El Rey no ha muerto, ¡Viva el Rey!

 

Hace poco más de un año que, en este mismo blog, escribía textualmente lo siguiente: No es que sea yo, precisamente, un entusiasta de la monarquía como sistema de Estado, pero reconozco que Juan Carlos I se ha ganado mi respeto como Jefe del Estado español, por su decisiva contribución a que nuestro país sea irreversiblemente democrático cuando muchos han procurado que no lo fuera a lo largo de casi toda su historia, especialmente sus reyes”. Y eso que dije, lo mantengo e, incluso, amplío, precisamente en un momento decisivo para la monarquía y para España como es éste que nos ha tocado vivir, en el que se ha producido la abdicación de la Corona por parte del rey Juan Carlos, lo que conllevará que, en unos días –parece ser que el 19 de junio-, su hijo, el Príncipe de Asturias, se convierta en el rey Felipe VI, una vez que las Cortes aprueben la Ley orgánica que desarrollará los preceptos constitucionales establecidos al respecto de la sucesión en la jefatura del Estado, contenidos en el Título II de la Carta Magna, dedicado expresa y exclusivamente a la Corona.

Antes de hablar del futuro rey, creo justo y necesario hablar del actual que, a mi juicio, ha sido un extraordinario monarca que, sin duda, será juzgado con más benevolencia en el futuro que en el presente, porque el juicio de la historia suele descontar lo episódico y quedarse sólo con lo fundamental, algo que va a suponer que los elefantes de Botswana, los urdangarines, los braguetazos y otras “borbonadas” no sean árboles de porte suficiente como para impedir que se vea el frondoso bosque del reinado de un Jefe del Estado que, “de la ley a la ley”, como le señaló su preceptor, Torcuato Fernández Miranda, y gestionó eficazmente su mejor socio y aliado, Adolfo Suárez, nos llevó a la democracia, la defendió de más de una asonada militar, aunque la del 23-F fuera la más notoria, nos ayudó a situarnos en Europa y en el mundo como un Estado moderno, respetable y fiable y contribuyó decisivamente al progreso económico y social de la nación que, durante su reinado, ha vivido las cuatro décadas de mayores cotas de paz, libertad y bienestar, muy probablemente de toda su historia.

Pocas veces he estado de acuerdo con Alfredo Pérez Rubalcaba en lo que ha dicho y, mucho menos aún, con lo que ha hecho, pero asumo como propias las palabras que pronunció hace unos días en Barcelona cuando un grupo de empresarios catalanes le tributó una cerrada ovación en reconocimiento a su labor política, justo después de anunciar que renunciaba a liderar el PSOE: “En España enterramos muy bien”. El rey, afortunadamente, no ha muerto –aunque no soy cortesano, cortésmente y de corazón le deseo “larga vida”-, pero su abdicación supondrá su “defunción” como máxima autoridad del Estado y actor principal de la vida pública española ya que, después de estar en lo más alto de la cúspide, sólo se puede bajar y, ya sabemos todos lo que acaban siendo en España quienes pierden el poder, aunque sea de manera voluntaria, como es el caso: “jarrones chinos”, de esos enormes que son estéticamente horrendos, que no se sabe dónde ponerlos y que siempre molestan. Por el bien de España y el suyo propio, espero que Felipe VI adjudique a Juan Carlos I un estatus adecuado a su figura y su obra y, más que de “enterrador”, haga con él de gran estadista, pero sobre todo de buen discípulo y mejor hijo.

Dicho lo cual, quiero dejar bien claro que, a mi juicio,  y estoy seguro que también al de una amplia mayoría de españoles,  la extraordinaria labor llevada a cabo por el rey Juan Carlos en sus casi 39 años de reinado y, por supuesto, la legalidad vigente, es decir, la previsión constitucional, avalan que el nuevo Jefe del Estado sea el actual Príncipe de Asturias –que también lo es de Gerona y de Viana-, que reinará con el nombre de Felipe VI, al ser el primer rey que alcanza el trono de España con el nombre de Felipe, tras el de Anjou, que fue el primer monarca español de la dinastía borbónica. Con ocasión de la abdicación del rey, partidos y partidarios de la República se han echado a la calle –y a los medios de comunicación, incluidas las redes sociales, en las que son especialmente activos- para pedir un referéndum sobre el sistema de Estado. Se trata de una reivindicación, sin duda, legítima, porque la Constitución que impulsó y sancionó Juan Carlos I consagra la libertad de expresión y de manifestación, entre otros muchos derechos y libertades, pero esa misma “Ley de leyes” que, por inmensa mayoría, aprobó el pueblo español hace más de 35 años, determina que España es un reino y está regido por una monarquía, algo que sólo se puede modificar a través de una reforma constitucional, que la propia norma del 78 prevé en su Título X, dedicado exclusivamente a ella. Que nadie dude, pues, de la legitimidad y de la legalidad del acceso al trono de Felipe VI, pero que nadie piense tampoco que la monarquía es una realidad inamovible, porque eso sería antidemocrático y España es una democracia plena, gracias a los españoles y al rey Juan Carlos. Con defectos, pero plena.

Como dijo en el discurso público con motivo de su abdicación, estoy de acuerdo con el todavía rey Juan Carlos I en que su hijo, Felipe,  “tiene la madurez, la preparación y el sentido de la responsabilidad necesarios para asumir con plenas garantías la Jefatura del Estado y abrir una nueva etapa de esperanza en la que se combinen la experiencia adquirida y el impulso de una nueva generación”. Pero no sólo su padre, sino la mayor parte de las personas que le conocen de cerca, incluidos políticos, empresarios, periodistas,… que se han pronunciado estos días sobre la persona del Príncipe de Asturias, coinciden en manifestar su sobrada preparación y acreditadas condiciones para ser un buen rey, aunque, naturalmente, necesitará la ayuda de sus sucesivos gobiernos pues, bien es sabido, que el rey de España reina, pero no gobierna, y sus actos están sometidos a refrendo del gobierno. Yo, por mi parte, y aunque sea una simple anécdota, puedo aportar que conocí personalmente al futuro rey en 1990, en Hyeres (Francia), con ocasión de la Semana Olímpica de Vela que anualmente se celebra en esta bella localidad de la Costa Azul, próxima a Niza, y en la que él participó como tripulante de un barco de la clase Soling que patroneaba el canario, Fernando León, con quien después competiría en Barcelona´92, obteniendo un meritorio sexto puesto final. Una tarde-noche de abril, en un restaurante del puerto de Hyeres, junto con Angel Gutiérrez –entonces patrón del Soling “Guadalajara, Puerta Abierta”, que patrocinaba la Diputación Provincial, de la que yo era Jefe de la Sección de Deportes, Juventud y Turismo- y otros miembros del equipo pre-olímpico español de vela, compartimos una grata cena con Felipe de Borbón, que entonces tenía 22 años de edad, y puedo asegurar, y aseguro, como diría Suárez, que a pesar de su juventud, me causó una gratísima impresión por su inteligencia, sencillez, sentido común y saber estar, cualidades que si acompañan a un estadista bien preparado, le suelen conducir al éxito. Que es lo que espero y deseo por el bien de España. Una y diversa, como el mismo Príncipe dijo hace unos días en Navarra.

¡El rey Juan Carlos no ha muerto,  viva el rey Felipe!

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