La sala Tragaluz del teatro Buero Vallejo –¡qué nombres tan bien puestos!- ha sido escenario reciente de la presentación de dos libros importantes en otros tantos días sucesivos. Ambas publicaciones tienen por común denominador muchas cosas aunque, vistas al trasluz del tragaluz, no lo parezca. Se trata de “Guadalajara comunera”, la adaptación teatral muy libre que Chema Sanz Malo ha hecho del movimiento comunero en Guadalajara, especialmente de la histórica jornada aquí vivida el 5 de junio de 1520, y “Tierra vieja”, la última novela de Chani Pérez Henares de la que ya me ocupé en este mismo blog cuando se celebró la última feria del libro. Pese a que el tiempo en el que se enmarcan es distante –primer cuarto del siglo XVI, en el caso de la obra sobre los comuneros, y siglos XII y XIII, en la novela de Chani-, y el lenguaje y la estructura son muy distintos –teatro, en un caso, y novela en otro-, ambas obras coinciden en que sus protagonistas son el pueblo y la tierra castellanos que, en el caso de “Tierra vieja”, es no solo paisaje, sino personaje, además protagonista. Afortunadamente y pese a su nebulosa realidad actual como comunidad de tierras y gentes, Castilla tiene quien la escriba, al contrario que el coronel de la conocida obra de García Márquez. Hoy han sido Chema Sanz Malo y Chani Pérez Henares, ayer, Machado, Ortega, Delibes y tantos otros; siempre, Juan Pablo Mañueco, vecino de blog y prolífico escritor castellanista.
Como decía, “Guadalajara comunera” es el libreto de la recreación histórica de los importantes y singulares acontecimientos que el movimiento de las comunidades protagonizó el 5 de junio de 1520 en la capital alcarreña, que Chema Sanz escribió de forma libérrima por encargo del ayuntamiento y que “Gentes de Guadalajara” representó en el palacio del Infantado y su entorno próximo en junio de 2021. Ese año, que fue el pasado, se conmemoró el V centenario de la batalla de Villalar, el triste e injusto final de la revuelta –más bien revolución- de las comunidades castellanas contra el rey Carlos de Gante –I de España y V de Alemania para la historia-, por abusar de ellas. Hace unos días se ha vuelto a representar y espero y deseo que ya no deje de hacerse de forma periódica –ojalá cada año- porque es un memorial para los desmemoriados, un aldabonazo para los despistados y una reivindicación superlativa del castellanísimo pueblo de Guadalajara. Además, enmarcada en un tiempo de ilusión y justas aspiraciones como fue aquel de los comuneros, cuyo duro desenlace ya conocemos, pero al que Chema le ha dado un toque utópico en su obra para dejarnos soñar a quienes aún creemos que “si los pinares ardieron, aún nos queda el encinar”, como dicen los versos del “Poema de los comuneros”, de Luis López Álvarez, que el Nuevo Mester elevó a himno oficioso castellano con el título de “Castilla, canto de esperanza”. Todos lo hemos cantado o al menos coreado alguna vez y, si no, nos dejamos para septiembre alguna asignatura de la juventud. Precisamente, con su espontánea interpretación, arropada por los agudos y potentes sonidos de las dulzainas, concluyó la presentación de este libro que Fernando Toquero ha diseñado con el buen gusto y criterio que le caracteriza, canto al que nos sumamos todos los presentes, incluida la concejal de cultura del ayuntamiento capitalino, Riansares Serrano, patrocinador de la publicación.
Cuando aún resonaban en la sala Tragaluz los ecos del “Castilla, canto de esperanza”, Chani Pérez Henares llevó a ella su “Tierra vieja”, la última novela escrita por este embajador de las guadalajaras, nacido en Bujalaro y afincado –más bien acabañado en una casa nórdica prefabricada de madera- en Albalate, en plena Sierra de Altomira. Condujo el acto e hizo de presentador del libro, de manera impecable y con notable oficio, Antonio Herraiz, aún joven pero ya gran periodista que hace tiempo maduró en las ondas de COPE, pero que también tiene muy buena pluma. Como ya destiné medio post a esta obra de Chani hace apenas un par de meses, hoy solo voy a otorgarle otro medio y así sumaré uno completo, que es lo mínimo que se merece. “Tierra vieja”, según ya anticipé, es la novela ambientada en el medievo que Chani ha dedicado a las gentes castellanas del común, tras las dedicadas a Alvarfáñez y Alfonso VI –“La tierra de Alvarfáñez”- y a Alfonso VIII –“El rey pequeño”-, documentadas las tres por el notable medievalista albalateño, Plácido Ballesteros, por lo que su rigor está garantizado en la parte histórica, si bien trufada de hechos y acciones noveladas. Chani es un escritor tan apegado a la tierra que a veces se confunde con ella: es figura y paisaje al tiempo o, como él mismo dice, “yo le pertenezco a la tierra, no la tierra a mí”. En “Tierra vieja” se describe y recrea, con pulcritud, brillo y emoción, el momento de la repoblación de la nueva tierra castellana ganada en dura lid a los musulmanes, entre el foso del Tajo y las vegas del Guadiana, siempre con la tensión de frontera, “con una mano en la estiba del arado y la otra en la lanza”, según palabras recogidas en la recensión de la propia obra en su contracubierta.
“Tierra vieja” es, en fin, otro canto canto de esperanza –con no pocos duelos y quebrantos, y no me refiero a los ricos huevos con chacina manchegos que desde el Quijote son así conocidos- a esa Castilla que se forjó con sangre y sudor –también con lágrimas- y cuyas duras formas de vida han pervivido hasta anteayer. Por el tragaluz del Buero se han colado hace unos días dos momentos castellanos y castellanistas en forma de libro que me han llevado a pensar que, como la poesía en particular, según Celaya, la literatura toda es un arma cargada de futuro. Y mientras Castilla tenga quien la escriba, no solo tendrá pasado –que lo tiene y es el más importante de España-, sino también futuro, aunque los castellanos estemos dispersos y bajo banderas y estatutos diferentes. Volverán las cigüeñas por san Blas. De hecho, ya nunca se van.