonas verdes diferenciadas que suman un total de 2.224.312 metros cuadrados de extensión. La zona verde más amplia está en la Ampliación de Aguas Vivas y tiene una superficie de 269.132 metros cuadrados, si bien este sector urbanístico, aunque ya urbanizado, aún está en fase inicial de desarrollo, de tal forma que, a su gran extensión verde, más que una zona convencional de parque y jardín público, podríamos considerarla un área de desarrollo natural y mínimo mantenimiento. El parque/parque más extenso y que desde su inauguración en noviembre de 2002 marcó un hito de recuperación medioambiental y buen diseño paisajístico es el Lineal del Barranco del Alamín, con una superficie de 130.000 metros cuadrados. Su mantenimiento y conservación, además, han sido desde el primer momento -y lo siguen siendo en la actualidad- todo un ejemplo a seguir, algo de lo que me alegro sobremanera pues tuve el honor y la responsabilidad de ejecutar esta nueva zona verde siendo concejal de medio ambiente, parques y jardines en el mandato 1999-2003, el último de José María Bris al frente del ayuntamiento. Fueron él y mi antecesor en el cargo, el querido y recordado Eugenio del Castillo, quienes en el mandato anterior (1995-1999) iniciaron el proyecto de recuperación ambiental de esta, hasta entonces, muy degrada zona de la ciudad, una barrera que impedía unir como es debido el casco urbano consolidado con los nuevos desarrollos de Aguas Vivas y demás sectores del este. A mi me tocó, siempre bajo la supervisión y superior autoridad de Bris, rematar la faena, abordar la fase más vistosa del proyecto e inaugurar el parque, pero la inicial y clave fue la anterior y a ellos es debida. Hablo de responsabilidades políticas pues las técnicas fueron, evidentemente, de los funcionarios municipales del área de urbanismo, obras y medio ambiente que hicieron un gran trabajo, reconocido por el propio Colegio de Arquitectos de Castilla-La Mancha con una distinción especial.

                Esta entrada va ya camino de enfilar su final y, más que un elogio del pruno, está pareciéndolo de las zonas verdes de la ciudad. Incluso si alguien quisiera jugar a Freud, el último párrafo hasta podría tratarse de un autoelogio burdamente disimulado. Piense cada cual lo que quiera, aunque yo hoy he venido a elogiar el pruno y no voy a terminar y firmar este post sin hacerlo. ¿Pero a qué pruno quiero elogiar, a toda la especie en general, a uno en particular, al que aparece en la bella foto que complementa este texto compitiendo en verticalidad con la torre de Santa María, a todos los prunos, o solo a la variedad “pisardii” que es la que más abunda en la ciudad…? Pues mi elogio va dirigido, efectivamente, al prunus pisardii, también llamado pruno, ciruelo rojo o ciruelo japonés, que tanto abunda en la capital de un tiempo a esta parte pues, hace 40 años, apenas había algún ejemplar aislado en algunos parques, destacando solo dos de gran porte en los jardines del cementerio. En los primeros años del siglo XXI fue una especie recurrente y habitual en los proyectos de nuevas zonas verdes e, incluso, en viarios, como por ejemplo en la calle Virgen de la Soledad (sustituyó a las catalpas atacadas por la fumagina) o en la mediana de la avenida del Ejército, entre otros. El pruno es un árbol de la familia de las rosáceas, procedente de Asia, que se presenta como arbusto y como árbol -puede alcanzar hasta los 8 metros de altura-, tiene las hojas dentadas de color granate oscuro y sus vistosas flores son de color rosa. Precisamente este elogio al pruno viene dado por la notoria y bella floración en la que está desde mediado este suave invierno y en la que persiste cuando ya está finalizando. La floración del pruno es un anuncio de primavera, como antaño lo eran las cigüeñas cuando, mediado el invierno, regresaban de su migración al sur de España y el norte de África; ahora ya no se marchan porque se han hecho adictas a comer en vertederos y no les falta nunca alimento al habernos convertido en una sociedad que genera residuos de manera creciente e irresponsable. Por San Blas, volvían; por los basureros, se quedaron las cigüeñas y eso que, durante un tiempo, parecía que iban a desaparecer de nuestro entorno porque cada vez regresaban menos. DALMA hizo mucho por ellas con aquella campaña que nominó “¡Tienen que seguir volviendo!”.

                Y ya sí que termino con el elogio al pruno porque su efímera, pero notable, belleza en el tiempo de la floración es un regalo para la vista que nos podemos encontrar en muchos rincones de la ciudad. Yo he elegido este que se ve en la foto, tomada desde el solar que ocupó el histórico palacio del Gran Cardenal Mendoza que lleva ya tiempo esperando un estudio arqueológico que, a buen seguro, ofrecerá interesantes resultados, si es que llega a hacerse algún día. El pruno dialoga en la noche alcarreña con la enhiesta torre de Santa María, evocadora del minarete desde el que el muecín llamaba a la oración en su primitiva torre mudéjar, como ahora lo hacen las campanas en la cristiana, avalando que los dioses no emigran. El reino vegetal que representa el pruno hace que viva el inerte mineral en forma de ladrillo de nuestra vieja y hermosa concatedral. La belleza hace que dos reinos puedan hablar en el mismo idioma. ¡Cuanta idiocia en quienes se empeñan en construir torres de Babel!

La concordia del Retiro

                Mediado febrero parece que estemos ya en la primavera bien entrada. El tiempo es cada vez menos previsible y simula gobernado por una brújula loca, como el título de la novela de Torcuato Luca de Tena. No se si serán el agujero de la capa de ozono, la contaminación atmosférica, el calentamiento global, la lluvia ácida, la deforestación y el resto de causas que se están sumando para que esté produciéndose un evidente cambio climático, pero el caso es que los inviernos ya no son lo que eran, aunque las primaveras tampoco, algo que me preocupa aún mucho más. Así las cosas, con febrero “abrileando”, quedarse un sábado en casa no es una opción o, mejor dicho, no es la mejor de las opciones porque el campo y su representación en el corazón de las ciudades que son los parques, nos llaman de forma estentórea para que acudamos a ellos en busca de la vida vegetal y animal que ha comenzado a desperezarse antes de tiempo. Ante tan ruidosa y atractiva llamada de la naturaleza no hay quien se resista, así que decidí “sabadear” por el parque madrileño del Retiro, un lugar vital y colorista como pocos que frecuenté de estudiante, pero al que hacía mucho tiempo que no iba. La Concordia es mi parque de diario porque junto a él nací y llevo viviendo toda la vida y cerca de él quisiera morir, incluso no me importaría que mi último suspiro fuera junto al viejo almez (celtis australis) que hay cerca de la estatua del General Vives. O al lado del ginkgo (ginkgo biloba) que se localiza en el paseo que cruza el parque y enlaza Santo Domingo con San Roque, junto a la entrada de la Carrera.

