Casi es ya un clásico de finales de julio, como lo era de finales de agosto la fiesta mitin minero/ugetista/socialista de Rodiezmo, que “Misión al pueblo desierto” –por si alguien no ha reparado en ello, el nombre de mi blog, que es intencionadísimamente homónimo al título de la última obra que estrenó en vida Buero Vallejo– vaya dedicado a Comillas, la bendita por Dios, por la naturaleza, el arte y no pocas cosas más villa cántabra en la que disfruto con mi familia las vacaciones de verano desde hace ya muchos años.
Como ya he dicho en anteriores ocasiones y no me cansaré en repetir, Comillas reúne muchas de las virtudes que, al menos a mi saber, entender y gustar, debe reunir un destino vacacional familiar de calidad, sin por ello negárselas a otros muchos lugares de nuestra diversa, maravillosa y hermosa España que, a estas horas y desde hace ya muchas -demasiadas, a mi juicio-, aún está sin gobierno y a pesar de ello funciona, algo que hasta ahora solo parecía reservado a Italia pero que, por lo visto, también es aplicable a la vieja Hispania, la más preciada de las colonias romanas para Roma que por cierto jamás terminó de dominar Cantabria, entre otras razones por el ardor guerrero de los cántabros, como el propio Horacio reconoció al afirmar: «Cantabrum indoctum iuga ferre nostra” (“El cántabro, no enseñado a llevar nuestro yugo”).
De entre el abanico de virtudes que aglutina Comillas para ser mi destino vacacional archipreferido destaco algunas, pero no todas, con el fin de no cansar al lector ni ponerle los dientes largos: su equilibrio paisajístico entre el mar y la montaña, mediando un magnífico parque natural, Oyambre, entre los Picos de Europa y el “fresco prado hacia la mar cantábrica”, como describe esta tierra José García Nieto en su bello poema ”España”; también su espectacular inventario de recursos histórico-artísticos que la convierten en un museo al aire libre de la arquitectura, la escultura y la decoración modernistas, con el sin par “Capricho”, de Gaudí, como máxima expresión de ese estilo. Un estilo, una forma de entender y plasmar el arte que, a finales del XIX y principios del XX, el Marqués de Comillas –un indiano que se hizo rico en ultramar- llevó a su pueblo natal desde su Barcelona de adopción y sede principal de sus negocios navieros, como también llevó al mismísimo rey Alfonso XII que disfrutó de su hospitalidad en su entonces palacio de Ocejo –después de la visita Real construiría el espectacular de Sobrellano– en el verano de 1881, un Real privilegio sólo reservado a lugares realmente privilegiados. No me quiero dejar en el tintero otras virtudes comillanas, como el tamaño ideal de su núcleo poblacional, que ni es una gran ciudad en la que echar tantas cosas de más, ni una pequeña aldea en las que echar tantas de menos, o su cercanía a casi todas partes de la costa y el interior cántabros, como Santander, que apenas dista medio centenar de kilómetros, Santillana del Mar, que está a una veintena, etc. Y, además, ya saben que en el norte -y Cantabria siempre fue y no ha dejado de ser el norte de Castilla-, el verano es una eterna primavera, con sus chaparrones y todo que, a veces, es cierto, son auténticos temporales, y que allí, si se quiere comer bien, se puede comer muy bien, sobre todo si se acude a diario a la pequeña lonja del puerto, se compran “tomatucos” del país en las fruterías locales o una buena pieza de novilla Tudanca, alimentada a base de hierba y veza, en las carnicerías con ganadería propia. Y no se olviden de beber leche fresca de vaca cántabra hasta que la nata les dibuje un gran bigote blanco que podrán borrar con un buen sobado artesano y, si es industrial, no lo duden: de “El Macho”.
Decía que mi intención no era poner los dientes largos al lector y resulta que me los he puesto a mi mismo, porque, bien cierto es, no concibo unas buenas vacaciones sin unos buenos mediodías y unas buenas noches en torno a mesa y mantel y, se lo aseguro, en ese aspecto, no sólo Comillas, sino Cantabria entera, ofrecen magníficas opciones; que hay que buscar bien, por supuesto, porque, evidentemente, también nos podemos encontrar con una nada más que regular cocina para turistas –regular en calidad pero no en precio-, que no está a la altura de las exigencias de un paladar mínimamente exigente. Avisados quedan.
Y, como acaba la jota castellana, allá va la despedida, deseándoles a todos unas muy felices vacaciones, como espero tenerlas yo. Si se es noble, como creo serlo, lo que uno quiere para sí mismo lo desea para los demás. Entiéndase en esta última reflexión mi invitación a que conozcan y disfruten de Comillas. Pronto, muy pronto, me iré “hasta la soledad de sus arenas múltiples y doradas”, como diría García Nieto, entre el verdor de sus prados y el azul infinito del mar cuando se funde en el horizonte con el cielo.