Tengo especial debilidad por Molina por muchas llamadas, especialmente la de la admiración por todo lo que fue aquella tierra, pero ya no es, la de la pena por la sangría demográfica que la viene debilitando desde hace siglos, aunque de manera agravada en las últimas décadas, y, sobre todo, la de la sangre pues de un minúsculo pueblo del Señorío, Otilla, era mi abuelo paterno. Se llamaba Juan y su padre, mi bisabuelo, Niceto, era del vecino y también minúsculo Chera. Siendo mozo, se fue del pueblo obligado, como tantos otros jóvenes, con un costal al hombro y muchas ganas de comerse el mundo, porque hambre no le faltaba. Juan Orea Segovia fue un gran hombre en todos los sentidos, destacando como buen artillero en la segunda Guerra de Marruecos (también llamada del Rif), circunstancia que le llevó a profesionalizarse después en la Guardia Civil, cuerpo en el que terminó pasando a la reserva con el grado de capitán honorario, tras ejercer muchos años como teniente. Además de tener un fino olfato como agente del orden y la seguridad, hecho que le llevó a descubrir en 1928 un complejo crimen encubierto como falso suicidio en Campillo de Ranas, destacó por su preocupación por que los agentes de entonces a su cargo, muchos de ellos analfabetos al ingresar en el cuerpo, supieran leer, escribir y conocer las leyes por cuyo cumplimiento debían velar. En sus visitas de inspección a los cuarteles de la provincia, siempre les repetía a los guardias esta frase de Concepción Arenal que yo mismo oí de su boca un sinfín de veces: “Odia el delito y compadece al delincuente”. También hizo mucho por potenciar el economato de la comandancia provincial de la Guardia Civil, un alivio para llenar a un precio asequible las despensas de las familias de los guardias pues sabido es que trabajaban mucho, pero cobraban bastante poco. Aún siguen cobrando regular, pero su nivel retributivo actual está mucho más cerca de la dignidad que el de aquellos tiempos. Mi abuelo Juan vivió una singular peripecia humana en la Guerra Civil que algún día contaré en formato de novela porque da de sobra para ello; les anticipo dos personajes que participarán en ella: José Antonio Primo de Rivera y un oficial anarquista. Será mi contribución a la memoria histórica.
Dicho todo esto, voy a comentar ahora, con sumo gusto y cierto regusto, un brote muy muy verde que hace tiempo que va germinando y desarrollando en Molina de Aragón, esa tierra en la que cada vez crecen menos cosas, sobre todo niños, y en la que los entierros se cuentan a puñados y los bautizos con los dedos de una mano. Ese brote verde, verdísimo, que aventa esperanza donde suele cundir la resignación y que evidencia que la sociedad civil molinesa está viva, aunque a veces parezca justo lo contrario, es el Museo de Molina que ha cumplido 20 años. Parece que fue ayer, pero ya han transcurrido dos décadas desde que echó a andar en el antiguo convento de San Francisco este, hoy en día, auténtico referente cultural comarcal y provincial por el que ya han pasado casi 100.000 visitantes, ¡que se dice pronto! Un Museo que no es solo local, sino comarcal, y en el que los visitantes pueden emprender un viaje a través de la evolución de la vida en la Tierra, desde los primeros organismos vivos, que conocemos a través de los fósiles, a los dinosaurios (Sala de Paleontología) y las aves y mamíferos que pueblan nuestros bosques en la actualidad (Sala de Medio Ambiente y Fauna) para terminar con el hombre en la Sala de Evolución Humana y Arqueología. En la dotación de contenidos de esta última sala participaron, nada más y nada menos, que Juan Luis Arsuaga, el más carismático de los tres codirectores del yacimiento de Atapuerca, y uno de los paleontólogos más relevantes que también trabajan allí, Nacho Martínez Mendizábal, profesor de la UAH y que igualmente colabora en otros relevantes proyectos de investigación paleontológica, incluidos algunos en nuestra provincia.
Estamos hablando de Molina y de su Museo, hemos dado ya varios nombres propios y aún no hemos citado a su principal impulsor y “alma mater”, Manolo Monasterio, quien, además, es gerente del Geoparque de Molina de Aragón-Alto Tajo y pieza angular y piedra clave, tanto del Museo como del Geoparque, dos de las mejores noticias y de mayor calado que han partido de Molina en lo que llevamos de siglo XXI. Manolo, evidentemente, no lo ha hecho todo solo -es un gran hombre, pero no un superhombre-, sino que ha contado con un reducido pero competente, ilusionado y eficaz equipo de personas que han compartido proyecto y han hecho camino al andar, allá en esos “desiertos de la cultura” molineses, como los bautizara Araúz de Robles, donde parecía que ya solo quedaban trochas, ni siquiera sendas. Precisamente una de esas personas que están trabajando hombro con hombro con Manolo, Joaquín Yarza, es el actual director del Museo, que es quien ha hecho públicos recientemente los magníficos datos de visitas que ha acumulado este en sus 20 años de vida. De entre estos números, me quedo con que el Museo ha pasado de recibir 1.300 visitantes el primer año a superar los 10.000 el año pasado, de los que un diez por ciento son niños que, además, han participado en las numerosas y bien concebidas actividades didácticas que se ofrecen: talleres sobre fósiles, geo-escuela, geo-rutas, visitas a los abundantes castros ibéricos de la comarca, etc.
El Museo de Molina -y el Geoparque, al que dedicaremos próximamente otra “Misión al pueblo desierto”- es todo un ejemplo de lo que es capaz de impulsar la sociedad civil a falta de iniciativas en este ámbito de acción cultural de las administraciones públicas. A éstas lo que les corresponde es colaborar activa y decididamente en su actividad, como vienen haciendo, aunque yo me atrevo a sugerirles una mayor implicación porque si hay algo eficiente es la colaboración público-privada. Y ahora que parece que, por fin, hay ya una concienciación y una voluntad activa por luchar con todas las armas contra la despoblación en el medio rural, sería un contrasentido no apoyar en la medida adecuada proyectos culturales tan sólidos y con la importante repercusión socio-económica como es y tiene el Museo de Molina.