                El Retiro es a Madrid lo que la Concordia es a Guadalajara o la Alameda a Sigüenza. Es el parque histórico y de referencia de la capital de España, como los otros dos lo son de la capital alcarreña y de la sede de nuestra diócesis, respectivamente. Ese silogismo no es abstracto pues hasta la lógica matemática lo avala: Madrid tiene 37,5 veces la población de Guadalajara, mientras que el Retiro ocupa una extensión -118 hectáreas- que multiplica por 40 la de la Concordia -alrededor de 3-. Así que no es solo cosa de las calenturientas letras sino de las frías ciencias el hecho de la reciprocidad y la proporcionalidad de la relación de Madrid con el Retiro, de Guadalajara con la Concordia y de ambas ciudades y ambos parques entre sí. Además de números y letras, a Madrid y a Guadalajara, al Retiro y a la Concordia -más bien en este caso a su extensión verde de San Roque- también les une la huella material que en ellos dejó el gran arquitecto burgalés, Ricardo Velázquez Bosco: en el Retiro, el palacio de Velázquez -así llamado por quien lo proyectara a finales del XIX y no por el pintor sevillano de la primera mitad del XVII, como erróneamente creen muchos-, y en San Roque, la Fundación y el Panteón de la Duquesa de Sevillano, obra también del alarife castellano cuya construcción inició prácticamente al mismo tiempo que la del palacio del Retiro (1881-1883), si bien la arriacense concluyó en 1916. La historia también une al Retiro y a la Concordia pues, si bien el parque madrileño data de la primera mitad del siglo XVII, cuando el Conde-Duque de Olivares adquirió el terreno para uso y disfrute particular del rey Felipe IV, y Carlos III abrió sus puertas a los madrileños en 1767, fue en 1868 el año en que pasó a ser propiedad del ayuntamiento de Madrid, mientras que la Concordia es la zona verde pública y municipal de referencia de los guadalajareños desde 1854, cuando el alcalde Francisco Corrido lo puso a disposición de la ciudad, con la aprobación y apoyo del gobernador José María Jáudenes.

                Mi regreso al Retiro, atendiendo la llamada de la primavera anticipada, fue en realidad un reencuentro. Puede que el parque echara en mí de menos la juventud, el dinamismo y las expectativas con las que paseé por él cuando estudiaba para ser periodista -ignorando que eso no se estudia porque, parafraseando el proverbio latino referido a Salamanca, lo que la naturaleza no da, la Complutense no presta-, pero yo sí reconocí al gran y singular espacio verde que me conquistara a finales de los años setenta del siglo pasado. En ese tiempo, España pactó la Constitución de la concordia gracias al retiro en las mesas de negociación de los postulados más diferenciadores de todos, para encontrar el camino de la paz, la libertad, la justicia y la solidaridad que conduce a la verdadera democracia.

                Aunque ya no está la Casa de Fieras y por el Paseo de Coches solo circulan triciclos, biciclos, patinetes y peatones, el palacio de Velázquez, el de Cristal y la Casa de Vacas siguen en el Retiro como continentes expositivos que unen cultura y naturaleza; también siguen allí, viendo pasar el tiempo, como la vecina puerta de Alcalá, los jardines de Cecilio Rodríguez, el Monumento a Alfonso XII, el del Ángel Caído, el Parterre, la Puerta de Felipe IV, el Real Observatorio Astronómico, la Fuente de la Alcachofa y, por supuesto, el Estanque grande, con sus conocidas barcas, el punto de reunión, visita y fotografía obligadas del parque. No estaba antes, pero sí lo está ahora y ojalá no estuviera, el Bosque del Recuerdo -inicialmente llamado de los Ausentes-, el memorial en forma de naturaleza viva de las víctimas de los atentados del 11-M. Y, por supuesto, ahí sigue ese Retiro multicolor, activo, dinámico, vivaracho, bohemio y rompeolas de artistas de verdad mezclados con goliardos y ganapanes en busca de unas monedas entre los miles de paseantes que allí se dan cita para dar la razón a aquellos tiempos en los que los parques se llamaban paseos.

Un abuelo y un museo ejemplares

                Tengo especial debilidad por Molina por muchas llamadas, especialmente la de la admiración por todo lo que fue aquella tierra, pero ya no es, la de la pena por la sangría demográfica que la viene debilitando desde hace siglos, aunque de manera agravada en las últimas décadas, y, sobre todo, la de la sangre pues de un minúsculo pueblo del Señorío, Otilla, era mi abuelo paterno. Se llamaba Juan y su padre, mi bisabuelo, Niceto, era del vecino y también minúsculo Chera. Siendo mozo, se fue del pueblo obligado, como tantos otros jóvenes, con un costal al hombro y muchas ganas de comerse el mundo, porque hambre no le faltaba. Juan Orea Segovia fue un gran hombre en todos los sentidos, destacando como buen artillero en la segunda Guerra de Marruecos (también llamada del Rif), circunstancia que le llevó a profesionalizarse después en la Guardia Civil, cuerpo en el que terminó pasando a la reserva con el grado de capitán honorario, tras ejercer muchos años como teniente. Además de tener un fino olfato como agente del orden y la seguridad, hecho que le llevó a descubrir en 1928 un complejo crimen encubierto como falso suicidio en Campillo de Ranas, destacó por su preocupación por que los agentes de entonces a su cargo, muchos de ellos analfabetos al ingresar en el cuerpo, supieran leer, escribir y conocer las leyes por cuyo cumplimiento debían velar. En sus visitas de inspección a los cuarteles de la provincia, siempre les repetía a los guardias esta frase de Concepción Arenal que yo mismo oí de su boca un sinfín de veces: “Odia el delito y compadece al delincuente”. También hizo mucho por potenciar el economato de la comandancia provincial de la Guardia Civil, un alivio para llenar a un precio asequible las despensas de las familias de los guardias pues sabido es que trabajaban mucho, pero cobraban bastante poco. Aún siguen cobrando regular, pero su nivel retributivo actual está mucho más cerca de la dignidad que el de aquellos tiempos. Mi abuelo Juan vivió una singular peripecia humana en la Guerra Civil que algún día contaré en formato de novela porque da de sobra para ello; les anticipo dos personajes que participarán en ella: José Antonio Primo de Rivera y un oficial anarquista. Será mi contribución a la memoria histórica.

Pieza fósil Ammonites Museo de Molina.

                Dicho todo esto, voy a comentar ahora, con sumo gusto y cierto regusto, un brote muy muy verde que hace tiempo que va germinando y desarrollando en Molina de Aragón, esa tierra en la que cada vez crecen menos cosas, sobre todo niños, y en la que los entierros se cuentan a puñados y los bautizos con los dedos de una mano. Ese brote verde, verdísimo, que aventa esperanza donde suele cundir la resignación y que evidencia que la sociedad civil molinesa está viva, aunque a veces parezca justo lo contrario, es el Museo de Molina que ha cumplido 20 años. Parece que fue ayer, pero ya han transcurrido dos décadas desde que echó a andar en el antiguo convento de San Francisco este, hoy en día, auténtico referente cultural comarcal y provincial por el que ya han pasado casi 100.000 visitantes, ¡que se dice pronto!  Un Museo que no es solo local, sino comarcal, y en el que los visitantes pueden emprender un viaje a través de la evolución de la vida en la Tierra, desde los primeros organismos vivos, que conocemos a través de los fósiles, a los dinosaurios (Sala de Paleontología) y las aves y mamíferos que pueblan nuestros bosques en la actualidad (Sala de Medio Ambiente y Fauna) para terminar con el hombre en la Sala de Evolución Humana y Arqueología. En la dotación de contenidos de esta última sala participaron, nada más y nada menos, que Juan Luis Arsuaga, el más carismático de los tres codirectores del yacimiento de Atapuerca, y uno de los paleontólogos más relevantes que también trabajan allí, Nacho Martínez Mendizábal, profesor de la UAH y que igualmente colabora en otros relevantes proyectos de investigación paleontológica, incluidos algunos en nuestra provincia.

