El domingo 12 de noviembre será ya para siempre un jalón en mi vida. En esa fecha, supongo que por casualidad, se celebra San Josafat, un obispo greco-católico al que asesinaron cristianos ortodoxos —la historia de Caín y Abel se repite de forma recurrente— y que es homónimo al personaje bíblico del famoso valle en el que las escrituras proféticas sitúan el lugar donde se celebrará el juicio final; o sea, la liquidación de los tiempos, en feliz, una más, expresión orteguiana. Efectivamente, habrá un antes y un después del 12 de noviembre en mi devenir vital porque ese día, como he dicho, festividad de San Josafat, ya me he ganado de una vez y para siempre el apelativo de “facha” puesto que, lo confieso públicamente, estuve en la concentración de la plaza de Santo Domingo, de Guadalajara, en rechazo a la amnistía a los delincuentes del “procés” —pronúnciese “prusés”, así, como con intención de diferenciar significante y significado al estilo Saussure— que reunió a 9.000 personas, según fuentes de la Delegación del Gobierno en Castilla-La Mancha y del PP, partido convocante de la concentración. Es casi un fenómeno paranormal que tanto peperos como sociatas —lamentablemente las delegaciones del gobierno son más de los partidos que lo gobiernan que de los ciudadanos gobernados— se pusieran de acuerdo en dar esa cifra de asistentes en Guadalajara porque en el conjunto de España el PP dijo que había movilizado a dos millones de personas y el gobierno que no habían llegado a ser ni 600.000. Ojalá todas las guerras fueran solo de cifras.
No se el resto de las 8.999 personas que asistieron a la concentración de Santo Domingo el día de San Josafat de 2023, pero yo, además de rechazar la amnistía de los forajidos —porque están fuera de la ley, que es el origen etimológico de esta grave palabra— del “procés” catalán, también fui a mostrar mi oposición frontal al ignominioso y vergonzante pacto global con los separatistas de izquierdas y de derechas de Cataluña y del País Vasco, y, muy especialmente, con Bildu, la organización, simpatizante, no, lo siguiente, y heredera de ETA a la que Sánchez está blanqueando. Se que es duro lo que voy a decir, pero al PSOE le gusta mucho la cal; no hace tanto la viva y ahora la enjalbegadora…
Me detengo aquí para contar una experiencia propia que muchos desconocen y que quiero que dejen de desconocer, sobre todo los más jóvenes, a quienes el terrorismo de ETA les suena tan lejano como a mi el racionamiento de la posguerra pues soy un hijo del llamado “baby-boom”, de la España desarrollista, ye-yé y del 600, y no conocí las cartillas del hambre; pero haberlas, las hubo. Voy a lo que iba: Cuando fui elegido concejal del ayuntamiento de Guadalajara en junio de 1999, como independiente dentro de las listas del PP, en ese momento ETA estaba muy viva a costa de ser la responsable de muchas muertes (inocentes), o sea, era un auténtico vampiro político y social, un sanguinario grupo terrorista que mataba cuando podía y a quien quería y podía. En aquellos años, no solo asesinaba a militares, jueces, policías —incluidos ertzaintzas— y guardias civiles, sino que también daba muerte a concejales y otros cargos políticos, sobre todo del PP y del PSOE, en cualquier lugar de España: Fernando Buesa (PSOE, en Vitoria), Gregorio Ordóñez (PP, San Sebastián), Martín Carpena (PP, Málaga), Juan Mari Jáuregui (PSOE, San Sebastián), Miguel Ángel Blanco (PP, Ermua), Ernest Lluch (PSOE, Barcelona), Manuel Jiménez Abad (PP, Zaragoza), Alberto Jiménez-Becerril (PP, Sevilla, junto a su esposa) … Creo recordar que, en total, fueron 14 los políticos asesinados por ETA de cada uno de los dos partidos mayoritarios de España en esos años de finales del siglo XX y principios del XXI. No lo he confesado nunca ni con ello pretendo ir de valiente, porque no lo soy, pero uno de los motivos que me llevaron a aceptar integrarme en 1999 en las listas municipales del PP sin militar en este partido fue el