Siempre nos faltarán once.

Cada 16 de julio, la memoria -que es el recuerdo no manipulado ni relatado de forma interesada-, nos lleva a celebrar la festividad de la Virgen del Carmen, una de las advocaciones marianas con más iconografía y devoción en Guadalajara, pero también rememoramos –que no es lo mismo que celebrar- que desde ese infausto día de hace 17 años nos faltan once personas, diez hombres y una mujer, que formaban parte del ya para siempre conocido como Retén de Cogolludo. Perecieron de forma dramática intentando luchar contra el pavoroso incendio de la Serranía del Ducado que se inició en la Riba de Saelices por la irresponsabilidad de unos excursionistas que quisieron hacer una barbacoa donde y cuando no debían porque el viento extremo y los barbechos con paja seca cercanos podían, como ocurrió, ser pintiparados aliados de las llamas a poco que saltara una chispa, que saltó. Para colmo, el fuego no tuvo miramientos y se declaró en fin de semana, cuando la administración está de asueto y sus responsables, también; incluso a algunos les pilló de boda y siguieron dándole al famoso vals nupcial de Strauss, a la tarta y al resto de pompas y circunstancias propias de estos fastos. Hasta que no se confirmaron las once muertes, no se desplegaron todos los medios que terminaron participando en la extinción, que aun así tardó cuatro días en ser controlada y en los que ardieron 13.000 hectáreas. Los tribunales, que dictan la verdad judicial, pero que no siempre logran dar con la verdad total de las cosas y de los casos por el principio de mínimo intervencionismo que informa el derecho penal –resumido en la locución latina “in dubio, pro reo”: ante la duda, a favor del acusado-, determinaron que el único culpable y, por ende, responsable de aquel voraz incendio fue uno de los excursionistas, el que encendió el fuego. Conclusión: aquellas fueron las chuletas más caras de la historia aunque las comprara de oferta. La administración regional que, cuando menos, no actuó con la diligencia debida y, en aquel año de 2005, no disponía de los medios adecuados para combatir ese tipo de siniestros, ni mecánicos ni personales, salió indemne de aquel proceso. Judicialmente hablando, se entiende, porque dejó tras de sí un cierto tufo a chamusquina entre la opinión pública, por utilizar una expresión próxima al humor negro.

                Viví muy intensamente aquel incendio por diversas circunstancias, pero la principal de ellas porque en él perecieron tres personas con cuyas familias tengo relación de amistad o cercanía por causas diversas. Estuve en el entierro de las tres, pero guardo especial recuerdo del de Sergio Casado Iritia, en Aragoncillo, el pueblo de su madre. El pequeño templo románico de esta pedanía de Corduente, se abarrotó de gentes que llegamos de muchas partes, pero fundamentalmente de Guadalajara, Cabanillas, que es donde residía, Luzón, que es el pueblo natal de su padre, y Molina de Aragón, la capital de la comarca y que sabe hacer suyo el dolor de sus pueblos. Pese a la multitud que nos concentramos, tanto en la iglesia como después en el duelo hasta el cementerio, el silencio se podía cortar. Tan sólo algún quejido de dolor, lamento, angustia e impotencia rompía ese silencio. Y esos quejidos no eran de nadie en particular, sino de todos en general. Como escribió Hemingway en ocasión bien diferente, pero también luctuosa, las campanas de la iglesia de Aragoncillo no solo doblaban aquella triste tarde por Sergio, sino también por sus diez compañeros de retén y por todos nosotros. Si cuando muere un viejo, se muere una biblioteca, como dice la frase de un escritor Malí que se ha convertido en proverbio, cuando muere un joven y de forma tan arrebatadora y cruel como murieron los once del Retén de Cogolludo, se corta de raíz la vida de un árbol que estaba llamado a dar mucha sombra.

Alegoría del Retén de Cogolludo: Once árboles jóvenes, promesa de buenas sombras (Composición: Ana Orea)

                Cada 16 de julio desde hace 17 años, la memoria me lleva a esa Serranía del Ducado que tanto había luchado para que los pinos fueran para quienes los picaban, el resumen hecho frase de la vieja reivindicación de los pueblos de la zona de la propiedad de los pinares del antiguo Ducado de Medinaceli, hito logrado en 1992, gracias a la Junta de Comunidades que, junto a los 18 ayuntamientos afectados, lo hizo posible, haciéndose efectivo así un derecho reconocido ya en las Cortes de Cádiz. 13 años después -¡oh fatalidad, el número más chungo de todos los números según los supersticiosos!- buena parte de esos pinos fueron pasto de las llamas y, lo que es peor, pira funeraria de once personas con muchas ganas de vivir y mucho por vivir. Este 16 de julio, para más “inri”, España ha ardido por sus cuatro costados: Extremadura, Andalucía, Castilla y León, Galicia, Castilla-La Mancha, etc. etc. e, incluso, ha muerto un brigadista en Zamora, trayéndome aún más al recuerdo a nuestros once. Nos queda el consuelo de que, aunque sin duda fueron muertes evitables, también indudablemente sirvieron como aldabonazo para que las administraciones públicas se pusieran las pilas y aumentaran medios materiales y recursos humanos para las labores de extinción de incendios, aunque aún quedan muchas cosas por mejorar y hacer en este sentido, comenzando por la limpieza periódica de los montes. Y recordar que la Unión Militar de Emergencias (UME) nació tras este incendio –se creó en abril de 2006- y por su causa directa. No habría estado mal que, por esta causa, al menos tuviera uno de sus batallones su sede en la provincia, pero desde que se quemó –siempre el fuego de por medio y Guadalajara como pasto- la histórica Academia de Ingenieros en 1924, el ejército solo está de paso en Guadalajara, y más aún desde que cesó la actividad del Fuerte hace ya 22 años.

                ¡Siempre nos faltarán once, pero viven en nuestro recuerdo!

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