                Estamos hablando de Molina y de su Museo, hemos dado ya varios nombres propios y aún no hemos citado a su principal impulsor y “alma mater”, Manolo Monasterio, quien, además, es gerente del Geoparque de Molina de Aragón-Alto Tajo y pieza angular y piedra clave, tanto del Museo como del Geoparque, dos de las mejores noticias y de mayor calado que han partido de Molina en lo que llevamos de siglo XXI. Manolo, evidentemente, no lo ha hecho todo solo -es un gran hombre, pero no un superhombre-, sino que ha contado con un reducido pero competente, ilusionado y eficaz equipo de personas que han compartido proyecto y han hecho camino al andar, allá en esos “desiertos de la cultura” molineses, como los bautizara Araúz de Robles, donde parecía que ya solo quedaban trochas, ni siquiera sendas. Precisamente una de esas personas que están trabajando hombro con hombro con Manolo, Joaquín Yarza, es el actual director del Museo, que es quien ha hecho públicos recientemente los magníficos datos de visitas que ha acumulado este en sus 20 años de vida. De entre estos números, me quedo con que el Museo ha pasado de recibir 1.300 visitantes el primer año a superar los 10.000 el año pasado, de los que un diez por ciento son niños que, además, han participado en las numerosas y bien concebidas actividades didácticas que se ofrecen: talleres sobre fósiles, geo-escuela, geo-rutas, visitas a los abundantes castros ibéricos de la comarca, etc.

                El Museo de Molina -y el Geoparque, al que dedicaremos próximamente otra “Misión al pueblo desierto”- es todo un ejemplo de lo que es capaz de impulsar la sociedad civil a falta de iniciativas en este ámbito de acción cultural de las administraciones públicas. A éstas lo que les corresponde es colaborar activa y decididamente en su actividad, como vienen haciendo, aunque yo me atrevo a sugerirles una mayor implicación porque si hay algo eficiente es la colaboración público-privada. Y ahora que parece que, por fin, hay ya una concienciación y una voluntad activa por luchar con todas las armas contra la despoblación en el medio rural, sería un contrasentido no apoyar en la medida adecuada proyectos culturales tan sólidos y con la importante repercusión socio-económica como es y tiene el Museo de Molina.   

¡Hasta siempre, mi capitán!

Ahora que hay tanto vendepatrias, tanto “inventa-naciones” y tanto sansirolé jugando a poner y quitar fronteras -sobre todo a ponerlas, pues quitarlas no es de bobos, sino de inteligentes-, he recordado una cita del poeta Rilke que afirma, con buen criterio, que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Me he acordado de esta cita cuando he conocido una noticia de esas que suelen pasar desapercibidas para la gran mayoría porque van muy en cola en los diarios digitales, pero que a mi me ha removido el corazón: Ha muerto Félix Casas, el actor que encarnara al “Capitán Tan” en el programa infantil de TVE “Los Chiripitifláuticos” con el que merendábamos cada tarde los chavales de mi generación pues se emitió durante diez años, entre 1966 y 1976, cuando yo tenía entre 5 y 15 años. O sea, cuando viví en mi verdadera patria según la reflexión de Rilke.

“Los Chiripitifláuticos” lo conformaban un grupo de singulares personajes de sonoros nombres, como el sobreesdrújulo que les aglutinaba, cada uno con sus rasgos de personalidad muy bien acotados y diferenciados: El Capitán Tan era un hombre afable y muy viajado por lo largo y ancho del mundo; Locomotoro hacía el papel del niño disparatado metido en un cuerpo de hombre; el Tío Aquiles era un abuelo bonachón con mucho carrete y Valentina aportaba al grupo el toque femenino, además de mucha sensatez  e inteligencia. Había otros miembros secundarios, como “Barullo” y “Poquito”, además de los malos malísimos de verdad, los “Hermanos Malasombra”, que, por supuesto, eran los malos de la película.

Aquella singular pandilla de personajes, que me saben a pan con chocolate o con mantequilla y salchichón, mis meriendas favoritas de niño, me huelen al hule de la mesa camilla del cuarto de estar de mi casa y al brasero de herraj y picón con el que entonces nos calentábamos, aunque también recuerdo de ese tiempo a las primeras estufas de butano, las llamadas “catalíticas”, que irradiaban no solo el calor bajo las faldas de la mesa como el brasero, sino por toda la habitación. “Los Chiripitifláuticos” me retrotraen a aquellos años sesenta en que comencé a despabilarme en la vida y de cuya mitad parten mis primeros recuerdos, mis primeros amigos, mis primeras heridas de guerras infantiles y hasta mis primeros amores de embozo, jamás declarados por temor a no ser correspondidos. Aquel programa de TVE emitido por VHF (muy alta frecuencia) en el primer canal -el segundo, precisamente, comenzó a emitir señal en 1966 en UHF (ultra alta frecuencia)- era inicialmente en blanco y negro, pero el color y el calor lo ponían Locomotoro y sus amigos que se colaron en nuestras vidas y en nuestras casas como si fueran unos miembros más de la familia. Aunque el Capitán Tan no hubiera salido nunca de su casa, él presumía de sus viajes “a lo largo y ancho de este mundo” y, dada la convicción con la que hablaba de ellos, nosotros le dábamos por muy viajado; pero para viajar no hace falta desplazarse, como demostró Emilio Salgari al no pisar jamás el sudeste asiático y, sin embargo, escribir “Sandokán”, la aventura del “Tigre de Malasia” que con tanto detalle describe aquellas exóticas y lejanas tierras y aquellos lejanos mares. El salacot del capitán Tan era suficiente para que los chavales que veíamos el programa con los ojos fijos en la pantalla y sin pestañear creyéramos que estábamos ante un aventurero de verdad y no uno de pacotilla. La credulidad de un niño la avivan la credibilidad de quienes le cuentan las cosas y aquellos “Chiripitifláuticos” eran nuestra “biblia” infantil, creyéndonos a pies juntillas todo lo que hacían y decían porque nos habían ganado el corazón.

