Aún huelo a hierba y a sal, los dos olores que en Cantabria son aromas que nacen en los prados y el mar, hermanos, como el sol y la luna lo eran, y como el universo y la naturaleza entera, para el santo de Asís, Francisco, unos de los hombres que más y mejor supo amar. Todavía huelo a hierba y a sal, sí, porque acabo de regresar de Cantabria, la hoy región que ayer fuera provincia de Santander, el puerto y la montaña de Castilla, la bendita tierra del norte donde la playa está en la falda misma de los Picos de Europa y su piedemonte son las blancas arenas que lame el mar, como escribió de su propio cenotafio de olas Alfonsina Storni, la gran poeta argentina que se murió de melancolía entre espumas y caracolas marinas porque ya no pudo ni quiso vivir más. Los poetas de verdad como Alfonsina —y como Alejandra (Pizarnik)—, se mueren cuando y como quieren porque, en realidad, no mueren nunca y viven siempre a través de su poesía.
Decía que acabo de regresar de Cantabria y es rigurosamente cierto pues hace menos de 24 horas que aún paseaba por alguna de las rutas del bosque de secuoyas de Cabezón de la Sal, por el hayedo y el robledal de Caviedes, en el monte Corona, por los prados de Trasvía, por los humedales de las rías de La Rabia y el Capitán, por el arco natural que forman los robles y las encinas en el entorno de Ruiseñada, por las casucas con galería y solana y las calles empedradas de Concha, Pando, Ruiloba y Ruilobuca; pero, sobre todo, por esa maravillosa conjunción de arquitectura y arte modernistas, historia singular, puerto, incluso ballenero, venido a menos y paisaje urbano de excelencia que es Comillas, el lugar por mí elegido en el mundo tras la Guadalajara que me eligió a mí.
Confieso, no solo que ha existido este verano comillano, como Neruda confesó su existencia titulando así sus memorias, también confieso que no ha sido un verano más allí como los últimos veinte, sino uno especial porque ha llovido poco y ha hecho bastante calor. O sea, exactamente lo contrario de lo que allí acostumbra pues ha habido años que nos ha llovido casi todos los días, pese a vacacionar siempre en el ecuador del estío, y no hemos podido prescindir ni del paraguas ni del chubasquero ni de la rebeca. Este verano, toda la lluvia caída el tiempo que permanecimos en Comillas, se concentró en una fuerte tormenta que hizo hasta saltar los plomos, como antes era frecuente y ahora ya sorprende y mucho; el resto de lluvia que nos cayó fue “a ratucos”, y en forma de “morrina” o “chuvichuvi”, como llaman por allí al calabobos, mientras que en la vecina Asturias lo llaman “orbayu” y en el País Vasco “txirimiri”. Con estos localismos más el español dialectal que se habla en el occidente de Cantabria, algunos ya están reivindicando el “cántabru” —con muchas concomitancias con el bable astur— como lengua autóctona propia. De momento, han comenzado cambiando la “o” por una “u” a todos los sustantivos que acaban con la cuarta vocal; así, el “horno” es el “hornu”, aunque los cantabristas más radicales también varían la “h” por la “j” y directamente lo llaman “jornu”. Lo cierto es que Castilla está en retroceso en una de sus antiguas provincias como es la de Santander —cuanta menos Castilla, más Cantabria, piensan bastantes— y que algunos quieren que también retroceda el castellano. Con todo el cariño que le tengo a lo que desde hace 40 años es y llaman Cantabria, me permito afirmar que cuanto más se empeñen en forzar diferencias, sobremanera las idiomáticas, menos se harán entender y, cuanto menos se les entienda, menos tendrán que decir y menos podrán comunicarse. Amén de otros contratiempos con los que viaja el nacionalismo.
Dicho todo esto, así a botepronto, tengo que contarles una curiosa historia que vincula históricamente a Comillas con Guadalajara. Resulta que esta histórica villa, que fue Real, así, con mayúscula, porque en ella vacacionó en 1881 y 1882 el rey Alfonso XII, históricamente perteneció al señorío de los duques del Infantado. Pues bien, un administrador de los duques, no precisamente empático ni congraciado con los comillanos, les hizo tantos desprecios, incluso abusando de sus privilegios al ocupar los lugares preminentes en la antigua iglesia que era propiedad del ducado, que los habitantes del pueblo, mediado el siglo XVII, se rebelaron contra el Infantado y decidieron construir su propia iglesia, hoy bajo la advocación de San Cristóbal, un templo neoclásico y barroco de gran porte. La iglesia de Comillas de y para los comillanos, podíamos decir que fue la máxima con la que se abordó su construcción pues cada vecino aportaba para poder erigirla una jornada de trabajo a la semana. Algo parecido a lo que hicieron los “bastaixos” para construir la barcelonesa catedral del Mar, según la novela de Ildefonso Falcones “Los herederos de la tierra”, en este caso transportando esforzadamente sillares para ella desde el entonces incipiente puerto hasta el templo.
Mis vacaciones, pues, desde que veraneo allí, no dejan nunca de ser mendocinas, no solo por la huella, en este caso negativa, de los Mendoza en Comillas, sino porque el pueblo que es cabecera del partido judicial al que pertenece, Cabezón de la Sal, fue hasta no hace mucho un importante centro productor de sal, extraída de pozo, y, sabido es, que la familia Mendoza tuvo entre sus propiedades más lucrativas las salinas de Imón, entre otras. Y, por si no lo sabían, el origen de la superstición que considera de mal agüero derramar sal en la mesa, nació en el seno de esta poderosa familia, hasta el punto de que la segunda acepción de la voz “mendocino/a” del diccionario de la RAE, un adjetivo ya en desuso, significa literalmente: “Que cree en agüeros, supersticioso”.