Pedro
Han querido las circunstancias, o sea, mis compañeras de camino según la tesis orteguiana, que regresara hoy, 9 de agosto, a Guadalajara, apenas unas horas antes de que incineraran el cadáver de Pedro Lahorascala y por ello he podido acudir al tanatorio y presentarle mis respetos y condolencias a él y a su amplia y, para mí, querida familia. Pedro se nos ha ido de forma discreta y sin darle un pisotón a la vida, como era él en esencia. Seguramente haya elegido para irse estas calurosísimas vísperas del ferragosto –los días de la feria de Augusto, que da nombre al mes- porque este es tiempo de tránsito, de unos que se van y de otros que vienen, momento idóneo para que cualquier hecho, incluido un óbito de una notable persona como era él, pase desapercibido.
Pedro era un gran hombre metido en un cuerpo menudo y tan discreto que sus mejores palabras, pese a ser perito en ellas, casi siempre las escogía del vocabulario del silencio. Pedro era un poeta como la copa de un pino, pero él siempre prefirió compararse con árboles y arbustos de menor porte para no molestar. Pedro era un periodista enorme, tan bueno como el mejor, que tenía claro que la de plumilla no era una profesión, sino un oficio; piensen en la diferencia porque son dos palabras sinónimas, pero bien estrujadas, pueden llegar a ser hasta antónimas. Pedro era un maestro que bebía en las fuentes del peripatetismo y enseñaba no solo paseando, sino también tomando un café. Ciertamente, los cafés en su compañía eran lecciones magistrales para cualquier aspirante a escritor, poeta o periodista, o las tres cosas a la vez, que él mismo fue sin pisar aula magna alguna, formándose leyendo hasta los prospectos de las medicinas y cualquier periódico o libro que cayera en sus manos, por viejo que aquél fuera y por descatalogado que éste estuviera. Pedro se doctoró en la vida a base de trabajo y voluntad; pese a ser un hombre de letras casi sin destetarse, trabajó como comercial de máquinas de coser, y hasta de mecánico cuando hizo falta, para sacar adelante a su numerosa prole. Y la voluntad la puso, toda, para poder vivir después de su pasión que era escribir, escribir y escribir. Terminó jubilándose como jefe de prensa del Gobierno Civil de Guadalajara. Sépanlo todos, especialmente quienes juzgan por la altura de las cunas y de las camas en que nacen las personas, que Pedro Lahorascala (solo García García para el registro civil), nació en una familia humilde de Madrigal de la Vera (Cáceres), un pueblo bello donde los haya y con una Garganta, la de Alardos, que grita en verso cuando corre el agua. Sepan, también, que Pedro y su familia se establecieron en el humilde pueblo de Vallecas cuando él era apenas un mozalbete y que allí construyeron un hogar y un futuro mejor para todos, el suyo ligado a Guadalajara desde principios de los años 60, ciudad en la que ha vivido hasta su muerte, acaecida ayer, y a la que ha querido mucho y bien. Confío, mejor dicho, espero y deseo que esta ciudad y esta provincia sepan agradecérselo y reconocerlo como se merece porque con el silencio y el olvido no se hace justicia al pasado ni se puede construir el futuro. Sus más de treinta libros publicados, poemarios dos tercios de ellos, sus miles de artículos en Pueblo, edición nacional primero, y Pueblo Guadalajara, después, en La Prensa Alcarreña y en otras cabeceras, son el mejor legado que nos ha dejado este extremeño orgulloso de sus raíces, pero también ufano de su tronco y ramas alcarreñas. Pedro fue reconocido con numerosos premios literarios y honrado con importantes distinciones a lo largo de su extensa y densa carrera como escritor, poeta y periodista, pero sé que el premio que a él más ilusión le hacía es que leyeran sus obras. En ellas encontrarán un narrador y un relator solvente, con grandes recursos para crear, desarrollar y resolver tramas, siempre muy pegadas a la tierra; también hallarán un gran poeta que ha bebido en las mejores fuentes de la poesía española, alternando piezas de claro tono e intención popular, con otras más cultistas. Lean a Pedro Lahorascala, serán las mejores lágrimas que podrán verter por la muerte de un sencillo pero gran hombre de letras que ha llegado a los 91 años de edad y ha pedido con la mirada que paren el mundo porque ya quería bajarse de él.
Gracias, amigo, por tantas charlas y paseos con la palabra de compañera. Gracias, amigo, por ayudarme a saber cosas del oficio de periodista que ninguna facultad lleva ni llevará jamás en sus programas. Y, gracias, querido y ya añorado Pedro cuando apenas acabas de irte, por llevarme de la mano a la poesía aunque yo haya tardado mucho tiempo en darme cuenta. Descansa en paz en tu “Prado del Poeta” madrigaleño y que Guadalajara sepa ser agradecida contigo.
Te despido con estos versos de Jorge Guillén sobre la inspiración que me han traído tu recuerdo:
“Madrugad, profecías, profecías,
Y relatad la gloria del insomne.
¡Amables folios! ¡Cuántas, las almohadas!
Bajo tiernos albores desvelados
Descubrirán sus minas los prodigios”.