Ha muerto el Capitán Tan a los 89 años de edad. El Tío Aquiles (Miguel Armario) murió hace 20 años y, si viviera, ya tendría 104. “Valentina” (Carmen Goñi) es octogenaria y reside en un pueblo de la sierra de Madrid, mientras que Locomotoro es el mayor del grupo que aún queda vivo y tiene más de 90 años. De los Hermanos Malasombra (Luis García Páramo y Carlos Meneghini) solo queda el primero, que está cerca ya de cumplir los ochenta, pues el segundo murió hace ya años. Dadas las edades de todos ellos, caigo en la cuenta de que quienes nos hacían pasar un rato entretenido y delicioso todas las tardes a través de la “pequeña pantalla” -el eufemismo más extendido para hablar del televisor- podrían haber sido nuestros propios padres e, incluso, nuestros abuelos, pero a nosotros nos parecían nuestros hermanos mayores.

Comenzaba citando a Rilke y termino haciéndolo con Facundo Cabral:Lo mejor de la vida es gratis”. Y nosotros perdiendo el tiempo en retiñir por las cosas más absurdas y miserables, en elevar a noticia solo la política o la catástrofe y en ponernos unos enfrente de otros en vez de al lado. Hoy el diario de mi vida lo ha abierto una noticia que me entristece al tiempo que lleva a la nostalgia, que es la sonrisa amable de lo vivido: Se me ha muerto Tan, mi capitán Tan, que ya ha hecho su último viaje. ¡Hasta siempre!

¡Vaya valla!

                Está pasando prácticamente inadvertida y poco menos que como una obra menor una actuación que juzgo de calado y trascendencia notables cual es la de restauración de la reja del afamado arquitecto, Ricardo Velázquez Bosco, que forma parte de la cerca, verja o valla perimetral original que aún se conserva del antiguo recinto de la Fundación y el Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, vulgo Adoratrices, situada entre el nuevo parque que tomó este nombre y el de San Roque. La obra se inició el pasado verano y concluirá mediado este invierno, si se cumplen los plazos inicialmente previstos. El proyecto, cuyo importe asciende a 320.000 euros, está financiado en un 75 por ciento por el programa del “1,5 por ciento cultural”, que gestionan conjuntamente el Ministerio de Fomento y el de Cultura. Este programa responde a lo determinado en el artículo 46 de la Constitución que señala que “los Poderes Públicos deben garantizar la conservación y promover el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran”. Para ese fin, la Ley de Patrimonio Histórico estableció en 1985 el porcentaje mínimo del 1 por ciento a aplicar sobre el presupuesto de las obras públicas que se ejecutan por la Administración del Estado. En 2014, el Ministerio de Fomento amplió su aportación, pasando del 1 al 1,5 por ciento del presupuesto de las obras que licita. El 25 por ciento restante de la actuación en la reja lo aporta el Ayuntamiento de Guadalajara que fue quien solicitó en 2017 a Fomento esta subvención después de haber llevado a cabo en ella en 2014 una actuación previa de saneamiento y mejora, por importe de más de 100.000 euros. Cabe recordar que fue también el entonces equipo de gobierno de Antonio Román el que ejecutó en 2010 la magnífica obra de construcción del parque de Adoratrices que, además de incrementar las zonas verdes de la ciudad, conllevó la puesta en valor de un entorno histórico-artístico de primer orden, previamente ocupado por un viejo solar abandonado, deteriorado y sucio 355 días al año y que solo durante 10 hacía de recinto ferial y, además, en precarias condiciones.

«Lo he dicho en muchas ocasiones y lo diré en cuantas sea necesario y más: Guadalajara es una ciudad que, por diversas causas, ha visto deteriorarse en el tiempo, de forma muy notoria, incluso sangrante a veces, su patrimonio histórico-artístico, pero que aún conserva una parte significativa de él que hay que gestionar de manera activa y adecuada «

La reja de Adoratrices fue declarada Bien de Interés Cultural, con la categoría de Monumento, en 1993, por lo que es un bien protegido. Se trata de un elemento excepcional de la cantería y rejería del siglo XIX, del estilo ecléctico propio de la segunda mitad de esa centuria -en este caso se combinan los gustos renacentista y plateresco- cuyo proyecto y ejecución se deben al eminente arquitecto burgalés, Ricardo Velázquez Bosco, quien llevó a cabo en Guadalajara algunas de sus obras de referencia, gracias a la Condesa de la Vega del Pozo. Por expreso encargo de ésta, Velázquez Bosco proyectó y dirigió las obras del Panteón y la Fundación de la Condesa, espléndido conjunto de edificios perimetrado por la artística cerca de la que ahora solo se conserva la original en el tramo que está restaurándose, tras, en unos casos, haberse perdido los muros del norte y el oeste no enrejados, y, en otros, haberse sustituido por unos nuevos, como el que discurre por la calle santa María Micaela. Por cierto, esta santa canonizada en 1934, era tía de la propia Duquesa y fueron las religiosas Adoratrices, que ella fundara, unas de las principales beneficiarias de su herencia, pese a morir ab-intestato, es decir, sin dejar testamento hecho. Otras destacadas obras de Velázquez Bosco realizadas en la capital y auspiciadas por la Duquesa fueron las del palacio de ésta -hoy colegio Maristas– y el poblado de Villaflores, actualmente en lamentable estado de ruina y abandono, pese a que la mercantil que urbanizó el espacio de Valdeluz que pertenece al término municipal de Guadalajara debió depositar una importante fianza para acometerse en él obras de restauración y acondicionamiento. Confío en que el nuevo equipo de gobierno del Ayuntamiento desbloquee este tema, al igual que el del Fuerte -que ya huele-, y consiga que la Junta se implique de una vez por todas y no con cuentagotas en la recuperación patrimonial de Guadalajara, aunque sea con las migajas de lo que ha quedado en las importantes inversiones que en este sentido ha hecho en otras ciudades de la región, especialmente en Toledo.  

Lo he dicho en muchas ocasiones y lo diré en cuantas sea necesario y más: Guadalajara es una ciudad que, por diversas causas, ha visto deteriorarse en el tiempo, de forma muy notoria, incluso sangrante a veces, su patrimonio histórico-artístico, pero que aún conserva una parte significativa de él que hay que gestionar de manera activa y adecuada, primero restaurándolo debidamente, y, después, adaptándolo a nuevos usos, en el caso de los edificios de carácter civil cuya funcionalidad primigenia haya cesado ya o quedado obsoleta. Y en el Fuerte y en Villaflores, a mi juicio, es por donde hay que empezar, entre otras razones porque o bien hay sentencias -caso del Fuerte- que obligan en este caso a la Junta a intervenir en él, o hay ya recursos económicos -caso de Villaflores- para poder iniciar actuaciones que, al menos, lo salven de la ruina y paralicen su progresivo deterioro. Si quieren ideas para llevar a cabo después en el antiguo poblado, Javier Borobia y yo, cuando coincidimos en el ayuntamiento en el mandato 2003-2007, ya lanzamos una batería de ellas que pueden servir de partida, o no, pero que por lo menos contribuyan a abrir el debate de futuros usos de ese singular conjunto arquitectónico.

En todo caso, hoy aplaudo la actuación que se está llevando a cabo en la valla/verja/cerca/reja de Adoratrices, promovida por el anterior equipo de gobierno municipal, e invito al actual a que la complemente arreglando y adecuando la acera que da a san Roque e iluminando monumentalmente la propia reja; si esto último se hace bien y con las tecnologías actuales, puede quedar espectacular.  

