¡Abre la muralla!

               En plena ola de calor y con vientos solanos capaces de hervir hasta la sesera, ha sido demolido en Guadalajara el edificio que daba entrada a la calle Mayor desde la Plaza de Santo Domingo, conocido como “casa de los Solano”, por ser propiedad de los herederos de Felipe Solano Antelo, hombre de leyes y servidor público que mereció tener calle en la ciudad, de quien no voy a dar muchas pistas biográficas por si en la siguiente tanda de “callejericidios” alguien cae en la cuenta de que era hombre y acumuló cargos políticos en el franquismo. Este edificio, notorio y señero por su volumen y emplazamiento, estaba muy deteriorado y afeaba enormemente la entrada a la calle principal de la ciudad por lo que su demolición ha venido a eliminar uno de los no pocos “puntos negros” arquitectónicos que hay en la ciudad y que tan negativamente condicionan su aspecto urbano en el casco histórico. Aunque el edificio estaba catalogado, su mal estado de conservación, especialmente en lo relativo a la estructura, ha aconsejado su demolición total, si bien su volumen, huecos y detalles constructivos de las fachadas serán reproducidos de forma idéntica en el nuevo edificio que se levante en su solar, gracias a la fotogrametría. Se da la circunstancia, además, de que Miguel Ángel Utrilla, el empresario que ha adquirido el viejo edificio y va a construir el nuevo, es uno de los mejores promotores de la ciudad y destaca por la calidad de los proyectos que acomete y la notabilidad de su construcción y acabados. Se que arriesgo poco si afirmo que Utrilla va a hacer bien su trabajo en el viejo solar de los Solano y que el nuevo edificio será un buen remedo del viejo, pero rejuvenecido, ganando con ello prestancia la ciudad en un lugar de mucho tránsito, tanto de guadalajareños como de visitantes.

Lienzo de la muralla medieval que quedó al descubierto tras el derribo de Casa de los Solano.

               No ha sido una sorpresa, ni mucho menos, que al demoler el edificio hayan aparecido restos de la antigua muralla medieval de la ciudad, como se aprecia claramente en la fotografía que acompaña este texto. Exactamente donde se ubica este edificio discurría uno de los paños de la antigua muralla arriacense, que venía desde Bejanque por la calle de la Mina, y en su entorno se localizaba una de las principales arcadas de entrada a la ciudad, la conocida como puerta del Mercado ya que en lo que hoy es la plaza de Santo Domingo se emplazaba el antiguo mercado local, allende muralla. Como exacta y puntualmente ha informado Guadalajara Diario, los arqueólogos van a trabajar al menos durante un mes en los restos de muralla encontrados para cumplir con las leyes de patrimonio nacional y regional. En función de los resultados del estudio arqueológico se actuará posteriormente con los restos, conforme determinan la Ley de Patrimonio Cultural de Castilla-La Mancha, y las ordenanzas municipales. Confío en que lo que pueda ser conservable e integrable en el nuevo edificio, se conserve e integre -hay fórmulas muy imaginativas para ello, que preservan parcialmente los restos, al tiempo que ponen en valor la nueva construcción-, y lo que no, se documente y proteja adecuadamente, como exigen las leyes y como aconseja el sentido común.

Guadalajara es una ciudad que, por diversas causas y a lo largo del tiempo, especialmente desde el siglo XIX, viene sufriendo un continuo deterioro, cuando no auténtico expolio, de su patrimonio histórico y artístico, que nunca termina de cesar. Las bombas y la dinamita en las guerras -por aquí han pasado y dejado su huella destructora, primero las carlistas y después la Civil-, las piquetas ligeras en los tiempos de paz, confundir lo antiguo con lo viejo y acabar con ello en aras de una supuesta modernidad, todo esto salpimentado por no pocas decisiones municipales cuestionables, tanto en tiempos preconstitucionales como constitucionales, y avinagrado por una especulación que a veces llegó al descaro, han sido ingredientes que se han sido sumando para formar esta ensalada urbanística y arquitectónica que aqueja al casco histórico de Guadalajara en numerosos puntos críticos y que va a ser ya muy difícil aderezar justo en su punto porque hay mucho tomate. Demasiado. No se si es muy afortunado el símil gastronómico, pero expresivo seguro que sí y, como bien saben los actores y el público veteranos, hay veces en que es necesario sobreactuar, incluso caer en el histrionismo, para que el personal se entere de qué va la obra, nunca mejor dicho.

Termino ya recomendando a aquellos lectores que no conozcan con detalle el trazado de la muralla medieval de la ciudad y la traza urbana de ese mismo tiempo que visiten cualquier fin de semana o día festivo el Torreón del Alamín. Además de descubrir el singular interior de un torreón medieval y que junto con el puente de Infantas (siglo XIII) forma una histórica y evocadora estampa, van a poder conocer a través de una magnífica maqueta y diferentes grabados y objetos el sistema defensivo murado de Guadalajara, entre dos barrancos (Alamín y San Antonio), además de su antigua trama viaria, de calles estrechas adaptadas a las curvas de nivel. Guadalajara no nació en los años sesenta con los polígonos de descongestión de Madrid, no. Hace ya mucho tiempo que en esta ciudad debía haberse abierto la muralla al conocimiento pues de él se deriva la autoestima y de ella el celo por preservar lo que es digno de ser preservado. Parafraseando a Nicolás Guillén y su conocido poema que musicó Quilapayún, hay que abrir la muralla al viento y la yerbabuena de la conservación y puesta en valor del patrimonio y cerrársela al veneno y al puñal de las piquetas irresponsables y especuladoras, pero también de las indiferentes.  

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