asesinato de Miguel Ángel Blanco y el impacto que causó en mi hija mayor cuando, yendo camino del festival medieval de Hita, conocimos tan impactante noticia por la radio del coche aquel fatídico 13 de julio de 1997. Aquella injustísima muerte joven, a sangre gélida, anunciada y casi televisada removió muchas conciencias en el rechazo a ETA y, a mí, que ya la rechazaba sin paliativos, me hizo movilizarme y salir de mi sitio de confort, de observador y opinante liberal de la política para pasar a tomar partido en ella hasta mancharme, como dice Celaya en “la poesía es un arma cargada de futuro”. Y sigo con la confesión pública de aquel tiempo no tan lejano: cuando tomamos posesión la corporación municipal arriacense de 1999-2003 —fue el último mandato de José María Bris como alcalde—, al estar amenazados todos los concejales del PSOE y del PP de España, nos reunieron para informarnos de las medidas de autoprotección que debíamos tomar, incluido el hecho de inspeccionar con un espejo con mango telescópico debajo de nuestros coches cada vez que nos subiéramos a ellos, por si nos habían puesto una bomba. Además, sobre todo a algunos como yo que nos consideraron más vulnerables por el lugar en que vivíamos y las rutinas diarias que seguíamos, nos pusieron también escolta. Si a mi hija mayor le partió su corazón, entonces adolescente, el vil asesinato etarra de Miguel Ángel Blanco, a mi hija pequeña, una niña de primera comunión en esos años, le parecía un juego que su papá la llevara al colegio con unos “amigos” —que en verdad lo fueron, lo son y lo serán siempre, entre ellos el actual concejal de seguridad de la ciudad, Chema Antón— que nos esperaban cada día en la puerta de casa. Yo fui un amenazado de ETA, sí; en realidad, lo fuimos todos los españoles porque ETA era una organización asesina que, maquiavélicamente, despreciaba el dolor de sus actos terroristas —el medio— para conseguir el fin de la independencia vasca que quería imponer, al tiempo que su socialismo revolucionario. ETA ya no mata, no, porque ha sido derrotada por la sociedad, pero sus herederos (in) morales están en Bildu y buscan el mismo fin que la propia organización terrorista, no se han distanciado de sus crímenes ni han pedido perdón por ellos y, lo que es peor, no han colaborado un ápice en que se esclarezcan los casi 400 asesinatos que aún están pendientes de esclarecer. Se parece más a un aquelarre de brujas de Zugarramurdi que a un pacto político legítimo el hecho de que un partido con 14 víctimas de ETA, aún en caliente, como es el PSOE, vaya a gobernar gracias a Otegui, etarra convicto y confeso y actual jefe de los herederos y cómplices de sus verdugos… Una cosa es superar etapas y promover la paz y otra es enterrar, junto a las víctimas, la memoria, la dignidad y la justicia.
Termino ya diciendo que el pacto al que ha llegado Sánchez con el separatismo vasco y catalán, de izquierdas y de derechas —incluida la extrema, pues Junts lo es por muchas cosas—, para seguir en la Moncloa, ha traspasado todos los límites de lo razonable y que puede ser legal, pero no legítimo, porque está basado en promesas políticas incumplidas, manipulaciones, cuando no mentiras, históricas, en falsos agravios, y en ideas filo-racistas y xenófobas, al tiempo que va a suponer una descarada discriminación positiva a favor de las regiones más prósperas de España en detrimento de las que menos lo son y un ataque frontal a la división de poderes, esencia de las democracias liberales, las únicas que garantizan la libertad e igualdad de todos los ciudadanos.
Y el día de San Josafat terminé de ganarme el apelativo de “facha” ya para siempre porque, después de la concentración contra la amnistía y el frontal ataque de Sánchez y sus socios a la unidad constitucional y a la libertad e igualdad de todos, fui a misa de 12,30 a San Ginés. Y en el Evangelio del día tocaba la parábola de las doncellas sensatas y necias… Yo, facha, tengo mi lámpara encendida.