Luz de enero

                               Enero es un mes que por estos lares castellanos, que no manchegos -recuerden que el límite septentrional de la Mancha está en las tierras conquenses de Tarancón-, se presenta siempre frío y húmedo, como no podría ser de otra manera pues acabamos de superar el solsticio de invierno que es el momento en que acortan más los días y, por ende, se estiran las noches como una longaniza, por utilizar como símil un producto matancero, ahora que llega pronto San Antón, cuando dice el refranero que ya no debes tener en la pocilga tu lechón.

                               Enero suele ser frío, sí, especialmente si viene ventoso, como también suele ser húmedo, sobre todo en los valles y en las umbrías donde escarchas y cencelladas se suceden sin solución de continuidad y dan a la tierra un tono albino por la falta de fuerza del sol. El color de enero en Castilla es el blanco de la helada -antes también de la nieve, cuando nevaba- y el marrón de la tierra pelada que duerme para no tiritar de frío; el sueño siempre es un buen abrigo. El sol de enero es frío como un témpano, pero claro y luminoso como el rostro y el halo de la Virgen en la Anunciación del conocido cuadro de Fray Angélico. La luz de enero es especialmente intensa, clara, límpida, transparente, cegadora… pero fría, como la mirada de un psicópata, como los ojos de un animal muerto, como el tacto del hielo o del metal alejado de cualquier foco de calor. Enero es un mes en el que la tierra se toma un respiro, se acuesta y se va a dormir hasta que el sol no solo traiga luz, sino también calor, puede que ya mismo en febrero o a más tardar en marzo, cuando se anuncia la primavera, aunque a veces se haga la remolona y retrase hasta abril. Enero, a pesar de ser el mes del invierno por excelencia, no deja de ser una promesa de primavera que nos hace su fría pero potente luz y que nos ayuda a ver desnuda a la naturaleza, que es cuando más se parece a sí misma. Las hojas y las flores en árboles y plantas, la muda de piel en animales, no dejan de ser máscaras que se pone la vida natural pues cuando más auténtica es, se nos muestra como el olivo del poema de Alberti, niño y viejo a la vez, pero ya sin “un saquito todo lleno de aceitunas colgado a la cintura” pues, precisamente en enero, acaba el tiempo de su recogida. Al discurrir de enero, pese a su luz breve, pero honda, Antonio Machado lo asimiló en su “Canción de invierno” con el paso por un “oscuro túnel” y un “húmedo encierro”, proponiendo como viático para superar esas horas crepusculares del invierno “tener una mujer al lado, en el hogar un leño…, y un libro que nos lleve desde la prosa al sueño”. ¡Hagan camino al leer!

                               ¿Y cómo va a ser este enero del bisiesto 2020, el MMXX en numerología romana? Pues, como decía irónicamente mi querido y recordado hermano, Carlos, el 1 de febrero lo podremos decir sin temor a equivocarnos, aunque si lo que queremos es entrar en el proceloso, arriesgado pero sugerente mundo de la pronosticación, podemos acudir a dos fuentes tradicionales: las cabañuelas y el antes archiconocido y usado en el hoy vaciado mundo rural “Calendario Zaragozano”. Recordemos que las cabañuelas analizan los fenómenos meteorológicos que se producen entre el 2 y el 13 de agosto -cada día se corresponde con un mes del año siguiente- y entre el 14 y el 25 de ese mismo mes; a estas segundas cabañuelas se les llama “retorneras”. En nuestra propia provincia siempre ha habido predictores meteorológicos que usaban las cabañuelas, pero no me consta que en la actualidad haya ninguno que lo haga, al menos de forma pública y notoria. Quien sí lo hace todavía y hasta goza de fama por ello, es el salmantino Manuel Briz y sus cabañuelas para 2020 pronostican un enero “muy frío, con nieblas y algo de agua y nieve”. Como verán, se trata de una adivinación poco adivinatoria pues que en enero haga mucho frío, haya nieblas y llueva o nieve es lo habitual. Pero si lo dicen las cabañuelas de don Manuel Briz, pues punto redondo.

                ¿Y qué dice el “Calendario Zaragozano” que va a hacer en enero? Pues esta vetusta publicación que fundó el astrólogo aragonés don Mariano Castillo y Ocsiero en 1840, y que actualmente se vende al precio de 2,40 euros, resume así el tiempo que nos espera en este mes con el que principia 2020: “Temporales de invierno, con vientos fríos del NE.; más adelante, abonanzará el temporal por los vientos del O. que serán templados y suaves; fuertes escarchas al final, borrascoso, lluvioso y de mejor temple por la influencia de los vientos del S. y SO, dominantes”. Tampoco es que el Zaragozano haya arriesgado mucho…

                En cualquier caso, enero seguirá trayéndonos esa luz, fría, sí, pero limpia y transparente como pocas, como la que nos acerca ese sol que se ve despuntar en la foto que acompaña este post, tomada en el parque de San Roque mientras las acacias aún tiritaban de frío, los patos metían la cabeza debajo del ala y comenzaba a brillar el rojo cinabrio de la cúpula neobizantina del panteón de la Condesa de la Vega del Pozo. Y a quien no le gusten ni enero ni el invierno que se consuele pensando que lo que va a ser, va siendo.

                ¡Feliz año nuevo a todos, un deseo que quiero que sea especialmente intenso para quienes menos felices les están dejando ser sus circunstancias!

¿Navidad imposible en la Guadalajara vaciada?

                               Por mucho que algunos -bastantes y cada vez más- se empeñen en darle un contenido intencionada y progresivamente más profano, la Navidad es una fiesta de absoluto contenido religioso en lo fundamental, aunque se le adorne por lo civil de espumillón, langostinos, turrón y centros comerciales, las pajas de ahora que dan mucho menos calor al niño que las de la caña del trigo, la cebada o el centeno de Belén, por muy humildes que fueren. Pese a que la Navidad coincida con el solsticio de invierno y en los ritos precristianos este ciclo también tuviera un señalado carácter festivo, si bien trufado de elementos idólatras, mágicos y esotéricos, la gran fiesta por el nacimiento de Jesús es la piedra angular de la religión cristiana que, junto con la filosofía griega y el derecho romano, conforman los tres pilares básicos de la cultura europea, exportada a otros continentes como ninguna otra ha logrado. Cada uno es muy libre de celebrar la Navidad, e incluso de no hacerlo, como le venga en gana, por supuesto, pero circunscribir ésta a un fasto por lo civil es renunciar a la esencia y los fundamentos, tanto materiales como inmateriales, que nos han sido transmitidos y que llamamos tradición. Tradición es una palabra de origen latino, como el setenta por ciento de las que conforman el idioma español, que deviene de “traditio”, que significa entrega, transmisión; es decir, la tradición es lo que se nos ha dado, lo que se nos ha legado por quienes nos han precedido y, por ende, lo que estamos obligados a entregar y a transmitir a quienes nos sucedan; si es que nos sucede alguien porque cada vez nacen menos niños, especialmente de familias residentes en zonas rurales de la provincia, y gran parte de los pocos que nacen marchan del pueblo a la ciudad antes de mocear si quiera.

                Según ha informado recientemente este diario en línea con datos del avance del INE,entre enero y junio de 2019 ha habido en Guadalajara 966 nacimientos (541 hombres y 455 mujeres) mientras que han fallecido 1085 personas (en este caso murieron más mujeres -536- que hombres -522-). Un saldo vegetativo negativo, por tanto, de 119 personas. Faltan por tabular los datos del segundo semestre del año, pero si se revisan las estadísticas pasadas, es tendencia el hecho de que mueran más personas de las que nacen en nuestra provincia y si este dato se circunscribiera solo al medio rural, sería demoledor. Los cada vez menos sacerdotes que hay en nuestra Diócesis y que, por ende, multiplican las parroquias a las que atender, tienen, figuradamente, llenas de telarañas sus pilas bautismales, mientras que han hecho ya rodales en los caminos de los cementerios de tanto transitarlos. A los niños se les ha olvidado nacer en los pueblos, mientras que los mayores se empeñan en morirse en ellos o, al menos, en ser enterrados allá donde están sus raíces y el polvo de los huesos de sus antepasados. Así las cosas, el saldo vegetativo de la Guadalajara más rural -que es el 80 por ciento de la provincia, aunque en ella solo viva menos de un 20 por ciento de la población-, más que un dato matemático, es un grito tan profundo y desolador como el que transmite el conocido cuadro de Munch, un clamor de angustia y desesperanza. Parecen, por tanto, imposibles las navidades en la Guadalajara vaciada, porque Navidad viene de natividad y en gran parte de ella el único niño que nace es Jesús… y tiene ya 2019 años. Pero la Navidad no es cuestión de cantidad, porque en ella solo nace un niño, en la ciudad más poblada o en el pueblo semivacío; la Navidad es un asunto de cualidades, de seres y de sentires, de calideces y esperanzas, de afectos y voluntades. Si nadie espera al niño en la gran ciudad, no nace, o lo hace en el más humilde de sus arrabales, los belenes de hoy; si hay una sola persona en el más pequeño y alejado lugar, pero le espera, Jesús nace en la plenitud que representan la humildad y la sencillez, los dos valores que confieren a los hombres de buena voluntad la verdadera paz. ¿Navidad imposible en las tierras y los pueblos vaciados? Es más difícil tener noticias de Jesús en las ciudades más grandes que en los pueblos más pequeños; en aquellas, el humo y ruido difuminan y contaminan todo, mientras que en estos no hay más sonido que el del silencio y en él se puede escuchar hasta la voz endeble de un niño que ni sabe ni quiere saber de intereses y cuyo único lenguaje es el amor.

                En este 2019 que me ha arrancado un hermano del corazón, en el tiempo del nacimiento de Jesús va a nacer también mi niño particular, Darío, a quien prometo mientras aún se piensa cuando nace que siempre le estaré esperando. Y es que la vida solo tiene sentido, y futuro, en la esperanza.

                ¡Feliz Navidad!   

Foto: Puesta de sol en el bosque de Arroyo de Fraguas. Noviembre 2019

La playa de Revuelta

En los últimos días de noviembre, en la Sala Tragaluz del Teatro Auditorio Buero Vallejo, se celebró un sencillo, pero sentido y justo homenaje póstumo a Fernando Revuelta Somalo, político local de izquierdas de larga trayectoria que hasta llegó a ser alcalde de la capital de forma interina durante cinco días, en julio de 1992, tras la dimisión de Blanca Calvo como alcaldesa, quien como cabeza de lista de IU lideró durante un año, un mes y un día el gobierno municipal, con el único apoyo de dos concejales: el propio Revuelta, que fue su primer teniente de alcalde, y Elvira Moreno. Aquel año de sorpresivo gobierno de IU fue un regalo envenenado que hizo a la ciudad el tacticismo político del PSOE pues, contrariado porque las bases de IU habían rechazado el pacto de gobierno de coalición con ellos, negociado, precisamente, por Fernando Revuelta y Javier de Irízar, decidió votar a la candidata de IU. Así, sumados los diez votos del PSOE a los tres de IU, Blanca Calvo accedió a la alcaldía, pero sin contar después con el apoyo socialista; bien al contrario, recibiendo una zancadilla tras otra a su titánica labor de intentar dirigir un consistorio con el apoyo de solo 3 de los 25 concejales que conformaban la corporación. Aquel año “que vivimos peligrosamente”, como algunos lo calificaron en el homenaje a Revuelta, acabó cuando, mediado 1992, la ciudad estaba semiparalizada al acumular una deuda de 1500 millones de pesetas y no tener presupuestos por la falta de acuerdo entre IU y PSOE, circunstancia que llevó a Blanca Calvo a dimitir y a Fernando Revuelta a ser alcalde los cinco días que transcurrieron desde la dimisión de la alcaldesa hasta la elección del nuevo alcalde, José María Bris. El candidato del PP fue elegido gracias a los votos de sus doce concejales y la abstención del socialista Fernando Planelles, justificando este su voto díscolo respecto al de su grupo en que la ciudad no podía seguir paralizada por más tiempo. Bien es sabido que Bris mantuvo la alcaldía los once años siguientes al lograr refrendar su labor con dos mayorías absolutas consecutivas.

                Aunque esos cinco días de julio de 1992 en los que Revuelta fue alcalde de Guadalajara, sin duda supusieron su acceso al cargo de mayor relevancia que alcanzó en su dilatado recorrido político, no pasan de ser mera anécdota y pura coyuntura si lo que se pretende es juzgar y valorar su biografía política, ancha, larga y profunda como pocas en el ámbito provincial y, especialmente, en el local. A Revuelta le conocí bien desde dos perspectivas y dos distancias que me permiten valuar su figura con cierta objetividad: primero, en mi calidad de periodista de “Flores y Abejas” -la añorada e histórica cabecera que en 1990 dio paso a “El Decano de Guadalajara”– y, después, como compañero de corporación suyo que fui en el Ayuntamiento de la capital, en el mandato 1999-2003, perteneciendo él al grupo socialista -entonces en la oposición- y yo al popular, en el último mandato de Bris. Revuelta acabó en las listas del PSOE procedente de Nueva Izquierda, una corriente socialdemócrata desgajada del PCE surgida en su crisis de los años 80 cuando ya estaba integrado en IU.

                Antes de conocer a Fernando como compañero de corporación, mi impresión periodística de él es que se trataba de un político vehemente, muy comprometido con sus ideas y beligerante con las de los demás, inteligente y trabajador. Cuando le traté más en profundidad, siendo ya compañeros de corporación, aunque en bancadas enfrentadas, además de corroborar y matizar mis apreciaciones previas sobre su persona, descubrí en él un perfil de persona de muchísima sensibilidad social, culta, dialogante y tolerante, esto último algo que, he de confesarlo, supuso toda una sorpresa para mi pues creía que la vehemencia estaba reñida con la tolerancia. De hecho, descubrir estos rasgos de la personalidad de Revuelta me ayudaron a conocerme y a tener un mejor concepto de mi mismo, pues no voy a ocultar que yo también soy muy vehemente, una circunstancia que se hizo demasiadas veces visible el tiempo que permanecí en política y que fue ocho años; demasiados. Por cierto, aprovecho la ocasión para decir públicamente que decidí dejar la política por causa del marxismo -de Groucho, no de Karl- pues tras algún sinsabor que otro y bastantes decepciones, dispuse que jamás volvería a formar parte de un partido que me aceptara como militante.

                Pero he venido a hablar de Revuelta, no de mí, y quiero volver a remarcar de su personalidad política su capacidad de diálogo y tolerancia que él, mejor que nadie, hizo compatibles con su vehemencia y apasionamiento, aunque estos dos últimos factores, a veces, solaparan y hasta eclipsaran aquellos otros dos cuando se le juzgaba superficialmente. En los pasillos del ayuntamiento y en las calles de la ciudad, él con sus ideas de izquierdas y yo con las mías liberales, charlamos muchas veces y nos pusimos de acuerdo en bastantes, porque les puedo asegurar que anteponía los intereses de Guadalajara a cualesquiera otros, y con esa filosofía y talante es muy fácil llegar a acuerdos conmigo.

                Iba a contar alguna anécdota vivida con Fernando que no dejaría en buen lugar a algún compañero suyo de bancada que, incluso, hoy sigue en política activa -es un decir-, pero no quiero solapar su merecido homenaje con nada ni nadie y, menos aún, con personajes que están en el mundo (político) simplemente porque pasan lista y pagan bien. Terminaré diciendo que Fernando Revuelta debe ser recordado, como muy bien comentó en su homenaje su viejo conmilitón comunista, Paco Palero, no como el hombre que fue alcalde de Guadalajara cinco días, sino como la persona que trabajó por esta ciudad y por sus gentes todos los días de su vida, con sus errores y sus aciertos, pero siempre con la mejor intención, el mayor compromiso y mucha dedicación. Y es que, debajo del asfalto de la dureza de sus gestos y palabras, Fernando guardaba la playa de la sensibilidad.

Foto: Fernando Revuelta con Elvira Moreno. Foto: Luis Barra.

La España vaciada… y seca

                               Una buena parte de Castilla y de Aragón, así como otras amplias zonas del interior de España llevan despoblándose progresiva e imparablemente desde mediados del siglo XX en que comenzó la emigración masiva del medio rural al urbano, que incluso aún hoy persiste. Esa sangría poblacional conllevó y aún sigue conllevando un acusado debilitamiento de las comunidades rurales en todos los órdenes y ámbitos: demográfico, social, económico y cultural, fundamentalmente. En poco más de tres décadas, la primera de ellas la de los años sesenta con la llegada del llamado “desarrollismo” y las inmediatamente siguientes, miles de pueblos españoles vieron diezmada su población de tal forma que pasaron de tener varios centenares de habitantes mediado el siglo pasado a quedarse literalmente despoblados, o casi, cuando ya iba de vencida la centuria. La pérdida de población del medio rural en la España de interior fue tan drástica en aquellos años que hasta pareció que se frenaba en el horizonte del siglo XXI cuando, en realidad, ese diezmarse los pueblos a goteo en vez de a chorro como en años precedentes no era más que la consecuencia lógica de que lo ya muy despoblado, apenas podía despoblarse más.

A esa España que perdió tantas figuras en el paisaje rural, a ese campo que cambió buena parte del terreno de labrantío por barbechera, a esos viñedos arrasados por el mildiu, la filoxera y la falta de brazos para podarlos y labrarlos, a esos olivares abandonados, a esos huertos sin hortelanos que implicaron aquellos años de diáspora, silencio y soledad para las comunidades rurales, también les acompañó un terrible mal: la pérdida de una importante parte de su rica y singular cultura, tanto material como inmaterial. A esa España despoblada -un concepto humano-, bien es sabido que últimamente la han bautizado con una noción puramente física: “la España vaciada” que, hasta es probable, pueda tener su propio ministerio estatal al igual que ya tiene un comisionado regional. Mucho me temo que elevar al rango de ministerio esta realidad socioeconómica sea una medida más efectista que efectiva y que, incluso, conllevará una nueva e importante carga de cargos y asesores para las cuentas públicas, estando por ver que desde esa cartera se consigan adoptar medidas verdaderamente eficaces para que deje de despoblarse el medio rural y, a ser posible, incluso comience a repoblarse. No obstante, concederemos el beneficio de la duda al nacimiento, si es que finalmente se produce, de ese ministerio de la despoblación, aunque el escepticismo anide lógicamente en nuestro ánimo después de tantos años de hablarse de este problema y no resolverse; incluso, ni siquiera, paliarse. Aún recuerdo, en tiempos aurorales de nuestra autonomía, a un consejero regional leyendo un “Manifiesto de la España desierta” en Villacadima, uno de los símbolos más notorios de la despoblación provincial. Este bello pueblo de la Guadalajara más septentrional, en el que actualmente hay censadas dos personas y que depende administrativamente de Cantalojas, en apenas un lustro, entre los años sesenta y setenta, perdió prácticamente toda su población, dejando huérfano su alto páramo limítrofe con las tierras segovianas de Ayllón. También dejó literalmente abandonada su espléndida iglesia románica rural que, un servidor, llegó a conocer abierta de par en par, con huesos de las sepulturas de su interior esparcidos por el suelo y entremezclándose con restos materiales de la ¿civilización? urbana como latas de conserva y botes de bebida vacíos, papeles de periódico, cristales rotos, etc. Una auténtica plasmación material y conceptual del abandono, vamos.

Como saben, desde hace ya un cierto tiempo es recurrente la presencia en las escaletas de los telediarios nacionales de algún pueblo de la “España vaciada”, especialmente el de Antena 3 de los domingos a mediodía. En el del día 17 se emitió un reportaje en el que aparecieron vecinos de Durón y Chillarón del Rey comentando y opinando sobre la dura realidad de estos pueblos semivacíos, especialmente cuando llega el invierno. Un vecino de Durón de mediana edad se quejó de que para comprar patatas tenían que desplazarse 27 kilómetros; una señora mayor del mismo pueblo protestó lo que tarda en llegar una ambulancia si es requerida por alguna urgencia, pero lo que más me llamó la atención fue que, cuando a una vecina de Chillarón, también ya mayor, le preguntaron sobre qué es lo que más se necesitaba en el pueblo, dijo: “¡Agua!”. Seguro que saben que Chillarón es un pueblo ribereño de Entrepeñas y que, pese a ello y al igual que otros pueblos de la zona, tiene problemas frecuentes de abastecimiento de agua, tanto en cantidad como en calidad. Es una injusticia manifiesta y un auténtico despropósito que el agua de Entrepeñas y de Buendía riegue huertas levantinas mientras los ribereños pasan sed. Y ahora, para más “inri”, el dicharachero consejero, Francisco Martínez Arroyo, reclama que se envíe más agua desde la cabecera del Tajo a las Tablas de Daimiel porque están más secas que la mojama -entre otras razones porque sus acuíferos los esquilman y agotan regantes de la zona-, al tiempo que reivindica que se termine de una vez y se use en todo su potencial la llamada “Tubería Manchega”, que nació para derivar el agua de la cuenca del Tajo también a la del Guadiana. Lo sangrante es que esa tubería se está financiando con el dinero que ingresa la Junta de Comunidades -más bien de “calamidades”, por este y otros sangrantes casos de “mancheguitis” aguda- del dinero que pagan los regantes levantinos por el agua que les llega del Trasvase Tajo-Segura.

Esperamos que el comisionado regional que Page ha nombrado para luchar contra la despoblación, Jesús Alique, sacedonense de origen y, por ende, ribereño de Entrepeñas y de Buendía, arregle entuertos como estos que no se entienden, gobierne quien gobierne, y que, lejos de solucionarse, se enmarañan cada vez más, pese a la demagogia política. La cabecera del Tajo no da para más y muchos de sus pueblos, además de vacíos, están secos. Falta agua en calidad y en cantidad en las casas, a pesar de ser ribereños de la cabecera de los trasvases al Tajo y al Guadiana. Decía el expresidente Zapatero que la tierra no es de nadie, solo del viento; la frase es muy bonita, muy poética, muy candorosa, muy “zapateril”… y podía extenderse también al agua, diciendo que no es de nadie, solo de las nubes y el sol; pero clama al cielo que un rincón de la España vaciada esté sedienta, mientras se refleja en el azogue húmedo de Entrepeñas y Buendía. ¡Y venga trasvases y venga tuberías, pero solo de ida, nunca de vuelta!

Mañueco abrevia la historia de Castilla en 220 páginas

Si hay un escritor prolífico en Guadalajara, ese es, sin ningún genero de duda, el compañero en los blogs de Guadalajara Diario, Juan Pablo Mañueco, a quien desde estas líneas quiero mostrar públicamente mi admiración, no solo por lo mucho que escribe, sino porque la mayor parte de lo que escribe está muy bien escrito, documentado y fundamentado. Sus palabras, como diría Lázaro Carreter, son auténticos dardos, no porque hieran, sino porque van al mismo centro de la diana del idioma por su precisión y adecuación al ser usadas. De casta le viene, pues profesionalmente fue profesor de instituto de Lengua y Literatura Españolas, docencia que ejerció en centros madrileños y guadalajareños. Precisamente, él fue “gato” de cuna, pero con apenas unos meses de edad cambió su gatera madrileña por el panal alcarreño, tierra natal de su familia materna. Y aquí que se avecindó desde que andaba a gatas -hoy, sin pretenderlo, va la cosa de mininos…- y aquí continúa avecindado, para mejora cuantitativa del padrón local y beneficio personal e intelectual de sus vecinos, entre los que me encuentro pues compartimos geografía de barrio en las proximidades del viejo arrabal de Santa Catalina, vulgo la calle Amparo.

                La última de las obras que ha escrito Mañueco tiene por título, nada más y nada menos, que “Breve historia de Castilla (De los orígenes al siglo XXI)”, suma 220 páginas y contiene 65 ilustraciones a color. He escrito que nada más y nada menos porque si hay algo extenso y de una dificultad extrema para abreviar, esa es, precisamente, la historia de Castilla, la tierra con mayor peso y poso históricos de cuantas se sumaron para que naciera España pero que, sorprendentemente, no tiene reconocimiento unitario en el mapa autonómico actual; bien al contrario, hay tierras castellanas en cinco regiones españolas: Castilla y León, Castilla-La Mancha, Madrid, La Rioja y Cantabria e, incluso, si buscamos su huella, aún la podemos encontrar en otras.

                Dejo para una futura ocasión un tratamiento y valoración más exhaustivos de esta breve historia castellana de Mañueco, pero, cuando apenas he tenido tiempo de echarle un vistazo y ya he comenzado a disfrutarla, no he querido que pasara un momento más sin contribuir a la difusión de su aparición editorial y a recomendar encarecidamente su adquisición a los historicistas y a los que no lo son, a los castellanistas y a quienes no lo son; eso sí, solo apelo a los curiosos, a los inconformes y a quienes les gusta ampliar el conocimiento y profundizar en él con un sentido crítico, mientras que a los quietos, a los ilusos, a los que les da igual ocho que ochenta y a quienes no llevan un cencerro colgado al cuello, pero podrían llevarlo, a esos y a algún indolente más, les invito a que no lean esta obra. Por cierto, si el contenido del libro es estimable, el continente, o sea, su diseño y edición, que han corrido a cargo de Aache, son magníficos, a la altura del elevado nivel de esta editorial guadalajareñísima de Antonio Herrera Casado a quien hace tiempo que estamos tardando en poner un monumento, y no solo por su espléndida labor editorial, sino por su extraordinario trabajo como Cronista Oficial de la Provincia, destacando en él muy especialmente su labor divulgativa.

                Con un simple hojear y ojear el último trabajo editorial de Mañueco, pronto es advertible que el autor no se ha conformado con ir a lo sencillo y al terreno ya trillado, resumirlo, aportar mínimamente para no sonrojarse, sumar otro ISBN más y santas pascuas. Lejos de ello, no solo ha escrito una historia breve de Castilla desde que podemos hablar de ella ya así bautizada o tenida, sino que se ha remontado a la geografía eterna y la historia previa del territorio que después fue Castilla, llegando en esa noche de los tiempos nada más y nada menos que al “homo antecessor” hallado en la sierra burgalesa de Atapuerca. Historia que nos trae hasta nuestros días pues, con toda intención de dar un presente y abrir un futuro a una tierra que parece tener solo pasado para muchos, Juan Pablo dedica un último capítulo a la “Situación actual castellana” e, incluso, nos hace llegar un mensaje de esperanza hasta a los más descreídos como soy yo, titulando así un epígrafe de este postrer capítulo: “Algunos síntomas de mejoría en los últimos años”. Leídas sus palabras al respecto, aunque ya con unas cuantas cicatrices en el corazón, he recordado aquellos momentos de mi mocedad en los que iba detrás del Nuevo Mester de Juglaría, allá donde llevaran su música, su compromiso castellanista y su contento, para cantar/gritar al viento con ellos “Castilla, canto de esperanza”, el fragmento tomado del poema “Los comuneros”, de Luis López Álvarez, que acababa así:

Quién sabe si las cigüeñas

han de volver por San Blas,

si las heladas de marzo

los brotes se han de llevar,

si las llamas comuneras

otra vez repicarán:

cuanto más vieja la yesca,

más fácil se prenderá,

cuanto más vieja la yesca

y más duro el pedernal:

si los pinares ardieron,

¡aún nos queda el encinar!

Castilla nos lleva esperando mucho tiempo a los castellanos, confío en que sentada. Soy castellanista, sí, lo he sido y lo voy a seguir siendo, pero lo mejor que he mamado de Castilla ha sido su generosidad y apertura para renunciar a sí misma con el fin de que naciera España. Castilla siempre ha sumado, mientras otros solo han querido, quieren y querrán restar y dividir. Juan Pablo Mañueco, con su breve historia de nuestra Castilla, nos aporta conocimiento, pero también reflexión crítica. Ya están tardando en leer su libro. Avisados quedan.

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